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La historia de Juan Bautista y una vida signada por la trashumancia

Es un fiel referente de cientos de arrieros.

Por Fabián Cares - Especial

La trashumancia sigue de pie, parada en el tiempo y en las circunstancias. Sobrevive en virtud del esfuerzo a destajo de hombres de campo que dejan hasta el último jirón de sus prendas para recorrer distancias que se hacen eternas cuando la naturaleza se torna implacable. Pueden ser jornadas de soles que parten el suelo y quiebran la voluntad del más valiente, o aquellas donde pueden aparecer los temporales de un momento a otro y suelen sembrar miedo y destrucción en contados minutos y transformar los sacrificios de años de crianzas en pérdidas incontables. Esa incertidumbre constante es la vida del arriero. La vida de ese criancero que recorre largos kilómetros para ver en mejores condiciones a sus animales.

El criancero siempre va para adelante. En el camino va atravesando barreras que lo alejan cada vez más de esos arreos de antaño donde no había callejones ni alambre por doquier. Aun así, con todos los destinos en contra y redoblando los sacrificios y esfuerzos, y levantando con honra y orgullo la bandera del legado de padres y abuelos, muchos arrieros aún hoy hacen patria.

“Crié a mi familia con esto, es mi fuente de trabajo”, dice el arriero Juan Bautista Parada mientras le saca las pilchas a su caballo para descansar por una noche en el Alojo San Sebastián, uno de los riales más conocidos por los crianceros que se encuentra a un puñado de metros de la pronunciada bajada que desemboca en el puente sobre el río Neuquén a la altura de Andacollo.

El hombre, junto con su suegro y un amigo también de nombre Juan, había apenas emprendido el increíble viaje de algo más de 350 kilómetros. Su veranada queda en las altas cumbres del Cajón de los Peuquenes y su destino final, Chihuido del Medio.

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“Hago 350 kilómetros de arreo y embromo de unos 20 a 25 días, y ahora que vamos para abajo, vamos más rápido. Pero cuando se viene de allá abajo (invernada) y los animales están flacos, es mucho más difícil”, asegura.

Al criancero se le nota el cansancio por esta travesía. También por momentos se muestra preocupado por la situación de sus compañeros. “Las huellas están muy escritas, es muy poco el lugar que nos dejaron para andar. Los animales pasan muchos días sin comer. Todo ahora es puro callejón y puro alambre”, se lamenta Juan. También dice que a lo largo de las travesías, y por esta misma razón, le gustaría que hubiera un poco más de asistencia. A modo de ejemplo, explica: “Acá mismo, en este rial, lo que haría falta es un tanque australiano porque acá no tenemos agua para darles a los animales ni para nosotros mismos”.

Al estar las huellas junto con los callejones, la preocupación de los crianceros pasa por el estado de los animales. “Al pasar muchos días sin comer, cuando llegamos nosotros a Los Chihuidos, ya llegan muy deteriorados”, comenta y agrega: “Hacemos por día 20 kilómetros, que es lo que se hace porque más no se puede hacer, ya que por ahí van muchos piños y hay que dejarle el lugar al que va adelante”. “El animal llega muy hambreado y, lamentablemente, pierde un 50 por ciento de su peso en el camino”, indica.

Don Parada va al frente de un arreo de unas mil chivas, 60 vacunos y 30 yeguarizos. Asimismo, sostiene que los camiones jaula son una opción más rápida y segura. “Conviene y no conviene porque son muy caros. Hoy nos dan una ayuda para traer a los vacunos a la veranada, ojalá nos dieran para las chivas también”, se esperanza.

El hombre dice que continuó el legado que le dejaron sus padres, Rómulo Parada y Juana María Fuentes. “Atrás de uno no sé quién viene”, dice en referencia a que, de no cambiar las cosas, esta actividad está condenada a desaparecer “cuando nos terminemos los viejos crianceros”.

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