De los jóvenes K a los jóvenes libertarios: la decepción como motor de la política
¿Quién impone hoy las palabras en el tablero de la democracia? ¿Dónde está el ruido sagrado a veinte años de la asunción de Néstor Kirchner?
En el contexto político actual, a meses de las elecciones presidenciales de 2023, suele afirmarse que Javier Milei, líder y candidato de La Libertad Avanza, se lleva la mayoría del voto joven. Esta afirmación se sostiene con encuestas que, dicen, muestran a un Milei ganador en primera vuelta, siempre y cuando sólo voten los menores de cuarenta años.
Los sondeos, como cualquier otra construcción mediática, sirven si están basados en sensaciones reales, un clima de época en cierto punto auténtico. Es decir, para saber que Milei goza de popularidad creciente alcanza con hablar con amigos, conocidos o familiares.
Las otras fuerzas políticas interpretan ese voto liberal o libertario como una demostración de la bronca, un indicador de una decepción general frente a las incontables frustraciones políticas y económicas. Sin embargo, no hace mucho tiempo la juventud parecía más bien volcada al kirchnerismo, o en todo caso a la politización ligada a la militancia peronista con una, por así decirlo, agenda progresista.
Se afirmaba, incluso desde la oposición, que uno de los rasgos distintivos de las gestiones de Néstor y Cristina Kirchner había sido precisamente una renovación de la pasión militante, una visión menos pesimista de la política tras la crisis de 2001. Quienes hoy tienen aproximadamente cuarenta años entenderán perfectamente esta trasmutación del zeitgeist argentino. Y si lo entienden es porque lo sufrieron en carne propia. Hablamos de aquellos que, sin ser militantes kirchneristas o peronistas, ni libertarios de redes sociales, se educaron con la democracia, crecieron con el menemismo, vivieron el paso a la adultez con la Alianza, y abrazaron los gobiernos kirchneristas con cierto grado de esperanza por su revitalización de un discurso político con tintes latinoamericanistas, de fuerte presencia estatista y vinculado con los Derechos Humanos y la construcción de un relato histórico a la vez reivindicativo y disruptivo.
Luego del conflicto con “el campo”, Cristina Kirchner decidió apretar el acelerador, profundizar en medidas trascendentes y envalentonar su discurso, lo cual no sólo apasionó a los seguidores más acérrimos sino que también incorporó a votantes que, jóvenes militantes o no, se sintieron contenidos en una forma de hacer política que al menos no temía enfrentar ciertos poderes.
Por eso mismo, en 2015 Cristina fue votada por más de la mitad del padrón electoral. Podría decirse que mucha de esa gente hoy son potenciales votantes de Milei, mientras que otra parte todavía cree y milita el proyecto “nacional y popular”, pero en general no suele hablarse del resto, de los desamparados, agotados y aturdidos frente a la decepción general. Ese resto somos, de alguna forma, todos. Se habla de “Corea del centro” o de la “ancha avenida del medio”, conceptos un tanto antojadizos que demuestran más pereza que profundidad en el análisis. No se trata sólo de personas con bronca que votan a La Libertad Avanza, tampoco de decepcionados apáticos sin opinión política. Son argentinos que perciben al kirchnerismo como a una banda de rock que nos fascinó en la adolescencia pero que ya no trasmite lo mismo. En general, ese cambio en el gusto musical lleva a indagar nuevas músicas, nuevos autores, un entusiasmo renovado por lo aún no descubierto. En el caso de la política actual, hay nada o muy poco de entusiasmo. El abismo parece estar demasiado cerca y llega en forma de democracia. ¿Qué ocurre con quienes jamás votarían a Larreta, y mucho menos a Bullrich o a Milei? ¿Qué pasa con quienes tampoco se convencen con Sergio Massa o Alberto Fernández? ¿Qué pasión despiertan Wado de Pedro o Axel Kicillof?
Más allá de los que, aseguran, tienen el voto definido, aquellos votantes fieles o militantes, la gente que pide por Cristina presidenta, los jóvenes hartos de la casta, hay un espíritu que ronda el ánimo de los argentinos, y es precisamente que el futuro parece no existir siquiera para romperse, para ser aniquilado y bombardeado, o apenas problematizado. Como mencionó la actual vicepresidenta en un reportaje reciente, lo que parece dominar el espíritu argentino es una larga letanía, un hartazgo que no es necesariamente bronca, sino más bien depresión, una ansiedad sobrecargada por pandemias y deudas, cuarenta años de democracia, de vida, en los que estamos lejos de la muerte pero también del desenfreno juvenil. Estos años de democracia ya no permiten fiarse de la actitud rebelde y un tanto adolescente de votar en blanco o impugnar el voto. Los que nacieron en los ochenta y se formaron políticamente en la época del “que se vayan todos” ya saben en qué termina el asunto cuando se mete una feta de salame en el sobre. La insatisfacción democrática o la sospecha sobre sus límites y eficiencia fue mencionada por la misma Cristina Kirchner en una de sus últimas cartas: “Una parte importante de la ciudadanía no se siente representada ni contenidas sus aspiraciones en una Democracia que se perdió en lo económico, degradó en lo social y ha comenzado a romperse en lo político e institucional. Con bronca y desilusión aparece lo que hace tiempo atrás denominé como la insatisfacción democrática”.
Uno de los primeros rasgos distintivos del kirchnerismo fue construir poder y representación desde el famoso veintidós por ciento que obtuvo Néstor Kirchner en el 2003. Se llegó luego a la victoria de Cristina, y más tarde a la histórica reelección del cincuenta y cuatro por ciento. Pero la muerte de Néstor fue una tragedia inconmensurable que todavía no se ha procesado del todo. De alguna manera, allí comienza el declive del kirchnerismo, que en verdad es más que el declive de una forma de hacer política o de una postura ideológica determinada. El indudable liderazgo de Cristina, poderoso desde lo discursivo, frenó para muchos el desamparo inexorable. Hoy Cristina parece un tanto agotada por decir lo mismo una y otra vez: cuando asegura que no será candidata lo que en realidad dice es que ella, la más poderosa, se siente impotente frente a la realidad. El intento de magnicidio, las circunstancias personales, los desengaños y las traiciones, el fracaso del gobierno de Alberto Fernández, y en especial la permanente amenaza de prisión colocaron a la líder kirchnerista en un lugar de absoluta representación de la impotencia. El problema, el drama, la tragedia es que Cristina sea más un síntoma que un remedio, la contracara discursiva del “sí se puede” macrista. Esa ancha avenida de votantes frustrados no pide por Cristina presidenta porque no pide por nada, no sabe qué pedir, tampoco sabe cómo pedirlo, cuáles son los senderos institucionales para una nueva identidad. Como la vicepresidenta, el votante frustrado parece desear en silencio una retirada, alejarse de todo, decir ya di todo lo que tenía para dar, aunque todos saben que la realidad muestra otra cosa. Como suele decirse, nadie puede alejarse de los problemas porque los problemas vienen con uno. De ese modo, Cristina está pero no está, quizás sea candidata aunque es probable que no, y el resto del peronismo reconoce en ese liderazgo precisamente una novedosa indefinición representativa.
Durante la década de los '90, la insatisfacción democrática, o más bien la frustración, no era canalizada en líderes, ni siquiera en ideologías políticas claras o plausibles de realizarse. El poder era una utopía, una cuestión de milicos y políticos corruptos. En esos diez años menemistas el vacío de poder fue una constante para muchos jóvenes argentinos, un sitio que ofrecía cierta identidad y balance. Como hoy sucede con Milei, la identificación estaba puesta fuera de lo institucional y estatal. En ese sentido, el caso de Jorge Lanata es paradigmático, un periodista que nunca logró recuperarse de la dialéctica del menemismo. Durante el apogeo kirchnerista, Lanata no era sólo un enemigo o un contendiente, sino que representaba la traición a las ideas, la impostura de una contradicción flagrante. Pero en realidad Lanata se mantuvo siempre desconfiado del peronismo. Los que cambiaron fueron los argentinos que se empezaron a identificar con una forma de hacer política. Para Lanata, el peronismo es intrínsecamente corrupción y traición porque el peronismo es poder descarnado. Para el votante kirchnerista, el poder es una oportunidad para cambiar la realidad. Allí está uno de los problemas centrales: Cristina dice que hoy el poder disponible no alcanza para cambiar las estructuras del poder hegemónico. Y las estructuras están corruptas porque el poder se convirtió en una prisión sin puertas ni ventanas, una cárcel plena de oscuridad que no permite saber dónde termina y empieza el día. Como sucede en la serie Sucession, de HBO, todos en secreto saben que el tiempo del líder ha terminado, y por supuesto el mismo líder lo sabe, pero todos lo miran para que tome las decisiones y así extienden el mismo debilitado poder que imposibilita la retirada y un futuro promisorio. Desde ya, Cristina Kirchner, y por extensión el kirchnerismo, mantendrá un rol preponderante en Argentina tenga o no el bastón de mando. Pero para los líderes no existe el poder compartido, no hay tal cosa como una retirada a medias. Para la militancia, aceptar que Cristina no será candidata, o al menos que no volverá a la presidencia, es abrazar el abismo, es aceptar la insatisfacción democrática sin una salida a la vista. ¿Cómo se sigue militando desde allí? ¿Qué queda cuando no hay más que fragmentación y confusión?
El kirchnerismo y la actual oposición coinciden en algo: los primeros dicen que antes estábamos mejor, y los segundos que hoy estamos peor. La decadencia parece uno de los pocos puntos de acuerdo democrático. A la vez, el gobierno macrista y albertista terminaron de enterrar cualquier memoria emotiva de un pasado mejor que podría llevar a la promesa de un futuro menos cruel. Las palabras parecen haber alcanzado un límite, y cuando eso ocurre es muy difícil escapar. Por eso Milei grita y hace promesas estrafalarias. Los dueños del ruido son los verdaderos poderosos. El poder está allí donde existe el sonido primordial.
En los pueblos medievales o preindustriales, la campanada de la iglesia no sólo anunciaba la hora, sino que principalmente recordaba dónde estaba el centro del poder. Luego, en las ciudades modernas, los ruidos principales pasaron a la imparable industria capitalista: los automóviles y aviones, las fábricas, el sonido característico de toda metrópolis. ¿Hoy quién detenta el ruido? ¿Quién grita más fuerte entre miles y miles de voces que opinan desde la fragmentación? Milei no sólo grita, sino que grita más fuerte que ninguno, y ese grito está acompañado por medidas o propuestas económicas y políticas igual de ruidosas. La política tradicional, esa hoy deformada dialéctica entre peronistas y radicales que educó a los de cuarenta y pico, parece tener pocas propuestas más allá de una supervivencia que, a veces, suena más como una supervivencia apenas personal y no social, de pura coyuntura. Cuando Milei grita dolarización, no deja espacio para gritar más fuerte que él. ¿Qué hay más allá de la dolarización? Al resto de los políticos sólo les queda volcarse al centro, pero el problema del centro es justamente que ya no representa centralidad. El kirchnerismo, por supuesto, también supo gritar, llevar más allá los límites de lo posible, convocar manifestaciones numerosas, bajar los cuadros en la ex ESMA, cuestionar a los medios “hegemónicos”, etcétera. Lo cierto es que la política argentina fue importante, estimulante y trascendente cuando no apuntó al centro. Quienes todavía ven una esperanza en la ruptura de la tan mencionada grieta es porque, en cierto modo, piensan la política como si Twitter no existiera, como si Donald Trump no hubiese sido presidente, y como si estos tiempos permitieran apenas un buen comportamiento frente a una catástrofe normalizada. Todas las respuestas llevan siempre a la misma pregunta: ¿qué pasa si la democracia se convirtió en el paradójico mecanismo que impide llevar a cabo las ideas de la democracia?
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