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El almacén de Neuquén que acerca a los venezolanos a su tierra

Don Julio ofrece tequeños listos para freír y harina para hacer arepas. Su local de Centro Este es un punto de encuentro para los migrantes de Venezuela.

Justo en el borde del barrio Centro Este, donde el trajín urbano le cede lugar a la mezcla de chalets coquetos y edificios de departamentos de Santa Genoveva, una pequeña construcción de color blanco tiene una puerta para viajar a otros rincones del mundo. No es una agencia de turismo y tampoco -mucho menos- un consulado. Pero sí es una embajada. O al menos así se llama ese negocio, que los clientes prefieren llamar el almacén de Don Julio, y que se convirtió en el centro de reunión de todos los migrantes que forman la diáspora venezolana en Neuquén.

Julio Alfonzo llegó a Neuquén como lo hicieron muchos: con un diploma de ingeniero en petróleo bajo el brazo y un desconocimiento total sobre este rincón del planeta, signado por la meseta árida y los vientos impiadosos. "Tres meses antes de llegar, ni siquiera sabía que había un lugar llamado Neuquén, pero siempre pensé en emigrar a una ciudad petrolera", relata ahora, mientras fracciona el queso llanero venezolano con una cuchilla filosa.

En 2018, las cosas no le resultaron tan fácil como había pensado. Incluso con su sólida formación académica, no pudo insertarse enseguida en una empresa petrolera. Pero Julio llegó dispuesto a arremangarse y ponerse a trabajar de lo que fuera. Y eso hizo: fue pintor de brocha gorda, atendió un vivero y hasta trabajó en un supermercado chino. Finalmente llegó una oportunidad y lo emplearon en una planta de tratamiento de desechos, en lo que iba a ser su primer y único lazo con Vaca Muerta.

"Ese fue el trabajo que más tiempo tuve, pero después llegó la pandemia y me mandaron para casa", explica Julio, que ya comparte las tierras neuquinas con su mamá Mercedes y sus dos hermanos, quienes emigraron a la ciudad un año después de su llegada. En épocas de COVID, con mucho tiempo entre las manos y una añoranza indeleble por su tierra, el ingeniero pensó en conseguir y acopiar productos típicos de Venezuela en su casa y empezar a venderlos a los conocidos.

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Así, casi por casualidad, Julio Alfonzo se convirtió en el punto de referencia para comprar la harina de las arepas, el queso de los tequeños y las golosinas de crema de coco que todos los migrantes de la región persiguen como un tesoro. Armó una red de contactos a través de Whatsapp y, en medio de las restricciones que impedían los viajes al terruño, llenó los paladares venezolanos con sabor a casa.

Después de varios meses sin actividad en la empresa petrolera, lo convocaron para acordar se desvinculación. Julio aprovechó ese acuerdo económico para dar los primeros pasos en su negocio de venta de alimentos típicos del Caribe, y ahora dice que no se arrepiente de nada. "Ahora que se reactivó tanto Vaca Muerta, tengo colegas que me piden el curriculum, pero ya no quiero volver a tener jefe ni horarios que me manejan otras personas", dice con una sonrisa que le cruza de un lado a otro de la cara.

Y el que entra en La Embajada lo entiende demasiado pronto. En ese pequeño local de paredes blanquísimas se respira un ambiente que mezcla la fiesta con la añoranza. Los ritmos del Caribe resuenan por los altoparlantes, y los clientes se saludan como viejos amigos.

"Buenas tardes, Armando, ¿qué vas a llevar hoy?", le dice a uno de sus paisanos, que repasa la mirada por todas las estanterías. Se detiene un rato más en el líquido oscuro de un ron añejo, agarra dos bolsas de harina de maíz casi sin pensar y observa las bolsas de café colombiano, esa delicia casi exótica para los argentinos pero necesaria para los emigrantes caribeños, que ansían por un café bien puro cada mañana.

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"Sí tomamos mate, pero lo hacemos más como algo social. No somos como ustedes, que lo necesitan para despertarse", dice Julio. Para ellos y sus vecinos colombianos, el café es la bebida que marca el comienzo del día con más exactitud que los relojes. "El café de acá es siempre torrado, está mezclado y le agregan mucho dulce, por eso preferimos el de Colombia, que es puro", agrega.

Aunque comprar café importado desde Colombia no es barato -cada bolsa de Juan Valdez de 250 gramos cuesta más de 4 mil pesos-, los clientes de Don Julio hacen el esfuerzo para desayunar cada mañana con los sabores de su tierra. Y así, arman sus pedidos con una mezcla de productos de primera necesidad y otras delicias que eligen por nostalgia o como una alternativa suntuosa a la que ceden de vez en cuando.

Con apenas un mes de vida como local, La Embajada luce aún como un negocio incipiente, Las estanterías nuevísimas de roble claro tienen un surtido todavía austero, pero demuestran no sólo el entusiasmo de Julio por traer cada rinconcito de Venezuela a Neuquén sino el esfuerzo por integrarse al barrio como un almacén más, de esos que buscan atraer también a los vecinos que entran a comprar yerba, aceite o detergente para lavar los platos.

"A la mañana está muy tranquilo, porque en el centro no hay lugar para estacionar, pero abrimos de 17 a 23 y desde las 6 y media de la tarde, cuando todos salen de sus trabajos, tenemos mucho movimiento", explica Julio, que ha vivido días malos y otros en los que los clientes tuvieron que formar una fila en la vereda, esperando su turno para entrar a llevarse tequeños y cachapas ya preparadas, una lata de malta o un cartón de agua de coco.

"Esta es hora pico", dice mientras se esmera por atender a los clientes que no paran de llegar. Afuera, el cielo de un atardecer precoz del otoño parece apurar el hambre en el estómago y los compradores de harina y queso fresco suman otros antojos a su lista de compra. Se llevan una bolsita de nylon con cachapas listas y alguna bebida fresca que no se asemeja en nada a la Coca Cola. Y lo saludan con un gesto cariñoso para él y para su mamá, que trabaja a idéntica velocidad.

Productos venezolanos- La Embajada

Entre la importación y el mercado local

"Este no es un local exclusivo para venezolanos", aclara. A decir verdad, el cartel de la puerta tiene banderas de otros países caribeños, porque todos los emigrantes de las tierras más calientes del continente se acercan a buscar productos que, con algunas diferencias, les recuerdan a casa. Así, dominicanos, colombianos y cubanos de la zona llegan a buscar los sabores que extrañan de sus mesas familiares.

Julio se las ingenia para conseguir los productos en medio de un clima de incertidumbre económica, aunque agradecido de que la masiva inmigración venezolana permitió acceder a artículos más abundantes y baratos. Así, la harina PAN, famosa por ser el ingrediente esencial de las arepas, ya está disponible a precios más accesibles. "Cuando yo llegué a Argentina, se conseguía por el equivalente a 8 dólares, y hoy la vendo por un dólar y medio", dice con una admirable rapidez para hacer la conversión al cambio de cada época.

Con el paso de los años, también otros paisanos de su país empezaron a producir alimentos venezolanos desde Argentina. Eso le permite abastecerse de productos del mercado local que tienen sabor a su tierra, aunque en muchos casos no logran imitarlos por completo. "Yo vendo pulpa de maracuyá o de guayaba, y vendo agua de coco, pero no es lo mismo que comer la fruta de allí o tomarse el coco al lado de la playa", dice y le arranca una sonrisa a una clienta, que fija los ojos en una pared blanca como mirando un horizonte de su patria que los demás no pueden ver.

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Julio logró abastecer su local con productos elaborados y otros no perecederos. En la heladera tiene queso llanero que hacen los venezolanos de Rosario y de Buenos Aires, y también vende tequeños listos para freír y cachapas o catalinas ya envasadas que se elaboran en Neuquén. También tiene las gaseosas de piña, de uva o de kola venezolana, que no es negra sino color roja, las latas de malta que se asemejan a una cerveza sin alcohol, y el agua de coco en envases de cartón.

Ofrece aguardiente y café colombiano, pulpa de frutas tropicales y mermeladas de guayaba o de papaya. También tiene un sector de kiosco, donde se pueden comprar chupetines colombianos, chips salados de plátano y los cosettes, unas famosas obleas rellenas que crema de coco que los hacen viajar a la infancia. "Son dulces importados, y no son tan económicos, una oblea cuesta 900 pesos, pero muchos las compran porque llevan años sin comerse una", señala.

Los antojos dulces suelen complementar las compras de productos esenciales, o son el agregado que eligen las familias cuando acuden con niños al almacén. También son una curiosidad para los argentinos, que se llevan los artículos de envases más raros para viajar lejos con el paladar. "Cada vez vienen más argentinos; este es un país de inmigrantes y son muy receptivos a incorporar culturas nuevas", explica el vendedor.

Con tanta migración de Venezuela, ya quedan pocos neuquinos que no hayan probado los tequeños, que salieron de los restaurantes étnicos para impregnar también las cartas de bares y cervecerías. Por eso, muchos compran estos palitos de queso listos para freír en el almacén y se llevan los mejores consejos de Mercedes, la mamá de Julio, para saber hacer la fritura adecuada.

"También nos piden la receta de las arepas, pero eso no se lleva tanto porque ya demanda más trabajo", se ríe. Previsor, Julio también tiene un pequeño sector de bazar, donde ofrece el tradicional aripo, que es la herramienta de aluminio fundido donde se hacen las arepas. "Estas se hacen en Argentina, hay presas para hacer los patacones con plátano verde pero también hay provoleteras, todo se va mezclando", dice y muestra la estantería completa. "Muchos se traen estas herramientas de casa, pero como pesan bastante, otros las compran acá", aclara.

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Julio eligió un local cerca de Santa Genoveva porque su clientela solía ir a buscar los pedidos a su casa, que queda en el mismo barrio. Por la gran cantidad de departamentos nuevos de ese sector, hay muchos emigrantes que se instalaron en el barrio, y que lo visitan después del trabajo con sus abrigos bordados con el logo de las empresas petroleras.

Sin embargo, el vendedor se ilusiona con la posibilidad de sumar otras sucursales, atento a la demanda de estos productos en otros puntos de la ciudad. A pesar de su acento inconfundible, las banderas amarillas, azules y rojas y la música caribeña que no para de sonar, él quiere armar un almacén como todos: ese negocio de cercanía que tiende lazos de amistad con los vecinos y los saca de un apuro cuando cierran los supermercados.

"No queremos ser un negocio exclusivo para venezolanos, pero muchos me dicen que no perdamos esos productos, que son los que nos hacen únicos", relata Julio, que parece resumir en su mostrador ese sincretismo que vive Neuquén desde hace algunos años, con sabor a yerba y a café amargo, con tequeños y también con papas fritas, pero con una pujanza que parece atravesar a todas las culturas.

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