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La historia de Juan Sanabria, una de las primeras víctimas del COVID-19 en Nueva York

Su caso fue uno de los primeros en despertar la atención de una las ciudades que más afectados tienen en la actualidad por el coronavirus.

Eran las seis de la tarde cuando Walkiris llegó al hospital Lincoln de Nueva York. Del otro lado de la puerta, en la unidad de cuidados intensivos, su padrastro Juan Sanabria estaba rojo de fiebre. En días, o quizás horas, podría convertirse en una de las primeras víctimas del COVID19 de la ciudad y ella no quería despedirse a través de una pantalla. Pensó que su trabajo como enfermera la exponía al virus de todas formas, por lo que se decidió a ingresar a la habitación. Fue entonces cuando el Doctor K la tomó con firmeza de los brazos. “¿De verdad creés que tu padre querría que expusieras a tu familia por saludarlo allá adentro? ¿O hubiera preferido que lo saludes desde afuera?”, le preguntó. Walkiris no lo comprendió entonces, pero ahora cree que esa simple pregunta del doctor logró salvarle la vida.

Antes de convertirse en una de las primeras víctimas fatales del coronavirus, Juan Sanabria era conocido por todos los inquilinos de un edificio de 111 departamentos del Bronx en el que trabajaba como portero. Cualquiera que subiera o bajara por los ascensores de martes a sábado entre las 8 y las 5 de la tarde podía encontrarse con él. Con su uniforme azul marino y su pelo cortado al ras. Con sus hombros estrechos, su andar puntilloso. Con esa manera tan particular que tenía de saludar.

Es que Juan había logrado dominar el arte de los saludos a los inquilinos. Sabía que Dana Frishkorn prefería que le hablara por su primer nombre y le dijera un “cuídate” al salir. A Anthony Tucker, un inquilino de cinco años de antigüedad, lo llamaba en cambio como la abreviación de su apellido. “Hey Tuck”, lo recibía y le extendía el brazo para un masculino choque de puños. “Hola mami”, le decía a Georgeen Comerford, que ya cumplió los 50 años viviendo en ese inmueble del Bronx. “Su ausencia se sentía; cuando no estaba ahí, querías saber dónde se había metido”, afirma la mujer.

Y en la última semana de febrero, la desaparición de Sanabria se notó. Los vecinos supieron pronto que se había ido a cuidar su madre enferma, la mujer de 82 años con la que compartía un departamento sobre la Avenida Ogden. A nadie le sorprendió su actitud, porque Juan tenía una especie de instinto protector hacia su familia, y solía llevarle comida a la anciana de manera regular.

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El edificio de Nueva York donde trabajaba Juan Sanabria.

El edificio de Nueva York donde trabajaba Juan Sanabria.

El resto de los porteros, sin embargo, notaba la presencia distante de Juan. “¿Cómo va el día?” o “¿Anda todo bien?”, decían los mensajes de texto que el hombre enviaba a sus colegas más jóvenes. Su preocupación no sorprendía a nadie: Juan siempre estaba atento a lo que sentían los demás.

El 3 de marzo, Sanabria regresó al edificio. Su madre había mejorado, pero él comenzó a sentirse mal. Aún era poco lo que se sabía del coronavirus y el hombre no asoció sus propios síntomas con la pandemia mundial. Sentía fatiga y mareos, pero nada de tos ni fiebre. Sólo por si acaso, decidió irse a casa a descansar. En su día libre, el 9 de marzo, fue al consultorio médico que funcionaba en ese mismo edificio del Bronx, para que el doctor al que saludaba a diario le indicara qué hacer.

También llamó a su hijastra, Walkiris Cruz Pérez, que estaba de viaje en República Dominicana. Al notar sus síntomas, la mujer decidió llamar una ambulancia. “Andá al Columbia, a mi hospital, no vayas al Lincoln”, le pidió.

El día en que murió, los inquilinos a los que saludaba tan amablemente trataron de reconstruir su historia. Los datos se entremezclaban y nadie podía dar fe de cómo había vivido el portero. Algunos decían que tenía una hijastra enfermera; otros, que la chica era policía. Habían oído que había estado en la Marina, pero nadie nunca se lo había preguntado.

Sanabria era hijo de inmigrantes puertorriqueños y había crecido en el Bronx, muy cerca del estadio de los Yankees. Al abandonar la Marina, había comenzado a trabajar como portero en una escuela primaria. En 2003, en busca de un ingreso extra, aceptó el puesto en el edificio.

Se casó con Raquel Ramos, una dominicana nueve años mayor que el que conoció en un juego de dominó frente a su departamento. Ella tenía dos hijas, dos hijos y tres nietos que muy pronto se encariñaron con Juan. Los dichos de los inquilinos eran todos ciertos: Walkiris era enfermera y Waleska, la otra hijastra, era oficial de la NYPD.

El instinto protector de Sanabria se desarrolló por ellos con extrema rapidez. Los visitaba a diario cuando dejaba la portería del edificio y sus nietos postizos esperaban todos los días un mensaje del hombre. Siempre, a pesar de la distancia, estaba presente en sus vidas.

Unas horas después de pedir la ambulancia, Walkiris llamó a Juan a través de FaceTime. El video no permitió que comprobara dónde estaba internado, pero él mismo le confirmó que no le había hecho caso: había pedido que lo llevaran al Lincoln. “Yo nací acá”, le dijo como encogiéndose los hombros. “Es sólo una tos”, la tranquilizó él. Pero su rostro enrojecido parecía decir algo más serio.

Un médico ingresó en la habitación y le pidió el teléfono para hablar con su hijastra. Aún no habían recibido los resultados del test de COVID19, pero todos los síntomas coincidían. Walkiris tomó un vuelo a Nueva York para acompañar a su padrastro pero, cuando llegó, el hombre había sido puesto en cuarentena. Sólo pudo hablarle del otro lado de la puerta y a través de FaceTime. Juan ya había desarrollado neumonía y su rostro estaba aún más rojo que antes.

Al día siguiente, ella tuvo que convencerlo de que permitiera que lo entubaran. “¿Voy a morirme?”, le preguntó. “No, papi, sólo vas a dormir por un tiempo para descansar tus pulmones”, le dijo ella y le aclaró que estaría allí, del otro lado de la pantalla, cuando le tocara despertar.

Para ese momento, en Nueva York ya había 36 casos positivos de coronavirus, pero la muerte parecía llegarle sólo a los ancianos o aquellos que tenían enfermedades previas. Juan Sanabria era un paciente sano de 52 años, que incluso había mejorado en la hospitalización.

Walkiris fue invitada a participar en un grupo cerrado de Facebook con otros médicos y enfermeros del Columbia, el hospital donde trabajaba. Allí le explicaron que la mayoría de los pacientes con coronavirus lograban estabilizarse e incluso mejorar después de las fallas respiratorias. Los pasos en la evolución y la muerte de los afectados coincidían de manera exacta con la suerte que estaba corriendo su padrastro. Ella comprendió todo. No pudo hacer más que llorar.

Al día siguiente, la presión sanguínea de Juan bajó de golpe. Su esposa y su otra hija fueron al hospital, pero tampoco las dejaron ingresar. “Recemos”, le pedían ellas a Walkiris. Pero la enfermera ya conocía el destino de Juan. Su muerte llegó el 17 de marzo y nadie pudo decirle adiós.

La noticia llegó con presteza al edificio donde trabajaba. Los inquilinos entraron en duelo al saber que ya no recibirían el saludo cordial de cada mañana. “Fue un golpe en el estómago”, dijeron. Para entonces, la fatalidad del virus ya era una realidad innegable, pero parecía una amenaza lejana que nunca les tocaría. Ahora, el coronavirus tenía un rostro: el de Juan.

Aún después de su muerte, su enfermedad seguía generando temor. Ninguna funeraria quiso aceptar el cuerpo del portero, por lo que éste pasó nueve días en la morgue del hospital. No hubo funerales: toda su familia quedó aislada en cuarentena y lo despidió en soledad.

Walkiris regresó a su trabajo en el Columbia el 29 de marzo. Algo nerviosa, pensó en aplicarse a sus tareas habituales pero, en su camino de casa al hospital, logró despedirse de su padrastro. En su ruta por el Bronx se topó con el edificio donde trabajada Sanabria.

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