Se llama Pedro Wlasiuk y confecciona copas de yeso que pesan 4 kilos. Tiene su puesto en Picún Leufú. Las vende a un precio accesible para que todos puedan llevarse el recuerdo.
Imaginemos esta escena: vídeo épico, de fondo Gustavo Cerati canta “Tarda en llegar, y al final hay recompensa”, y un hombre que lleva puesta la camiseta Argentina alza la copa del mundo y llora de la emoción. Podría ser un spot de un canal deportivo. Pero ese alguien no es Lionel Messi, ni Ángel Di María, es Pedro Wlasiuk, un artesano de Picún Leufú, que en realidad no levanta la Copa Mundial de la FIFA, sino una réplica exacta de yeso que él mismo confeccionó con sus propias manos, que pintó con aerosol dorado hasta conseguir el color exacto, y que ahora vende al costado de la Ruta 237. Hasta el día anterior a la final contra Francia, este joven de 33 años que se dedica a fabricar premoldeados de hormigón, casi no tenía trabajo. Hoy, después de pelearla tanto como los jugadores, no para de vender trofeos.
“Lo hago porque me apasiona, por el amor que tengo por el fútbol, y para que la gente pueda tener para siempre este recuerdo hermoso, imborrable”, dijo Pedro desde su puesto ubicado a 500 metros de la entrada a Picún Leufú, ese que armó con dos tarros de aceite, un tablón, un mantel blanco y una bandera Argentina. Allí, al costado de la ruta y rodeado de copas, pasa cada día desde las 9 de la mañana hasta las 21. “Estoy prácticamente todo el día trabajando, pero no es que quiera hacerme rico con esto, me alcanza para sobrevivir”, aseguró.
Dicen que la tercera es la vencida. La historia de Pedro, que es de película, lo confirma: empezó a confeccionar estas réplicas para el mundial de Brasil 2014, pero el gol de Mario Götze determinó que saliéramos subcampeones y que él no vendiera ni siquiera un trofeo. Lo intentó nuevamente para el mundial de Rusia 2018; y otra vez se quedó con las manos y los bolsillos vacíos. Para el mundial de Qatar, por cábala, había decidido no hacerlas.
“Estaba convencido que íbamos a ganarla, que íbamos a ser campeones del mundo, pero por las dudas prometí que no iba a hacer copas”, contó este fanático del fútbol, que acaba de ver por primera vez en su vida a la selección coronarse.
En los días previos a la cita mundialista, Pedro tuvo una especie de epifanía. Eran tiempos en los que escaseaban los trabajos que normalmente acostumbra hacer, como pilares de luz, revestimientos de paredes, o fuentes de agua. Entre tanta malaria, cada vez que salía al patio de su casa veía los moldes, el yeso y los aerógrafos con los que pinta las copas, y le pedía a dios que le diera alguna señal, que le mostrase qué era lo que iba a pasar con la selección. La revelación llegaría de noche: “Soñé que perdíamos con Arabia, pero que después festejábamos, éramos campeones”, dice Pedro, y agrega “se dio todo como lo había soñado, así que todo el tiempo tuve fe”.
Pedro empezó a diseñar las copas en 2014 y antes del debut de la Selección en Qatar soñó la derrota con Arabia Saudita y el festejo en la final.
El día de la final, con el resultado consumado y después de los nervios, del pánico, de la euforia y después de ver la ceremonia de premiación, Pedro pintó con aerosol una copa de yeso que tenía en la casa, y con la pintura todavía fresca salió a festejar a la plaza del pueblo. “La gente me la pedía para sacarse fotos, estaban todos re contentos”, dijo este joven que desde chico lleva la pasión por el fútbol y por la copa del mundo. “Este era mi sueño”, agregó.
Con la emoción todavía a flor de piel, a 10 días de la coronación empezó confeccionar estos trofeos que realiza con un molde que diseñó (tomando de referencia una copa que compró por internet), y que luego talló a mano buscando que sus versiones sean lo más cercana a la perfección. Sus réplicas pesan 4 kilos (2 kg menos que la original), tienen un proceso de secado de cinco días, y pasado ese período las colorea con aerógrafo. Los dos anillos concéntricos que en la original son de malaquita, para Pedro resultan la parte más difícil de sus creaciones, y los recrea con una combinación de pintura negra y plateada, y un barniz con colorante verde. “No llegué a darle el peso exacto, pero más o menos logré la forma y el color, y está buena”, dijo el artesano y agregó: “Me fascina hacerlas, así que no me importa si tengo que estar dos días terminándolas”.
Por la calidad del producto, y sus detalles, cualquier comerciante ávido de hacer dinero las vendería por encima de los 10 mil pesos, pero este joven altruista las ofrece a cinco mil, y si a alguien le gusta mucho y no puede comprarla, entonces se la regala. "Ver a la gente contenta con la copa me genera una satisfacción que no tiene precio. Las hago con todo el amor y todo el gusto, yo no quiero llenarme de plata con algo que todos deberíamos tener", contó.
Tan poco marketing tiene este emprendimiento familiar, que ni siquiera tiene redes sociales, más allá de las personales. Las ventas se generan de boca en boca, por WhatsApp (2942-565669) cuando tiene señal, y al costado de la ruta, donde cientos de curiosos frenan cada día para verlas, sacarse una foto o comprarlas.
Para que el negocio de Pedro camine, todos en la familia aportan su granito de arena: Margarita, su mamá, lo ayuda con las ventas y en la producción; sus hermanos también dan una mano, y su cuñado las comercializa en Neuquén (299-4527208).
En poco más de un mes lleva vendidas alrededor de 120 copas, y una de esas se la llevó un español. “Me parece increíble que algo que hice con mis manos se vaya para Europa”, dijo Pedro, pero aclaró que nada supera lo que pasa con los niños que les piden a sus padres frenar en el puesto para sentirla por un rato en sus manos: “Para mí es hermoso lo que genera en los más chiquitos, la alegría que les provoca”.
Esta faceta artística no sabe de dónde nace, pero sí que le gusta innovar e inventar. Antes de las copas, todo esta parte creativa la canalizaba en los revestimientos de piedra que hacía, o hasta en decoraciones de patios. “Algunos piensan que estoy loco, pero hago lo que me gusta”, contó.
Ahora que se volvió a ilusionar, Pedro renueva los sueños y piensa en grande. En pocos días su hijo Ezequiel (13) viajará a La Pampa, a un campus donde la familia Mac Allister brinda una clínica intensiva para perfeccionar técnica y táctica de fútbol. Como no podía ser de otra manera, el niño irá con una copa esculpida por su padre, con la ilusión de que en algún momento llegue a manos de Alexis. “También me encantaría regalarle una a Messi, y conocerlo obviamente”, concluyó Pedro, que con este golpe de suerte ahora se anima a todo. Este cronista elije creer que todo esto también le va a pasar, porque como dice la bella canción, “tarda en llegar, y al final hay recompensas”.
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