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El médico que salvó decenas de vidas en el ARA Belgrano y se mudó a Neuquén para olvidar el horror

Ricardo Osete trabajaba en el buque hospital que llegó primero en auxilio del crucero bombardeado por los ingleses el 2 de mayo de 1982: "Lo más triste es que los que estaban vivos veían cómo iban muriendo sus compañeros. Me cuesta olvidar esas caras".

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Mario Cippitelli - [email protected]

Fueron dos torpedos precisos y letales los que impactaron contra el crucero ARA General Belgrano aquella tarde del 2 de mayo de 1982. Uno arrancó parte de la proa y estremeció a los 1093 tripulantes que estaban en la embarcación. Hubo poco tiempo de reacción: un segundo proyectil alcanzó nuevamente su objetivo en cuestión de minutos.

Todo fue confusión y gritos en medio del humo, la oscuridad y el olor a quemado. Hubo corridas desesperadas, mientras el barco, herido de muerte, comenzaba a inclinarse lentamente.

¡Todos a las balsas; que no hay tiempo para nada!”, eran las órdenes que se escuchaban en medio del caos que se había generado a partir de aquellas explosiones. Los heridos ya se contaban de decenas.

El operativo se cumplió tal como indicaban los protocolos y de acuerdo a los simulacros que se habían practicado tantas veces. Pero nadie entendía qué había pasado. O mejor dicho, por qué había ocurrido aquel ataque. Era el principio de una gran pesadilla. Un punto de inflexión en la Guerra de Malvinas.

El crucero ARA General Belgrano era una de las tantas embarcaciones que habían sido enviadas al Atlántico Sur para reforzar las defensas argentinas. Construido en los Estados Unidos, había sido comprado por el gobierno argentino en 1951 para reforzar la flota de la Armada. Había sobrevivido milagrosamente al letal ataque japonés a Pearl Harbor, en 1941.

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Se trataba de un barco ligero pero poderoso por la gran cantidad de armamento que tenía y la capacidad de fuego a la distancia. Fue por ese motivo que la cúpula militar argentina lo envió a la Guerra de Malvinas, aunque ese 2 de mayo, el enorme navío estaba fuera del área de exclusión que había marcado Gran Bretaña para limitar el espacio donde se libraría la guerra.

Aquel ataque que lanzó el submarino nuclear Conqueror tomó a todos por sorpresa. No hubo tiempo para nada, más que saltar a las balsas en medio del mar helado.

No muy lejos del lugar de la tragedia, el buque Hospital Bahía Paraíso surcaba las aguas del Atlántico cuando recibió el pedido de ayuda. Había sido preparado apenas comenzó la guerra por un grupo de médicos y técnicos que tuvieron que adaptar la nave para convertirla en un centro de salud flotante. En tan solo dos semanas, se armaron quirófanos, salas de terapia intensiva y se cargaron todo tipo de insumos y aparatos para atender heridos y enfermos.

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Entre los médicos argentinos que trabajan allí figuraba el teniente de navío Ricardo Osete, un joven oriundo de la provincia de Buenos Aires que se había alistado en la marina en busca de un futuro profesional.

Ricardo estaba casado y tenía un pequeño hijo cuando estalló la guerra, pero no dudó un segundo en aceptar ese nuevo desafío de curar y salvar vidas, aun con todos los riesgos que eso implicaba. La situación no era la mejor. Su esposa era azafata y la intensa rutina de ese trabajo complicaba en gran medida la vida del matrimonio con un hijo de un año y medio. Ella viajando en aviones; él en barco rumbo a una inesperada guerra.

Aquel 2 de mayo, el buque Bahía Paraíso fue el primero en llegar hasta el lugar donde se había hundido el ARA General Belgrano para comenzar con las tareas de rescate, aunque las condiciones no eran las mejores. El mar estaba muy picado, estaba lloviendo y era difícil divisar las balsas que habían quedado a la deriva y a merced de las corrientes marinas.

El tiempo era fundamental por los riesgos de muerte que encerraba la hipotermia”, recuerda Ricardo, a 37 años de aquel episodio.

Por los conocimientos de buceo que tenía, fue este joven médico quien tuvo la responsabilidad de bajar con una grúa desde la cubierta del buque hasta cada una de las balsas para comenzar a rescatar a los náufragos, en medio de olas que crecían hasta los 8 metros.

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Los primeros que levantamos estaban todos vivos; sobre todo en las balsas que venían muy cargadas de personas porque eso los ayudaba a no perder tanto calor”, asegura. Y recuerda que en aquellas pequeñas embarcaciones donde venían pocos marineros siempre encontraban algunos muertos.

A las tareas de rescate, que se extendieron durante tres días, se le sumaron después otras embarcaciones, pero con el paso del tiempo las posibilidades de hallar gente con vida se hacían más remotas. “Lo más triste es que los que estaban vivos veían cómo iban muriendo sus compañeros a medida que transcurrían las horas”, asegura. Y dice que todavía recuerda las reacciones de los náufragos en el momento que él bajaba hasta la balsa y abría el techo de lona. “Pasaban por todas las emociones imaginadas. Reían, lloraban, se quedaban impávidos…. Yo les ponía el arnés y muchos se quedaban quietos, como si no pudieran creer lo que estaba ocurriendo. Me cuesta olvidar esas caras”, relata emocionado.

El trabajo intenso del buque Bahía Paraíso permitió rescatar a 96 personas, 18 de ellas, muertas por el frío. El resto de las embarcaciones que se sumaron al operativo completarían el balance final de 770 sobrevivientes y 330 muertos.

En aquellos hospitales flotantes se iniciaron los primeros tratamientos para sanar a todos los que habían logrado rescatar. Si bien la mayoría había sufrido los efectos de la hipotermia, había otros que tenían graves heridas o quemaduras, producto de las explosiones. Luego fueron trasladados hasta Tierra del Fuego.

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El barco donde estaba trabajando Ricardo tenía la ventaja de ser un buque polar, lo que permitía un mayor espacio para la disposición de camas. “Podíamos tener 80 internados en un mismo lugar y a todos los veíamos de un saque; no era como en otros barcos que tenían camarotes estancos y eso dificultaba la visita de los médicos”, recuerda.

El rescate de los náufragos del ARA General Belgrano fue el primer gran desafío para Ricardo y toda la tripulación del Bahía Paraíso, en su primera participación en la Guerra de Malvinas. La segunda gran prueba llegaría inmediatamente después, cuando el buque Hospital tuvo que hacer el primer viaje a las islas.

Conocido el poder de destrucción del Conqueror y las violaciones a las normas internacionales, los tripulantes del buque hospital sabían que tendrían que navegar con cuidado, más aún porque la nave todavía no había sido pintada de blanco con las características cruces rojas que la identificaban como un servicio sanitario.

Una vez que dejaron a los heridos y muertos en el territorio nacional hubo que hacer ese primer viaje a las islas. El comandante reunió a toda la tripulación y les dijo: “Esta noche tenemos que llegar a Malvinas; nos esperan”. De nada sirvió el recordatorio que hizo uno de los presentes sobre el acecho del submarino británico y los peligros de navegar como un barco intruso, sin ningún tipo de identificación visible. “Todo el mundo se acuesta con el salvavidas puesto y practica el camino a la balsa que le corresponda con los ojos cerrados”, fue la orden.

Aquella noche, el buque hospital partió desde Usuahia rumbo a las Islas Malvinas, pero la peor sospecha ocurrió apenas la nave había zarpado. “Señor: tengo contacto sonar con un submarino”, dijo uno de los oficiales. Era el Conqueror, que estaba esperando en el Canal de Beagle. El comandante ordenó “esconder” el barco en la Isla de los Estados, en uno de los extremos del territorio, pero aclaró que el viaje debería reanudarse al otro día. Navegarían durante varias horas.

“Esa noche fue eterna; pasamos por todas las situaciones límites que puede pasar una persona. Donde vos podés llegar a conocerte en tu estado íntimo”, explica Ricardo a la hora de describir aquella odisea rumbo al archipiélago.

“Yo estaba en el camarote con el salvavidas puesto, pero estaba en la cama boca arriba pensando que si me quedaba de costado el torpedo me pegaría en la espalda… Las cosas que uno piensa en ese tipo de situaciones…”, recuerda.

Asegura que fue tanta la tensión de esa noche que muchos rogaban que el ataque ocurriera de una vez por todas. Todos percibían que era sólo cuestión de minutos para que llegara un torpedo y destruyera el buque de la misma manera que al General Belgrano.

Sin embargo y pese al gran porcentaje de probabilidades de que el submarino británico lo detectara y lo hundiera, el “Bahía Paraíso” navegó durante horas hasta llegar a Puerto Argentino, donde toda la tripulación respiró aliviada de haber podido sortear aquella terrible amenaza.

En las islas, los médicos, junto al resto de la tripulación, descargaron provisiones para asistir a las fuerzas terrestres que estaban en combate. A través de una cadena humana bajaron todo tipo de alimentos, aunque estos víveres nunca llegaron completamente a destino. “Lo que falló fue la logística que no llevó esos alimentos al frente porque en Puerto Argentino estaban. Yo escribí todo lo que pasó y lo que vi en el Informe Rattenbach” (*), asegura el médico.

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En el segundo viaje que hicieron a Malvinas, el buque ya había sido pintado de blanco con las respectivas cruces rojas y además, en Tierra del Fuego habían embarcado autoridades del Convenio de Ginebra. Ahora sí la seguridad estaba garantizada.

Durante los 74 días que duró la guerra, el Bahía Paraíso realizó cinco viajes a las islas, fundamentalmente para tratar heridos y trasladarlos al territorio nacional.

La rutina comenzaba cada vez que bajaban lesionados en el helipuerto que tenía el buque. Primero se hacía una clasificación sobre los daños que tenía el paciente y su estado y luego se los derivaba a los dos quirófanos que estaban instalados a bordo.

“No existía la mañana, la tarde ni la noche. Ahí ya recibíamos todo tipo de heridas; hasta las de fósforo que estaban prohibidas”, rememora Ricardo. En efecto, el médico aseguró que muchas víctimas de la guerra sufrieron estas quemaduras tan características de ese tipo de bombas.

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Durante aquellos días también tuvieron la oportunidad de tomar contacto con los médicos ingleses que cumplían las mismas funciones en otros barcos.

“Habíamos logrado una relación de absoluto profesionalismo. Intercambiábamos medicamentos, sangre y todo tipo de insumos para salvar a los heridos de uno y otro lado”, asegura Ricardo. Dice que ahí no había rivalidad ni enemistad. Al contrario, era un ambiente de camaradería y cooperación mutua que se mantuvo hasta el final de la guerra, el 14 de junio.

A fines de 1982, Ricardo llegó a la provincia de Neuquén en busca de trabajo, pero, fundamentalmente, de salud psíquica y emocional, después de haber vivido el horror en carne propia.

Conocía la ciudad porque había venido con sus padres cuando era chico y sabía el excelente nivel del servicio de salud que había en este rincón de la Patagonia y no tuvo problemas en aquella entrevista con las autoridades para explicarle que había venido de la guerra y que quería rehacer su vida lejos de los hospitales militares.

Al día siguiente consiguió el nombramiento en el hospital Castro Rendón. Mientras tanto, su esposa logró el traslado de Aerolíneas Argentinas para trabajar como personal terrestre en las oficinas que había en la ciudad.

En Neuquén, Ricardo echó raíces y amplió su familia. En esta ciudad eligió quedarse y vivir para siempre.

¿Qué te dejó la guerra?, es la pregunta final para este médico que todavía se emociona con los recuerdos que le llegan a la mente cada vez que habla del conflicto.

“Soy otra persona, especialmente en cuanto a escala de valores. Me costó mucho superarlo, pero todavía tengo imágenes frescas de todo eso. Las expresiones de los que estaban en las balsas del General Belgrano; el miedo permanente, la solidaridad de los médicos que allí trabajamos. Son muchas cosas que no voy a olvidar jamás”.

(*) El Informe Rattenbach fue un documento elaborado a partir del trabajo de la comisión creada bajo el último gobierno de facto. El objetivo fue el de analizar y evaluar el desempeño de las fuerzas armadas durante la Guerra de las Malvinas.

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