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La Mañana

Valentina Norte: la vida junto a un pozo petrolero

En el Oeste, cruzado por los contrastes, centenares de familias viven pared de por medio con los yacimientos.

Fernando Castro
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Neuquén
El papá de Nico mira un punto indefinido y dice: “Cuando llegamos, esto era puro desierto”.
Desde la barda, la perspectiva del caserío está salpicada por los quejidos herrumbrosos de las cigüeñas: suben y bajan bombeando petróleo, como marcándole el pulso al semidesierto de Valentina Norte Rural.
Hace veinte años, en ese faldeo de precariedades resquebrajadas de madera y chapa, no había rastro de las petroleras. En las casitas, propias del segundo después de la hecatombe, la presencia de la gente se mide por contraste. Están adentro, son miles, pero el silencio de la calle es la muestra de un engaño que elude los aguijonazos del frío, que empieza a picar. El papá de Nico no da su nombre: “No salgo en diarios”, se autodefine. Nico, de 17, dice que él sí. Su papá, el señor X, larga un deseo que es una letanía -“Ojalá que cuando se vaya el sol, el viento también”-, y después cuenta una breve historia: “A mí me pagaron los chanchos que se murieron”, dice. “Tuve que firmar un papel en el que me comprometía a no criar más. El macho se ponía loco y empezó a matar a las chanchas y las crías”, dice el señor X, a la orilla de un corralito, a 10 metros de los picos de hierro que bajan y suben, bajan y suben impulsando hidrocarburos. “El que se apioló fue el veterinario. Toque, me dijo, la tierra tiembla”, cuenta el señor X, apoyando la palma de su mano en el predio, mientras describe los movimientos de su patio cuando perforaban en el barrio. Toca la tierra y pone la mano como quien busca los latidos del pecho de un monstruo. Tony, el puerco de raza que tenía con “los cuartos delanteros tan buenos como los traseros”, se daba cuenta de los temblores, “se ponía loco” y mató a las chanchas y las crías. “Vino el abogado de una empresa y me pagaron todos los chanchos. Igual, medio que me trampearon, porque no puedo criar más”, explica. El señor X -con el ombligo profundo que deja ver un agujero de su remera- dice que ahora es sereno.
A Valentina Norte Rural llegaron un día las torres y las advertencias. “Nos dijeron que no tomáramos agua y que no se podía cultivar porque la tierra podía contaminarse”, cuenta Nico. Desde entonces, las hortalizas que producían dejaron de ser parte de la dieta familiar. Un tanque de agua que dice “PRODA”, por el programa de huertas, está cerca de la casa como un mal chiste de otra época.
El agua, como en buena parte del Oeste, sigue llegando en camiones. Los vecinos la almacenan en tanques junto a sus viviendas: el estigmatizado oeste neuquino sigue siéndolo porque así se lo sigue relegando en el lenguaje, pero también porque es el bolsón de pobreza más grande de la provincia.
Como quien se anticipa a la bronca, a Nico, una empresa le regaló plantillas ortopédicas. “Un día vino un tráiler lleno de médicos, como para que la gente no se enoje tanto o haga quilombo por los equipos. Te quieren tapar la boca así”, dice el pibe. “Te acostumbrás. Uno se acostumbra a todo”, confiesa Nico, que cuenta que a veces desde su pieza escucha “un ruido insoportable cuando hay más trabajo en los pozos”.
El caso de Aurora no es muy diferente. Debe tener 50 años. Su casa es la mejor del barrio. Dos plantas de concreto y un gran terreno donde un gallo deja en claro que no quiere amigos nuevos. En el terreno de al lado, dos equipos de bombeo hacen lo suyo medianera de por medio. Aurora parece  acostumbrada a los extremos. En 2010 vivía en una de las zonas más acomodadas de la ciudad: el barrio Santa Genoveva, donde ella y su marido, un jardinero, tenían trabajo. “Alquilábamos en la calle San Juan”, sonríe esta mujer que se las ingenió para hacer crecer un poco de pasto en la aridez más absoluta.
“Ya sabemos que no podemos tomar agua de pozo. No podemos plantar ni frutas ni verduras. Yo me traje otra tierrita”, dice la mujer. Es “tierrita de otro lado, hice como un colchón con hojas y la puse encima”, explica la mujer, que dice que “está bueno tener un poco de verde”, y no se anima a comer nada que haya plantado.
“Al principio te da un poco de vergüenza vivir al lado de los pozos. También está el tema del miedo, uno lo pierde con el tiempo. Las visitas a veces se sorprenden”, dice Aurora con un dejo de rubor que no termina de ser. “Es mi tierra. Para mí, está bien”, se defiende de cualquiera que se atreva a cuestionarla. “¿Cuáles son las otras chances?”, dice antes de meterse en su casa.
Carmen llegó a este lugar repleto de contradicciones cuando los equipos de bombeo ya estaban. Tomó tierras, como tantas otras mujeres que se adueñan de una porción de barda, con el desamparo como credencial. “Son parte del paisaje y es el lugar donde nos tocó vivir”, dice Carmen, de 35 años y dos hijos -María, de 11, y Lucía, de 8-, cuando habla de los equipos de bombeo.
Después arremete con un monólogo. “Da un poco de bronca, porque los nenes del barrio van a una escuela que queda acá cerca: la mayoría no tiene gas en las casas, andan con los mocos colgando. Salen a buscar leña y al lado se ven los equipos de bombeo que se llevan el petróleo. No me molesta tanto vivir al lado de un pozo, como el hecho de que todavía no tengamos gas ni agua de red porque no tenemos papeles de la tierra. Es lo único que digo. No me quejo; estar acá fue decisión mía”, dice, se hace cargo y se va.

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