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"Cacho" Villagrán, uno de los últimos molineros del este rionegrino

Es un experto en reparar mecanismos que extraen agua de los jagüeles, pero está por retirarse luego de 40 años de labor. Secretos de un oficio riesgoso que tiende a desaparecer.

Es riesgoso el oficio de molinero. Hay que resistir al vértigo para subir a 8,10 o 15 metros y maniobrar junto a la rueda de chapa que si gira se comporta como una sierra gigantesca capas de seccionar la carne con total facilidad.

Tampoco ninguna fobia al encierro, porque la otra tarea conduce al otro extremo, al pozo que puede alcanzar una profundidad superior a los cien metros y en el que apenas cabe una persona que baja atado a un cable.

Edgardo “Cacho” Villagrán es de San Antonio Oeste sabe largo de la cuestión. Repara molinos de viento para extraer agua en campos de la zona atlántica rionegrina desde hace casi 40 años. Es uno de los pocos especialistas que queda, y está a punto de retirarse.

En todo este tiempo ha visitado a todos los jagüeles (o casi) de la región. Cuenta que uno de los más hondos está en la Porfía, una estancia al sur de Las Grutas. Tiene 130 metros. Casi una cuadra y media de abismo, mientras que los habituales rondan entre los 80 y 100 metros, aunque también hay más bajos. Todo depende la altura en que se encuentre la napa de agua.

"En la franja cercana a la costa del mar es más accesible", relató el experto. El trabajo lo aprendió de antiguos molineros cuando tenía poco más de 20 años, y por pura curiosidad. “Mirando, nadie me enseñó”, afirmó. También admitió que las primeras experiencias no fueron muy buenas: “Rompí tres molinos”, confesó.

Bajo tierra, la labor frecuente consiste en reparar las varillas que accionan el sistema de bombeo. Muchas veces llegan hasta el fondo mismo, donde se encuentra el agua.

Cacho tiene un equipo especial para hacerlo. De él depende su vida y lo cuida consciente de eso. Un cable de acero lo desciende por el foso, que puede tener hasta tres metros de diámetro. Va sujeto a un arnés, en una especie de hamaca que le permite maniobrar con facilidad, y colgadas a su cintura llaves, pinzas y otras herramientas de gran tamaño que él diseñó.

El otro extremo del cable lo amarra a una camioneta, que hará breves movimientos de ida y retroceso que permitirán que Cacho suba o baje según la necesidad operativa. Esa misma maniobra se hacía antes a caballo, evoca el experto.

Peligros bajo tierra

En las honduras de la tierra la visión es nula y reina la soledad. Tenebroso para cualquiera, y complicado para efectuar las operaciones. Se necesita una buena linterna, un farol o un foco con una extensión larga.

Pero Cacho usa otro sistema que, asegura, es más efectivo: el asistente que está arriba enfoca un espejo con el reflejo del sol, que traslada una luminosidad “mejor que un reflector”.

“Por eso no trabajo los días nublados”, reveló. Así como la seguridad de los elementos con que se trabaja es fundamental también lo es

el compañero que lo asistente en la superficie. Tiene que tener experiencia y cuidar todos los detalles. Una piedrita que cae adquiere la potencia de una bala capaz de perforar el casco. Una herramienta, ni hablar.

Hace unos ocho años por una mala maniobra cayó cerca de 25 metros. “Solo me fracturé una pierna, y dije no bajo nunca más. Pero a la semana estaba a 90 metros bajo tierra. La necesidad lo lleva a uno a arriesgarse”, resaltó.

Por eso es una labor bien retribuida. La buena paga atrae a muchos postulantes, pero por la peligrosidad la mayoría termina desistiendo.

Se requiere equilibrio emocional, serenidad, además del conocimiento técnico. Con los años el oficio fue perdiendo vigencia porque los antiguos pozos fueron reemplazados por las perforaciones modernas con bombas eléctricas.

De todos modos, aún quedan muchos jagüeles tradicionales en toda la región que hay que mantener en funcionamiento, pero los capacitados para repararlos escasean.

En una oportunidad desde la Sociedad Rural lo tentaron para dar un curso. “No tengo problemas, no cobro nada. Se necesita gente que haga el trabajo”, sostuvo. Pero después no lo contactaron más. “El que quiera aprender estoy dispuesto a enseñarle”, resaltó igualmente.

Los antecesores

Cacho reconoce a varios de sus antecesores en el oficio. “La gente de campo cuenta de un señor Artero, que falleció hace tiempo”, recordó.

Otro muy afamado era Ernesto Paredes, conocido como “el Gordo”. También Eleno Arcángel, un reconocido pescador cuyo nombre lleva el muelle de San Antonio.

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Años por un pozo

Antiguamente los pozos se hacían a “pico y pala” y podían demorar hasta dos años cavando para alcanzar finalmente el agua deseada, explica Villagrán.

Los relatos que le llegaron sobre el tema describen que una vez que el pozo alcanzaba cierta profundidad y ya no podían arrojar fuera la tierra a paladas, construían una “maleta” con un cuero de potro. Era un bolsón donde cargaban el material, al que luego ataban a un lazo que tiraba un caballo hacia el exterior.

Así una y otra vez, con la dificultad que se acrecentaban mientras más avanzaban tierra abajo.

La técnica de radiestesia

No es sencillo encontrar agua y se necesita un especialista que tenga una sensibilidad vinculada a lo psíquico.

La técnica más conocida es la “radiestesia”, que se practica con una varilla de mimbre para detectar en qué sitio está la vertiente.

“Hace años conocí a un hombre de Valcheta. Había que ver para creer. Primero me reía. Caminó con la horqueta hasta que señaló el lugar donde había que cavar. Me dio la horqueta para que probara, y no la podía sostener por la fuerza que hacía hacia abajo”, evocó asombrado.

Después él lo intentó por su cuenta “pero no me funcionó”, admitió.

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Escena de uno de los tantos molinos que reparó Villagrán en casi 40 años de trayectoria.

Escena de uno de los tantos molinos que reparó Villagrán en casi 40 años de trayectoria.

Se pierde

Las nuevas técnicas para extraer agua mediante perforaciones empujan a que poco a poco el oficio de molinero tienda a desaparecer. No es el único de los oficios camperos. También escasean alambradores, sogueros y domadores, entre otros.

Para Villagrán “los campos están quedando sin gente”, y uno de los motivos son los bajos salarios.

“Los jóvenes prefieren irse al pueblo donde tienen más posibilidades”, reflexionó con un dejo de melancolía.

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