Hicieron de la adversidad su potencial y hoy apuestan a la identidad neuquina para seguir creciendo con sus vinos de alta gama.
Un día, Gonzalo Estigarribia viajaba en auto desde Neuquén a Zapala cuando vio cómo el viento azotaba un viñedo que crecía a la vera de la Ruta 22, cerca de Senillosa. “Pobres plantitas”, pensó. Al volver, el viento había cesado y, en cambio, una generosa lluvia de primavera hacía que las vides resplandecieran entre la estepa. Al verlas, Gonzalo se sintió aliviado y sonrió. Lo que no sabía en ese momento y tampoco lo haría hasta algunos años después, es que ese lugar se convertiría en una de sus pasiones, en un desafío y en una forma de honrar la amistad.
La historia de la Bodega Fincas del Limay está llena de nombres, encuentros, heridas, pero sobre todo de casualidades que, en definitiva, como decía el escritor checo Milan Kundera, son la dimensión de la belleza.
Todo empezó con la conexión mágica que su fundador, el geólogo Claudio Larotonda, sentía con Neuquén. Era porteño pero de alguna forma se asumía neuquino. Estaba enamorado de la provincia y fue moviendo grandes piezas en su vida para estar siempre cerca. Aunque sabía que por las características particulares del suelo y el clima tenía la posibilidad de lograr un vino formidable, crear una bodega de este lado del mapa era sobre todo aferrarse a esta tierra.
En 2005, con un plan definido, pero sabiendo que exigía paciencia, mucho trabajo y comenzar desde cero con dos viñedos en diferentes puntos de la gran cuenca del río Limay - uno en Senillosa y otro en Picún Leufú-, Claudio empezó su derrotero. No fue fácil, había mucha voluntad pero pocas tierras disponibles y él quería que las zonas fueran esas. Implicó presentar el proyecto a la gente de la zona, hablar del buen impacto que podría generar a futuro, allá a lo lejos. De esa forma, casi sin quererlo, el sueño del vino también fue adquiriendo algo de comunidad. Y así comenzó la siembra. Todo parecía marchar bien, sólo faltaba que el viento, el frío, el rocío del río, la arena, la belleza árida de esta porción neuquina y el tiempo hicieran lo suyo. Y también, o sobre todo, encontrar un nombre para el vino.
Zorro y arena
Sin embargo, con el correr de los meses, empezaron a detectar que en el viñedo de Senillosa las plantas no estaban creciendo como esperaban. Lo que sucedía era que una plaga de conejos se comía las vides y era imposible controlarlos. Hasta que entonces llegaron los zorros.
Eran una pareja de zorro jóvenes, que armaron su madriguera a orillas de la laguna natural ubicada en el corazón del viñedo. La llegada de los animales autóctonos, poco a poco, devolvió el equilibrio natural y no sólo salvó el viñedo, sino que también trajo consigo un nombre, un relato, una identidad.
“La línea joven de nuestro vino se llama Zorro y Arena en honor a ellos y a la oportunidad que le dieron a esta historia. Es también una reivindicación del zorro en el más amplio sentido. Muchas veces el zorrito tiene mala fama por ser cazador, y es lógico, se abastece, éste es su hábitat natural”, dice Gonzalo, antes de relatar otra de las tantas sincronías que habita la historia de la Bodega con alma de zorro.
El peso de la amistad
Poco tiempo después de aquel viaje a Zapala, en el que Gonzalo vio por primera vez al viento educar las uvas, decidió volverse con su familia a Neuquén. Vivían en Comodoro Rivadavia, pero era momento de buscar y encontrar nuevas oportunidades.
Ya en Neuquén, una mañana del 2010, sonó el teléfono. El que llamaba era Claudio Larotonda desde Buenos Aires. Se habían conocido un tiempo antes a través de una consultora y entablaron una amistad.
Claudio estaba muy preocupado. Le contó de Fincas del Limay, de lo mucho que había puesto ahí, lo que implicaba ese híbrido entre inversión y corazonada; le explicó lo difícil que le estaba resultando poder seguirlo desde Buenos Aires y lo invitó a sumarse.
“Me dijo que necesitaba a alguien que le diera una mano, que lo ayudara a sacar todo adelante. Yo le dije que no tenía ni idea de vino, menos de viñedos”, cuentaGonzalo.
Sin embargo, cortó el teléfono, se subió al auto y se fue a Senillosa. Era una mañana fresca de invierno, el viñedo estaba lejos de estar en su esplendor. Cuando llegó, descubrió dos cosas. La primera, fue que ese lugar era el mismo que había visto en aquel viaje desde la ruta. Y la segunda, que definitivamente quería intentarlo. Llamó a su amigo y le dijo: “Sí, vamos por eso, hagámoslo”.
Hace 20 años que Fincas del Limay viene dejando huella en la historia vitivinícola de la región, con una propuesta de carácter, con dos terroir muy distintos, que dialogan y se expresan con claridad en cada vino y a veces resultan enigmáticos y salvajes como los zorros, poderosos como el viento y el río, imposibles, como un desierto que florece. Para eso existieron muchas voluntades: distintos inversores que buscaban apostar a Neuquén, un enólogo exquisito como Alfredo Nieto, familias que sostienen, pero sobre todo dos amigos que hasta hoy se siguen encontrando.
Abrazo neuquino
En 2018, viniendo para Neuquén a trabajar, Claudio tuvo un accidente y falleció. Su pérdida abrió una herida que aún no cierra y que,por supuesto, tuvo un impacto directo en la vida de la Bodega. Pero como el vino, como todo lo bueno, la vida también vuelve a florecer y con ella las decisiones, los nuevos caminos y las oportunidades.
Hace un tiempo Gonzalo decidió invertir y ponerse nuevamente al frente de Fincas del Limay. La bodega está en un punto estratégico del corredor turístico, es la puerta de entrada a un sinfín de formas de descubrir Neuquén. Por eso, la búsqueda está puesta en hacer de ese espacio una antesala, pero también poder profundizar el proyecto original y hacer crecer el sueño compartido, ahora de una manera intrínsecamente distinta.
“Dudé mucho, pero acá estamos con más certezas que la primera vez, para insistir y para transformar. Esto es volver a apostar a un proyecto que tiene alma y potencial, a una zona y a una historia. Claudio era como un hermano mayor para mí, me parece fundamental reivindicarlo a él, a Neuquén, a la amistad, porque esta bodega dice mucho de lo que somos, esta bodega es resistir y renacer aún en la adversidad”, explica.
Gonzalo viene del corazón de la provincia. Se crió entre Las Lajas y Zapala, campo adentro, aprendiendo a mirar cómo se teje la patria neuquina: mestiza, trabajadora, profunda. Dice que la Bodega le permite mostrar la esencia de lo que somos y que quiere seguir alimentando esa idea como base de cualquier futura acción.
Hace un tiempo, junto al flamante presidente de Artesanías Neuquinas, Luis “Titi” Ricciuto, crearon “Abrazo Neuquino”, una fusión productiva e identitaria, que en términos concretos envuelve en una caja de madera un vino de alta gama de Fincas -Zorro y Arena o Huellas del Limay- , junto a una selección de piezas tejidas en telar con fibras y tintes naturales y talladas en madera, realizadas por artesanas y artesanos neuquinos; tanto como la posibilidad de vincular al sector privado con la empresa del estado neuquino.
Pero en términos simbólicos implica nombrar un momento. “El nombre fue idea de Titi, pero me encantó porque es exactamente eso, un abrazo a lo que somos y este es un tiempo de abrazar el propio recorrido”, explica Gonzalo, mientras camina junto a su perro negro entre la arena, esa arena que sin el verde que traerá la primavera parece interminable. Recuerda sonriendo, que la primera vez que anduvo por esas inmensas hectáreas de vid patagónica el cielo también estaba así. Así: metálico, lleno del canto de los pájaros, de silencio, una inmensidad mirando todo lo que está por volver florecer.
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