Su pensamiento estuvo atravesado por la “teología del pueblo”. En la Argentina, no hay voces capaces de transmitir un mensaje contundente de justicia social.
En un mundo cada vez más neoliberal, donde el individuo sustituye al colectivo y el mercado a las personas, Francisco fue el último gran referente mundial, capaz de transmitir un mensaje contundente de justicia social. Desde Roma encarnó un liderazgo espiritual atrevido, con alma de pueblo.
No fue un papa de izquierda, aunque incomodó a los conservadores. Tampoco fue un liberal, aunque habló de libertad. Para Francisco es libre quien puede comer, quien puede educarse y quien puede trabajar sin ser explotado. Es libre quien no es descartado por el sistema. En sus propias palabras "La libertad no se puede reducir a seguir siempre el propio capricho, ni se puede vivir sin responsabilidad social."
Francisco no fue peronista por filiación partidaria, sino por sensibilidad histórica y por su defensa de la democracia. Su pensamiento está profundamente atravesado por la “teología del pueblo”, una corriente típicamente argentina que entiende la fe desde el sufrimiento y la esperanza de los humildes. En un país que parece olvidar su propia historia, su mensaje sigue siendo un recordatorio incómodo de que hubo otro modo de mirar a los que están en el fondo.
Francisco fue un pícaro de sotana blanca, un hábil tejedor de vínculos. Supo desarmar en privado lo que en público parecía irreconciliable. Como todo buen peronista, entendía que el poder no se grita, mas bien se insinúa. Que una sonrisa, un silencio calculado o un gesto humilde, podían lograr más que mil discursos y spots propagandísticos. En su estilo había algo del viejo arte de la “rosca criolla”, pero elevado al plano diplomático más alto.
Francisco fue capaz de convertir odios en afectos. Pocos líderes lograron reconvertir relaciones tan tensas en vínculos de respeto o admiración. Con Cristina Kirchner, pasó del recelo y la distancia a un vínculo de empatía y contención. Con Javier Milei, que sin piedad lo insultó públicamente antes de ser presidente, desplegó la paciencia del pescador: no contestó, no confrontó, solo esperó el momento justo para tenderle la mano. Y el libertario, finalmente, acudió a Roma.
A pesar de habitar los mármoles solemnes del Vaticano, Francisco nunca dejó tomar de mate con la misma naturalidad con la que hablaba de teología. Llevó su amor por San Lorenzo como una bandera que reivindica el sentir popular y de cómo ejercer el “lio” sano por sobre el orden conservador.
Hoy en la Argentina ya no quedan voces peronistas capaces de convencer, de conmover, de convocar. La bandera de la justicia social sigue ondeando, pero sin manos limpias que la sostengan o gargantas creíbles que la proclamen. Se habla mucho del pueblo, pero sin el pueblo. Se apela a la historia, pero sin presente.
Ojo, que lo que falta en Argentina no es discurso, es legitimidad. Porque en tiempos de descreimiento, la palabra solo vale si viene respaldada por una vida honesta y valiente, como la que tuvo Francisco, el Papa Argentino, que tal vez sin quererlo, fue el último peronista.
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