Graciela Romero, la mamá del nieto recuperado y la cipoleña Silvia Rosales fueron amigas desde muy pequeñas. Los recuerdos de una niñez compartida que la Dictadura llenó de dolor y hoy volvieron a brotar en la felicidad colectiva.
Este mediodía, Silvia Rosales estaba ordenando su casa cuando escuchó que Abuelas de Plaza de Mayo había restituido al nieto 140. La noticia en principio la llenó de alegría, pero cuando miró bien, se dio cuenta de que junto a Estela de Carlotto estaba sentada Adriana Metz, la hija de Graciela Romero, La Peti, su amiga más amada de la infancia. Entonces gritó, se empezó a marear y luego, ella que nunca logra encontrar las lágrimas, lloró y lloró por horas. “Adriana se parece tanto a su madre. Fue emocionante. Se hizo justicia, por fin se hizo justicia”, dice.
Silvia conoció a La Peti, como le decían en ese entonces, cuando era niña y viajaba a Bahía Blanca a visitar a su tía Rosaura a la casa de la calle Berutti, a unas 6 cuadras del centro. Al lado, vivían La Peti y sus hermanos. Enseguida se hicieron muy amigas, pasaban largas horas jugando, al punto que les costaban mucho las despedidas cada vez que Silvia se volvía al sur, pero se las ingeniaban para mantenerse en contacto. Con los años, Silvia se fue a vivir con su tía a Bahía Blanca y empezaron a compartir un cotidiano: la primera Comunión, los cumpleaños, larguísimas horas de charla.
La amistad de la infancia se transformó en complicidad de adolescentes. Iban al colegio la Inmaculada y tenían un grupo de amigas en común, aunque Graciela era un año mayor. Todas las tardes, se reunían en la Plaza Brown a contarse sus cosas de pibas. “La Peti era tan amorosa. Aunque era sólo un año más grande, siempre era tan sabia, muy cariñosa. Ella me explicaba cómo iba a ser la menstruación, siempre fue muy tierna, muy maternal. Yo que siempre andaba volando por el aire y ella me bajaba a tierra”, dice.
Una tristeza sin adiós
Después Silvia se volvió a Cipolletti y dejaron de verse. “Cada vez que iba a Bahía Blanca yo quería ver a La Peti y a su hermana, que entonces ya militaban. Iba a buscarlas a la casa de la tía con la que vivían, pero me decía que no estaban, que habían salido. Para mí, ella siempre me quiso resguardar, siempre lo entendí así”.
Cuando Silvia se casó en el año 73, La Peti le hizo llegar un telegrama hermoso que aún guarda en su memoria como un regalo del tiempo y como un último abrazo de amigas. “No tengo fotos de nosotras solas, viste como son las cosas de la vida, una nunca imaginó que pudiera pasar semejante barbaridad”, dice.
El 16 de diciembre de 1977, La Peti y su esposo, Raúl, fueron secuestrados en la casa de Cutral Co, en la que vivían con Adriana, su hija de un año, por un grupo de tareas que integraba el Ejército Argentino y la policía de Neuquén. Para entonces, La Peti cursaba un embarazo de 5 meses. El comando que llevó adelante la detención ilegal, dejó a la pequeña Adriana con un vecino al que le indicaron: “Tomá, criala como si fuera tuya”. Pero el hombre, en cambio, pudo contactar a los abuelos de esa niña, que la vinieron a buscarla hasta Neuquén y la llevaron con ellos a Bahía Blanca.
Raúl y Graciela inicialmente fueron detenidos y ferozmente torturados en el Centro Clandestino La Escuelita de Neuquén, y luego trasladados hasta La Escuelita de Bahía Blanca, donde continuaron transitando el horror de la picana y otros tipos de indescriptibles violencias. Raúl fue desaparecido en enero de 1977. La Peti dio a luz a su bebé en abril de 1977 y una semana después, también fue desaparecida por los genocidas.
“Enseguida me enteré por mi tía. Los teléfonos estaban pinchados, no se podía hablar nada. Había un batallón del ejército a la vuelta de la casa de mi tía. La Peti no fue la única desaparecida del grupo de amigos de la cuadra. Enseguida viajé con mi papá a Bahía Blanca para saber cómo había sido todo, necesitaba saber la verdad. Fue muy doloroso y ese dolor siempre está presente. Desapareció y nunca más pude saber de mi amiga”, dice.
Al final hay recompensa
Mucho tiempo después, Silvia leyó en un diario sobre la tarea inmensa que llevaba Adriana junto a Abuelas de Plaza de Mayo para recuperar a su hermano, para encontrar a sus padres y se llenó de esperanza. Con mucho amor, recortó el artículo y lo guardó. Años después, la contactó por Facebook. Le envió el artículo, pero también pudo contarle todo lo que había compartido en la infancia con su mamá, hasta le compartió la estampita de la Comunión que aún conserva.
“Lamentablemente, cuando Adriana estuvo acá no la pude ver, pero yo calculo que algún día nos vamos a ver, no pierdo las esperanzas. Sería hermoso abrazarla, abrazar a esa hijita de mi amiga Graciela, La Peti, que siempre estuvo y está presente en mis días, la amiga que jamás olvidamos”, dice.
Silvia va y viene en las anécdotas que comparte generosa y hoy llena de entusiasmo. Por momentos se ríe, por momentos se le quiebra la voz y dice que es eso, “una historia sencilla de dos niñas, dos amigas”. Una historia tan transparente que nos permite mirarnos.
Una historia chiquita que prevalece, porque así aprendió a hacerlo todo una generación herida, la que se aferra a la memoria, para no perder los recuerdos del amor compartido en la espesa bruma del olvido y el horror que aún acecha.
Una historia que vuelve a brotar de esta inmensa alegría colectiva que 140 veces nos regaló y nos seguirá regalando el inclaudicable camino de las Abuelas.
“Querida amiga, hoy tu hijo está con su hermana, están juntos, están los dos juntitos. Eso le diría. Y sé, no tengo dudas, que ella donde esté, hoy por fin está feliz”.
Te puede interesar...
Leé más
Carlotto: "Se va a encontrar con una hermana, que lo buscó con nosotros"
Noticias relacionadas
Dejá tu comentario