Una cocinera neuquina enciende los fuegos del Everest a 5400 metros de altura
Luz Gimenez, cocinera de Neuquén, nos cuenta cómo es darle de comer a un campamento, en la base del Everest, que busca hacer cumbre en el Himalaya.
A 5.400 metros sobre el nivel del mar, donde el aire escasea, los dolores de cabeza son moneda corriente y las noches bajo cero invitan a rendirse, Luz Giménez se levantaba cada mañana con una misión sencilla y vital: cocinar. Entre ollas, sopas calientes y pan casero, esta cocinera nacida en Neuquén capital encontró, en medio del Himalaya, mucho más que una experiencia profesional. Encontró un propósito, una forma de estar para los otros, incluso en las condiciones más extremas.
Luz tiene 33 años, aunque el calendario parece no alcanzarle para la cantidad de vidas que lleva vividas. De Neuquén a Mendoza, de Mendoza a Australia, de Australia a Francia, Uruguay, y finalmente Nepal, su historia está tejida entre pasaportes, cocinas y amistades que la han marcado tanto como los cuchillos afilados de la profesión.
“Desde muy chiquita miraba Utilísima todos los días”, cuenta entre risas, como quien revela una contraseña de infancia. “Quería hacer tortas, cocinar lo que fuera. Pero no me dejaban mucho porque dejaba todo hecho un enchastre”. Con esa chispa inicial, y la certeza de que quería ver el mundo, se largó a estudiar gastronomía en la Escuela Islas Malvinas de Mendoza, donde también completó la licenciatura en la Universidad del Aconcagua. Allí empezó formalmente su carrera, aunque el fuego de la cocina ya ardía en su interior desde hace años.
Primeros pasos como cocinera
Su primer gran trabajo fue en la bodega Escorihuela, en 1884, cuando aún cursaba sus estudios. Pero el punto de quiebre llegó cuando ingresó al equipo de Francis Mallmann en Mendoza. “Trabajé con él casi tres años. Después me fui a Uruguay, a bodega Garzón, y más tarde a la costa de Francia, siempre con Mallmann. Esas cocinas me marcaron para siempre. Me dieron estilo, experiencia, y también grandes amistades. Mis amigos de esos años siguen siendo parte esencial de mi vida”, asegura.
Tener a Mallmann en el currículum, cuenta Luz, le abrió muchas puertas. Pero más allá del renombre, la experiencia forjó en ella una identidad como cocinera argentina, conectada con el fuego, los sabores rústicos y el arte de cocinar al aire libre, incluso en condiciones hostiles.
Australia, minas y mil culturas
Después de la etapa con Mallmann, llegó la aventura australiana. Vivió casi cinco años en ese país-continente, trabajando en todo tipo de cocinas: restaurantes, comedores, caterings y hasta una mina. “Cocinaba sola para 150 personas. Me tomaba un avión para llegar al campamento y me quedaba una semana, como si fuera una petrolera. Horarios rarísimos, jornadas duras. Pero aprendí muchísimo: a organizarme, a resolver, a cocinar sin margen de error”.
Uno de los trabajos que más la impactó fue en un restaurante israelí. “Tienen una cultura gastronómica riquísima. Fue una explosión de sabores, técnicas, y maneras de entender la comida”, dice. Ese cruce cultural, sumado a su experiencia en cocinas argentinas de alto nivel, le dieron una versatilidad única: podía adaptarse a todo, desde un plato tradicional hasta una logística de gran escala.
Aconcagua, el anticipo de la montaña
La cocina de altura no era completamente nueva para Luz. En 2020 ya había trabajado en el campamento base del Aconcagua. Esa experiencia sembró una semilla que tardó algunos años en germinar del todo. “Sabía que quería volver a una montaña. Cocinar ahí es otra cosa. No se le parece a nada”, asegura.
Fue entonces cuando apareció una vieja amiga de la escuela de Mendoza: Willy Pascual, cocinera con años de experiencia en los Himalayas. Ella la recomendó con la empresa para la que trabaja, y gracias a esa conexión, Luz recibió una propuesta que cambiaría su vida: pasar un mes y medio cocinando en el campamento base del Everest, del lado sur, en Nepal.
“Yo venía de vivir en Australia. No me cerraban los tiempos ni la economía para ir antes. Pero ahora estaba en Argentina y todo se dio”, cuenta. En septiembre de 2024 se instaló nuevamente en su país natal. Y en abril de este año, emprendió el viaje.
Siete días de caminata, 70 km de ascenso
Llegar al campamento base del Everest no es tan simple como tomar un vuelo. Desde el aeropuerto más cercano hay que caminar durante siete días, recorrer unos 70 kilómetros y ascender más de 2.500 metros. Todo eso antes de empezar a trabajar.
“La altura se siente en todo. Dolores de cabeza, falta de apetito, mareos, insomnio. Caminas dos pasos y te falta el aire. Vivís con temperaturas bajo cero todo el tiempo. Te despertás tres veces por noche para hacer pis en un tarro porque salir de la carpa es un desafío. Pero el cuerpo se adapta, y el alma también”, relata.
Una vez instalada, su rutina consistía en cocinar desayuno, almuerzo y cena para los clientes del campamento: personas de todo el mundo que llegan para cumplir el sueño de escalar el Everest. “Están en un estado súper vulnerable. Extrañan, tienen miedo, dudan si su cuerpo va a aguantar. Entonces, algo tan simple como una sopa caliente puede ser un mimo al alma. La comida tiene ese poder”, dice.
Sherpas y conexión sin idioma
Uno de los vínculos más fuertes que forjó en el Himalaya fue con los sherpas, los guías y porteadores locales que hacen posible cada expedición. “Son humildes, fuertes, máquinas, y de un corazón inmenso. No hablamos el mismo idioma, pero siempre nos entendimos. Yo sabía cocinar, ellos sabían sobrevivir a 5400 metros. Fue un ida y vuelta hermoso”, describe.
Gracias a ellos, su carpa, su ropa y hasta parte de su equipo llegaron sanos y salvos al campamento. Ellos también colaboraban en la cocina, en una danza improvisada de culturas y conocimientos que se nutrían mutuamente. “Los momentos de más amor se daban en la cocina. Era ahí donde la gente se relajaba, se sentía contenida. A veces una comida era más que comida: era compañía, era hogar”.
Volver con el corazón lleno
Hace apenas una semana que Luz volvió del Everest y todavía está procesando todo lo vivido. “Me estoy recomponiendo. Recién ahora empiezo a entender la magnitud de lo que fue. Cada día me despierto con lágrimas en los ojos, pero no de tristeza, sino de emoción, de agradecimiento”, dice.
El plan inmediato es descansar unos días más en Nepal, disfrutar del país, recorrer sus mercados, templos y paisajes. Pero más allá de los pasos que dé ahora, algo cambió para siempre. “La montaña me dejó ser parte de ella un ratito, y eso ya es un regalo enorme. Estoy infinitamente agradecida con todos: los guías, los clientes, los sherpas, mi amiga que me recomendó, mi familia. Fue una experiencia transformadora”. En breve Luz estará aterrizando un tiempo en Neuquén con la idea de seguir explotando su profesión al servicio de quienes así lo necesiten; la idea es poder cocinar de manera privada en diferentes hogares que quieran tener resuelta la comida de la semana o el mes, con calidad, sabor y sobre todo planificación.
El viaje como forma de vida
Luz no concibe la cocina como una profesión encerrada entre cuatro paredes. Para ella, cocinar es una forma de habitar el mundo. Desde chica supo que quería viajar, y de grande encontró en la cocina una herramienta para hacerlo con sentido. “No me interesa vivir de vacaciones. Quiero vivir viajando, con propósito. Y la cocina me lo permite. Es mi idioma, mi pasaporte, mi hogar”.
Instagram: @luzz.gimenez
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