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De la calle al ring: la historia del boxeador neuquino que va por la gloria

Se crió en Picún Leufú, vivió al límite y el boxeo le salvó la vida. El 16 agosto, Raúl Panguilef peleará el título argentino en Buenos Aires.

Cada vez que Raúl Panguilef sube al ring, lo hace con hambre, con determinación. Se mueve rápido, certero, implacable. La mirada fija. Su cuerpo tiene cicatrices y tiene memoria, sabe muy bien lo que significa el todo nada. Lo aprendió en las calles neuquinas desde muy pibe, caminando en alpargatas al filo del cordón, masticando soledad mientras extrañaba Picún Leufú y la tibieza de la infancia.

A los 15 años, estaba al margen de casi todo, limpiaba parabrisas y se juntaba con la banda en la esquina o en la plaza, a pelear a manos peladas. Un día, alguien preguntó: “¿Che, dónde se pelea con casquitos?”. Entonces averiguaron y cayeron en mandada al gimnasio del “Buque”, donde Panqui, como le dicen los que lo quieren, encontró una forma de anudarse a la vida, porque sabía que se aguantaba los golpes, que podía pelear.

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—Si no fuese por el boxeo, estaría preso o muerto.

Lleva 4 años y 5 meses sin caer, lo que le vale estar a sus 31 años en el 8vo puesto del ranking nacional. El 16 de agosto, va a pelear el título argentino a Buenos Aires, frente Silio Vilte, un boxeador muy joven y prometedor al que respeta pero no teme, porque dice que jamás pisó un cuadrilátero con miedo. No es cualquier instancia, es el sueño compartido, el título que todos quieren; el que ganaron Monzón, Galíndez, Falucho, Coggi y Castro; el de la lealtad a la gente; para el que hace años se prepara junto a Nicolás Acuña, su entrenador y, ahora también, su familia.

Campeón

Panqui se crió en una chacra de Picún Leufú, a resguardo de la abuela Sara Ñanco y de la complicidad de sus 12 primos con los salían a jugar al campo, a pescar, a cazar y volvían a comer tortas fritas a la mesa donde nunca le faltó nada, para la que todos de alguna forma trabajaban. Porque también se crió laburando la tierra: juntando leña, sembrando choclos, limpiando canales, armando el corral cuando la abuela lo pedía. Tuvo cielos. Fue tan libre sólo de decirlo se enciende y es muy difícil dimensionar que el niño que evoca cuando le brillan de los ojos sea capaz de derribar a otro hombre de un zurdazo.

Cuando a los 11 años se vino a vivir a Neuquén con su mamá y su papá algo se apagó en él. Extrañaba, la ciudad era difícil de llevar, era un extraño aunque tenía su grupo de amigos de Combate de San Lorenzo y San Martín, o aunque muchas veces salía a laburar como albañil con su papá, andaba a la deriva y sin abrazos.

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Cuando encontró el boxeo, volvió a divisar un camino. Lo colocó, lo puso en eje. Aunque siempre un poco solo, aprendió, entrenó y se hizo boxeador profesional. También conoció a Natalí, la mamá de su hijo Junior.

—En 2018 tuve que parar, es muy difícil entrenar y trabajar, ni hablar bajar de peso y eso. Hice de todo, laburé de albañil, de soldador, de mozo y de ahí me iba a entrenar, pero el cuerpo no te responde, el cuerpo se agota. La vida a veces es complicada ¿no? La mamá de mi hijo siempre me ayudó, hasta ahora lo hace con mucho esfuerzo. Un día vinieron a buscarme para pelear y perdí porque no estaba entrenando. Ahí dije, no me sirve, es hasta acá. Me fui del boxeo pensando en que no iba a volver, hasta que apareció Nico y entendí que todos necesitamos que alguien nos dé una mano.

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El camino

Nico conoció a Panqui en Upper Cross, su gimnasio, un lugar que abrió con mucho esfuerzo y que remodeló por completo para cumplir con su deseo de niño. Todavía recuerda las horas que pasaba con su abuelo, Enrique Pérez, el “Pelado”, mirando madurar el knockout en la televisión, y cómo después salía corriendo a ponerse unas medias en los puños. Nico fue boxeador desde siempre, entrenó con Bruno Godoy, la leyenda neuquina, pero después se dedicó a lo técnico.

—En realidad con Panqui nos conocíamos de antes, de algún camarín, pero nunca habíamos hablado. Llegó acá buscando un lugar para entrenar, ya era profesional, pero no quería pelear más porque tenía que trabajar para mantener a su hijo y el boxeo no le rendía. Lo observé durante un tiempo y después le propuse entrenarlo. Le pedí que me diera una oportunidad, que si en un año no veíamos resultados, lo dejábamos. Desde entonces llevamos 13 peleas ganadas y un título internacional.

Y así empezaron un camino, sin tener muy claro que la oportunidad se la estaban dando los dos.

El título argentino implicó redoblar esfuerzos. Todos los días, a las 7 de la mañana, salen a entrenar al Picadero, en Centenario, Panqui, él y también Bruno Godoy, que está aportando mucha experiencia. Saben que Panqui tiene posibilidades, que puede hacer historia, que es un pibe que no intenta ganar una pelea, sino ganarle a la vida y que esa sed no es algo que se invente.

No es sólo lo físico. Hace unos meses que Nico se llevó a Panqui a vivir con él. Lo despierta, le hace el desayuno, le prepara las ensaladas, a veces se quedan en la cama mirando al techo y soñando en voz alta. También hace meses que garantiza, con el esfuerzo colectivo de un montón de gente que está acompañando -aunque siempre hace falta más- que Panqui no tenga que salir a laburar, como lo hizo tantas veces. Lo necesitan entero y eso implica cuidarlo.

—El esfuerzo que hace él no se compara con nada, pero yo también dejo mi vida de lado por esto. Nosotros nos amamos realmente, tenemos una amistad y lo que nos pasa es que estamos luchando por un sueño común que va más allá de este o cualquier título, porque mi sueño, y esto me lo enseñó Bruno, es verlo caminando, que tenga su casa linda, que no le falte nada, que sea un buen papá, que su hijo tenga el mejor recuerdo de él. No sólo que él sea campeón, porque él ya es un campeón de la vida, quiero verlo de pie.

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La mística del boxeo

A Neuquén le gusta el boxeo. La presencia de Panqui en la escena no sólo implicó que la provincia vuelva a brillar en el cuadrilátero, también encendió una mística pocas veces vista, que en parte responde a la ilusión que lo genuino y feroz de su boxeo genera. Lo van a ver pelear familias, vecinos, la comunidad que fue creciendo alrededor de Upper Cross, pero la que siempre está presente es la hinchada de Sapere, que ahora es su hinchada; porque Nico le abrió las puertas de su casa, de su familia, pero también del club de toda su vida.

—Se lo ganó. La última pelea fue épica, entró con todas las trompetas, los bombos, nunca se había visto eso en Neuquén. Y ahora va un montón de gente a verlo a Buenos Aires. Eso no es menor, el aguante siempre tiene un peso.

En el ambiente le dicen “El Carnicero”, porque cuando pelea, alguien siempre queda sangrando, pero a él no lo convence mucho, le gusta más Panqui como lo llaman ahora, le resulta más familiar, aunque entiende que lo otro vende. Le gusta que lo vayan a ver, que lo miren, dice que para él el ring es como un escenario al que se sube porque está seguro de lo que entrena y de lo que entrega. También dice que nunca se había sentido tan cuidado como ahora y que por eso está en su mejor momento.

Panqui es un hombre tímido, cada vez que termina de hablar esconde la mirada, como si estuviese esperando un golpe. Un pibe de esta tierra, con piel y corazón de barda, que sabe bien cómo cae el sol en el horizonte y cuánto pesa el desamparo. En unos días se va a subir por primera vez en su vida a un avión para dejar a Neuquén en lo más alto, para conquistar el título argentino, para pelear sin miedo, porque así lo aprendió, pero sobre todo porque ya no está solo.

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