Una tragedia ocurrida en 1904 hermanó a toda la comunidad neuquina en medio de la algarabía que había por la creación de la primera escuela de la ciudad.
El día que murió Lucrecia lloró todo el pueblo y no hubo lágrimas suficientes para canalizar la angustia por su muerte, seguramente una de las primeras registradas en Neuquén. La noticia conmovió a la comunidad no solo porque se trató de una tragedia, sino porque Lucrecia tenía apenas 5 años y estaba feliz con la reciente inauguración de la primera escuela.
Pocas horas antes de morir lloró y le imploró a su madre que no la dejara sola en el rancho donde ambas vivían. Estaba oscuro y tenía miedo; afuera no había nada más que penumbras. Pero no hubo caso. La mujer cerró la puerta, le dio dos vueltas a la llave y salió esa noche a divertirse.
Nadie sabe por qué se desató el incendio. En medio de la oscuridad y el silencio del pueblo, los vecinos escucharon los gritos de la nena y vieron cómo -de golpe- las llamas comenzaban a consumir las precarias instalaciones de la vivienda. Pero no atinaron a nada; solo esperaron a los policías que llegaron minutos después, cuando ya era demasiado tarde.
Al día siguiente, una larga caravana de chicos y grandes atravesó el arenal y acompañó el cuerpo de la pequeña hasta el cementerio de Neuquén, que en ese entonces estaba casi vacío.
Palabras del maestro de la escuela para recordar a Lucrecia
“Hasta el más pequeñuelo de la clase quería contribuir con su dinero para la compra de la corona fúnebre que se acordó colocar en la tumba de Lucrecia; pero a ninguno se le aceptó tan generosa donación. Algunas almas excelentes hicieron una preciosa corona de flores blancas y cintas del mismo color, que los alumnos llevaron en procesión delante del féretro de la pobre muertita. Después de colocada en la tumba esa humilde ofrenda que sintetizaba el cariño de los que fueron sus condiscípulos, desfilaron éstas delante de la rústica sepultura, depositando sobre ella las florecillas silvestres que hablan recogido cerca del cementerio”, recordó el maestro Eduardo Thames Alderete en una carta dirigida a la revista “El Monitor de la Educación Común”, el 20 de noviembre de 1904.
En ese extenso escrito, Alderete relataba todo el trabajo que había realizado un grupo de maestros llegados a Neuquén provenientes de Buenos Aires con el objetivo de abrir una escuela en la reciente fundada capital. En esas líneas destacaba la alegría del pueblo por este importante paso hacia el progreso, la reacción de padres y niños el primer día de clases y, por supuesto, el impacto que tuvo en la comunidad aquella tragedia inexplicable que se llevó la vida de una de las alumnas.
La muerte de Lucrecia escribió una de las primeras páginas del dolor en la historia del viejo territorio a partir del testimonio de uno de los maestros pioneros.
Su breve vida se perdió en el olvido con el paso del tiempo, pero sigue latiendo en la memoria callada de las bardas y en el recuerdo de las manos de aquellos chicos que, con sus flores, tejieron el primer duelo de un pueblo que recién estaba aprendiendo a llorar.
(Fuente: “En viaje al Neuquén. La escuela en el desierto”. Eduardo Thames Alderete. Biblioteca digital Neuteca200)
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