El abrupto final del auto peronista: el modelo nacional que murió con nombre de mujer
El Justicialista fue un ícono de la industria nacional durante el peronismo, hasta que fue prohibido por la Revolución Libertadora. El por qué del nuevo nombre.
El “auto peronista” no fue solo un experimento mecánico: encarnó una idea de país que buscaba producir su propio automóvil. Cuando la Revolución Libertadora de 1955 proscribió al peronismo, también cayó el Justicialista, bandera de esa política industrial. En ese vacío, apareció el Graciela, embajador de los autos antiguos con nombre femenino que intentó continuar la historia con perfil bajo.
El abrupto final del auto peronista tuvo así una historia discreta y breve, marcada por el exilio simbólico y la falta de recursos. A comienzos de los ‘50, el Justicialista se gestó dentro de IAME (Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado), la gran usina estatal que fabricaba desde motos hasta aviones. Su carrocería en fibra de vidrio (plástico reforzado con fibra de vidrio) era vanguardista: liviana, moldeable y barata frente al acero escaso.
Hubo versiones coupé, sedán y sport, equipadas con motores importados de Alemania Oriental: Wartburg de 901 cm3, dos tiempos, tres cilindros y posición delantera, con una potencia de 37 HP. La meta era clara: un auto de producción nacional que simbolizara soberanía industrial, con el sello del movimiento peronista.
La caída del Justicialista, una rareza entre los autos antiguos
El golpe de 1955 congeló todo. Ser “auto peronista” pasó a ser un pecado capital: los moldes se guardaron, las insignias se limaron y los técnicos quedaron en un limbo. Muchos de ellos, sin embargo, no se resignaron. Con los planos todavía calientes y proveedores que querían seguir trabajando, surgió la idea de un continuador sin pasado: Graciela. El nombre -según cuentan- pretendía sonar amable, familiar y, sobre todo, apolítico. La leyenda cuenta que lo tomaron de la hija del director de la fábrica cordobesa.
El Graciela retomó buena parte del saber hacer del Justicialista: chasis similares, soluciones artesanales, motores modestos pero confiables. El objetivo era fabricar un sedán accesible, utilitario, que pudiera insertarse en un mercado que volvía a abrirse a marcas extranjeras. Pero el contexto era despiadado: sin financiamiento estatal ni soporte publicitario, la empresa tuvo que moverse entre galpones, talleres tercerizados y una red comercial casi inexistente.
Con la proscripción del peronismo, el Justicialista quedó vedado y rebautizarlo fue apenas un primer auxilio: Graciela nació obligado a ocultar su parentesco. Pero el clima político no era el único obstáculo. La escala mínima de producción encarecía cada unidad, sin una cadena de proveedores sólida ni la espalda financiera que antes había aportado el Estado. El crédito desapareció junto con el apoyo oficial, y el pequeño emprendimiento debió sobrevivir a pulmón mientras las terminales extranjeras desembarcaban con tecnologías probadas y redes comerciales mucho más robustas.
A eso se sumó el estigma: aunque el nombre femenino sonara neutro, en el ambiente se sabía que Graciela era, en el fondo, el auto peronista con otro cartel, y en plena “desperonización” esa carga simbólica espantaba a más de uno. En 1957, DINFIA (Dirección Nacional de Fabricación e Investigación Aeronáutica, nueva denominación de IAME) compró los derechos para construir en el país el Wartburg 311 que había salido en 1955 en Alemania Oriental. En Argentina se lo conoció como G.C., las iniciales de “Graciela-Wartburg”.
Así, entre la censura política, la falta de plata y la competencia feroz, la llama del proyecto se fue apagando hasta el olvido. Entre el Graciela y el Justicialista se fabricaron 2.926 unidades hasta que la producción concluyó en 1964.
Justicialista y Graciela: continuidad técnica, ruptura política
La genealogía se lee de corrido: del auto peronista Justicialista al Graciela se mantuvieron piezas, procesos y manos, pero se borró cualquier alusión al movimiento. IAME había sido impulsada por el Estado peronista para motorizar la sustitución de importaciones; tras la Libertadora, el organismo mutó y muchos proyectos quedaron en pausa o fueron desmantelados. El Justicialista, con su carrocería plástica y su diseño aerodinámico, quedó como un ícono abruptamente interrumpido.
Mientras tanto, la industria automotriz argentina cambiaba de piel. A fines de los ‘50 y comienzos de los ‘60, desembarcaron con fuerza FIAT, Peugeot, Ford, Chevrolet y otras terminales que traían plataformas globales y economías de escala. En ese escenario, un auto artesanal con ADN proscripto tenía poco margen de supervivencia. La clientela buscaba repuestos garantizados, servicio posventa y estabilidad: tres cosas que el pequeño proyecto Graciela no podía prometer.
El modelo que murió con nombre de mujer terminó siendo, retrospectivamente, un símbolo de resistencia silenciosa. No hubo comunicados rimbombantes ni presentaciones masivas: hubo voluntad de seguir fabricando frente a la censura, pero sin herramientas para sostener el negocio. Con el correr de los años, el Graciela se volvió un fantasma: algunas unidades sobrevivieron en manos de coleccionistas, otras se perdieron entre papeles y chapas herrumbradas.
IAME: la fábrica estatal detrás del auto peronista
Para entender al auto peronista Justicialista y, por arrastre, al Graciela, hay que volver a IAME (Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado). Creada en 1951 bajo la órbita del Ministerio de Aeronáutica, IAME nació con un mandato claro: sustituir importaciones y crear tecnología propia. En sus hangares de Córdoba -los mismos donde se ensamblaban aviones- se produjeron motos Puma, utilitarios Rastrojero, tractores Pampa, motores, autopartes y, claro, el Justicialista.
El auto peronista fue el hijo estrella de ese ecosistema estatal que combinaba ingenieros militares, técnicos civiles y proveedores locales. IAME no solo fabricaba: diseñaba, probaba y patentaba. Se importaban componentes estratégicos (motores, cajas) pero se apostaba fuerte a la integración nacional de chasis, carrocerías y accesorios. La fibra de vidrio del Justicialista fue un hallazgo técnico y económico: permitía moldear en serie sin depender del acero, caro y difícil de conseguir.
Con la Revolución Libertadora, IAME sufrió una metamorfosis. Se disolvieron programas, se privatizaron áreas y el sello “Justicialista” se volvió maldito. Muchos ingenieros y operarios quedaron colgando del pincel; algunos migraron a empresas privadas, otros intentaron -como en el caso del Graciela- mantener vivo el know-how sin banderas partidarias. El cambio político quebró la continuidad industrial: donde había un proyecto integral del Estado, quedó un mosaico de iniciativas aisladas.
En ese marco, el Graciela puede leerse como el último coletazo de la era IAME aplicada al automóvil: técnica heredada, pero sin estructura estatal; talento nacional, pero sin respaldo financiero. El abrupto final del auto peronista no solo fue la censura al nombre Justicialista: fue el desmantelamiento de una política industrial que, con sus luces y sombras, había logrado poner a la Argentina a fabricar autos propios.
Una pieza de culto de la industria automotriz y del peronismo
Hoy, el Justicialista y el Graciela son objetos de culto entre fierreros e historiadores. En museos, subastas o encuentros de autos clásicos, ver uno de estos ejemplares genera fascinación: son testimonio vivo de una Argentina que se animó a soñar con su propio auto y chocó contra la política y el mercado. “Graciela”, un nombre que podría adornar una copla, terminó siendo la coartada para esquivar la proscripción del auto peronista.
Restaurar un Justicialista o un Graciela implica más que lijar fibra y ajustar pernos: es reconstruir una trama de ingenieros, funcionarios, operarios y militantes del fierro nacional. En cada curva de esas carrocerías plásticas late un pedazo de historia industrial y política.
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