El MPN y el kirchnerismo sobreviven, tal vez, como esos árboles viejos que, aunque partidos por la tormenta, aún no terminan de caer.
Es notable cómo, incluso en un momento que representa uno de los cambios de paradigma político más profundos de la historia argentina y neuquina, ciertas estructuras, personajes e incluso formas tradicionales de hacer política se resisten con tenacidad al cambio. Encuentran modos de sobrevivir, de conservar cierta vigencia, aunque estén ya lejos del brillo de sus épocas de esplendor. Siguen vivos, en fin.
Javier Milei y Rolando Figueroa son los pilotos que la ciudadanía eligió para conducir el tren de la transformación. Las mayorías electorales se subieron a sus respectivos vagones más por el rechazo absoluto al establishment del momento que por confianza en lo nuevo. Pero se subieron, al fin.
Pospandemia, la sociedad, harta de la corrupción, la mentira, la manipulación y los privilegios de unos pocos, reaccionó. Cansada de los festivales de opulencia a costa de los recursos públicos, de la ineficiencia estatal, de los yates lujosos navegando por aguas europeas mientras el Banco Central emitía pobreza e inflación sin límites. Harta de las calles y los espacios públicos apropiados por grupos extorsivos, disfrazados de causas sociales y financiados por el mismo Estado al que dicen combatir. De los siniestros punteros políticos, de las estafas organizadas con planes sociales. Y, peor aún, harta de ver a quienes lideraban, facilitaban y alimentaban todas esas prácticas oscuras, dar cátedra de moral frente a micrófonos y cámaras. En definitiva, harta de que todo eso —y mucho más— ocurriera en un marco de impunidad absoluta.
La victoria fue decisiva para quienes, con más determinación y sin medias tintas, presentaron batalla contra esos males. Por eso Bullrich prevaleció sobre Larreta. Y luego Milei, con sus gritos y su motosierra, sobre Bullrich. Fue por ello, también, que Figueroa logró constituirse en el epicentro de una coalición capaz de liderar el cambio.
Es quizás esa misma vehemencia —la que permitió a los nuevos liderazgos llegar al poder— la que ahora los ata a una especie de contrato implícito, difícil de esquivar una vez en el gobierno. Porque la democracia, con todas sus imperfecciones, al menos ofrece una certeza: cada 2 o 4 años, el ciudadano puede castigar con el voto a quien desoiga su propia voz del pasado.
Lo que perdieron
Los grandes perdedores —el kirchnerismo a nivel nacional y el Movimiento Popular Neuquino en lo local— todavía respiran, aunque con dificultad. Y aunque de maneras distintas, ambos sostienen cierta expectativa de representatividad. Sobreviven, tal vez, como esos árboles viejos que, aunque partidos por la tormenta, aún no terminan de caer.
Como ya ha sucedido antes, el kirchnerismo sobrevive porque el oficialismo ha decidido que así sea. En un contexto de terapia intensiva económica y con los bolsillos de la sociedad aun sangrando, resulta mucho más sencillo ganar una elección enfrentando a un enemigo sin argumentos, con un pasado condenable y sin propuestas, que hacerlo frente a un frente político nuevo, sensible, con ideas superadoras y críticas al gobierno que partan desde un pedestal moral más alto —o al menos no tan opaco.
Por eso el pasado 7 de mayo la ley de ficha limpia no logró ser sancionada: porque convenía a todo el arco político —oficialismo y oposición incluidos— mantener vivo al enemigo perfecto. Ese fantasma que representa todo lo malo del pasado, tiene nombre: Cristina Fernández de Kirchner. Y volverá a competir, esta vez en la provincia de Buenos Aires, el distrito electoral más grande del país, contra los candidatos de Javier Milei. Allí se medirá no solo su capacidad de conservar liderazgo, sino también si aún puede representar a la oposición frente al modelo mileista de derecha liberal, o si es hora de dar paso a nuevos actores de centro y centroizquierda.
Resistencia
El MPN, en cambio, sobrevive en Neuquén, gracias a su inagotable pragmatismo, de un modo muy distinto. No se opone: se deja llevar, como el agua que fluye a favor de la corriente. Se inserta, por lo bajo, en cuanta estructura estatal le sea posible, se recicla, se diluye dentro del Partido de la Neuquinidad, que hoy ofrece cobijo a miles de dirigentes y militantes de una fuerza que fue más Estado que partido. Y si el partido ha muerto, al menos queda el Estado.
Sus autoridades y referentes no declaran, no critican lo nuevo que los desplazó, no amenazan con competir electoralmente. En la tierra donde Vaca Muerta promete riquezas para todos los que decidan empujar hacia adelante, hay más incentivos para acordar que para enfrentarse.
El pasado 4 de junio, el histórico partido cumplió 64 años de vida, en lo que sin dudas fue su cumpleaños más triste. Sus autoridades partidarias fingieron demencia: sin autocrítica ni análisis coyuntural, conscientes de que la sociedad les daría la espalda si decidieran presentarse a elecciones contra lo nuevo, tanto a nivel nacional como provincial. Apenas un puñado de militantes, muchos de ellos ya con importantes cargos en el nuevo gobierno, ejecutaron forzados bailes en una Seccional Primera que dejó de ser un espacio de militancia política para convertirse en un museo de viejas glorias, al servicio de quien esté en el poder de turno.
Lo viejo
Sin embargo, contrariamente a lo expresado en la célebre serie El Eternauta, no todo lo viejo funciona bien, ni todo lo viejo es necesariamente malo.
¿Qué es lo bueno que representa el MPN? Federalismo, justicia social, autonomía política frente a los intereses nacionales concentrados en la Pampa Húmeda. Rolando Figueroa pretende que la sociedad valore positivamente esos valores ya incorporados a su espacio político, bajo el lema de la neuquinidad, al que suma amplitud ideológica mediante la inclusión de más partidos, junto con el ordenamiento del Estado, ahorro fiscal e inversión en obra pública: elementos que, hacia el final del último gobierno del MPN, ya habían desaparecido.
Sin embargo, yace ahí una contradicción: paralelamente a la incorporación de los valores de la mística original del MPN y las buenas prácticas de la modernidad, persisten personajes, estructuras y formas de la vieja política, visibles para todos.
¿Habrá tomado nota Figueroa de ello, al apuntar recientemente contra la jubilación de uno de los hijos del exgobernador Pedro Salvatori, acusándolo de ser ñoqui durante 18 años? Quizás fue un intento de demostrar que aquello de lo viejo que no funciona será descartado, encontrando en un célebre apellido la oportunidad de visibilizar el cambio. O tal vez, como sucede con el gobierno nacional, desterrar las viejas políticas no es tarea de un día para otro, y hay que ir, de a uno por vez, derrotando enemigos —no todos a la vez.
Quizás, para desterrar por completo a los políticos a quienes la sociedad ha dado la espalda, los nuevos gobiernos deban, como el cedro, primero echar profundas raíces antes de extender sus amplias ramas y hacer sombra definitiva al pasado.
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