Una historia desconocida protagonizada en 1958 por el escritor cuando vivía en la región.
Pablo Montanaro
Neuquén.- Mucho antes de que se convirtiera en uno de los escritores argentinos más leídos en los años 80 y 90, cuando en plena adolescencia vivía en Cipolletti, Osvaldo Soriano ocupó entre 1956 y 1958 las aulas de la Escuela Nacional de Educación Técnica (ENET Nº 1) en la calle Láinez 237 de Neuquén, que tiempo después se convirtió en EPET 8 y que actualmente funciona en Perticone y Olascoaga.
Nacido en Mar del Plata en 1943, luego de vivir en San Luis y Río Cuarto, con 10 años Soriano llegó al Alto Valle junto a sus padres y se fueron a vivir a un chalet en Mengelle y Alem, en Cipolletti.
Tras terminar la primaria en la Escuela 33 de Cipolletti, en 1956 ingresó a la ENET 1 gracias a la insistencia de su padre, José Vicente, un empleado de Obras Sanitarias de la Nación.
La estadía en la escuela técnica de aquel adolescente que soñaba con ser jugador de fútbol más que ingeniero electrónico -como pretendía su padre- apenas duró tres años. En tercer año, junto a otros dos compañeros, fue expulsado de la ENET 1 por protagonizar un principio de incendio en el taller. Soriano nunca más volvería a estudiar.
Carlos Chesñevar, uno de sus compañeros en la ENET 1, recuerda aquel hecho. “Escuché esa especie de explosión apagada que produce al entrar en combustión un charco de nafta mientras caminaba por el patio de la escuela”, explica por teléfono a LM Neuquén. “Fue como una especie de soplido fuerte pero mezclado con un estampido suave, repentino y breve porque de inmediato cesa el sonido y todo se transforma en llamaradas”, describe.
Ni Chesñevar ni los otros estudiantes se imaginaban lo que había ocurrido en el galpón donde funcionaba el taller, pero sí escucharon “los gritos de pánico del Negro corriendo desesperado hacia la salida, con el overol encendido a la altura de las rodillas”.
La rápida reacción del maestro de la sección Automotores al agarrar el extinguidor y apuntar al cuerpo salvó al alumno afectado. Mientras tanto, Soriano con otro compañero, al que llamaban el Ruso, continuaban en el taller como si quisieran resguardarse de lo ocurrido.
Según Chesñevar, uno de los maestros del taller les había pedido a los tres alumnos “que siempre estaban dispuestos a hacer bromas” que limpiaran un torno.
“Los elementos usados para la limpieza del torno eran una lata con nafta apoyada en el suelo y dos cepillos de cerda que el Gordo y el Negro empapaban con nafta. Nadie se explicaba por qué el Ruso había encendido aquel fósforo mientras sonreía. No había entrado en sus cálculos que los pelos empapados de los cepillos, grandes como escobillones, oficiarían de catapulta y expulsarían numerosas gotitas de nafta en dirección precisa a esa llamita modesta, que dejó entonces de ser inofensiva”, cuenta.
Los maestros entraron al taller para saber qué y quiénes habían originado el fuego. “Enseguida el docente, el mismo que había salvado al Negro del fuego, encontró el testimonio: entre el índice y el pulgar se erguía, tan diminuto como implacable, el palito de un fósforo apagado”, relata Chesñevar desde su casa en Sierra de la Ventana.
Los tres alumnos enfilaron hacia la dirección. “No tardaron mucho en volver”, recuerda. La expresión de sus rostros era más que evidente. Fueron hasta los armarios, recogieron sus pertenencias y se retiraron del edificio de la calle Láinez en silencio y con las cabezas mirando el piso. No dieron muchas explicaciones a sus compañeros, sólo les dijeron que ya no volverían al aula y mucho menos a la escuela. El director Eugenio Perticone había decidido la expulsión de los tres.
“Ni la habilidad futbolera lo salvó al Gordo Soriano, que integraba el equipo de la escuela, y eso que el director era un fanático de aquel deporte”, agrega.
Convertido en uno de los escritores más admirados por los lectores y que más libros vendía, Soriano confesó que desde siempre había sentido una gran admiración por Stan Laurel y Oliver Hardy, la legendaria dupla cómica conocida como el Gordo y el Flaco, al extremo de haberlos convertido en personajes de una de sus novelas: Triste, solitario y final. Precisamente, Chesñevar compara a esa dupla cómica con la que hacían Soriano y el Ruso en la ENET 1. “No sólo porque la silueta longilínea del Ruso contrastaba notoriamente con la del Gordo, sino también porque le servía a este de complemento para generar situaciones graciosas”.
Ni la habilidad futbolera lo salvó al Gordo Soriano, y eso que el director de la ENET era un fanático del fútbol”. Carlos Chesñevar
Recorriendo el campamento de YPF en un Kaiser Manhattan
“En los estudios no se distinguía, era un alumno más o menos, creo que siguió la escuela industrial por influencia del padre que tenía un gran conocimiento técnico de las cosas”, señala César Iachetti, compañero de Osvaldo Soriano en la ENET 1 y vecino cuando este vivía en Cipolletti.
Recuerda que se tomaban el colectivo de la Cooperativa del Valle para ir a la escuela y que en invierno el joven Soriano “se ponía una larga bufanda con los colores rojo y azul de San Lorenzo, que le había tejido su mamá”.
Iachetti rememora el día que junto a su amigo y otros dos compañeros de la escuela industrial, Luis Soldera y Ángel Romano, viajaron a Plaza Huincul para visitar los campamentos de la empresa YPF en esa localidad. “Fue en julio de 1958, para las vacaciones de invierno”, recuerda Iachetti.
Los cuatro estudiantes fueron muy bien recibidos y recorrieron la planta en el auto oficial, un Kaiser Manhattan modelo 1954 que era manejado por un chofer que hacía las veces de guía. “Así pudimos fotografiarnos (en la foto, Soriano es el primero de la izquierda) junto al primer pozo perforado en Neuquén”, acota Iachetti.
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