La historia de un sitio en el que la decisión personal está exenta de la intervención del algoritmo, atenta a la guía de los sentidos de cada uno.
Hay un tipo de silencio que no incomoda, sino que abriga. Es el silencio de lo que espera, de lo que sabe que su momento llegará. Así suena la Biblioteca de Ciencias Geológicas “José Ignacio Garate Zubillaga”, en el corazón del Museo Provincial de Ciencias Naturales Profesor Doctor Juan A. Olsacher, en Zapala.
Es un murmullo de hojas antiguas, de encuadernaciones que resisten el paso del tiempo como pueden, de sellos que traen ecos de otras instituciones, otros nombres, otras búsquedas.
En tiempos donde el algoritmo decide qué leer, cuánto, y por qué, hay algo rebelde —por no decir revolucionario— en abrir un libro impreso en 1956, en tocarlo, olerlo, leer entre líneas las marcas que dejaron otros lectores y otras vidas.
Frente a la obsolescencia programada del archivo digital, los libros de esta biblioteca son testigos de una duración más lenta, más humana. Una biblioteca que no solo guarda conocimiento, sino que también lo encarna.
El hombre detrás del nombre
Don José Ignacio Garate Zubillaga nació en 1936, en Alberti. Pero su historia —la que importa contar acá— empieza mucho después, cuando de adolescente camina junto a su perro por las areneras del Puerto de Olivos buscando restos fósiles, mientras Buenos Aires avanza sobre sí misma con la voracidad que le conocemos. Ese chico curioso se convirtió en un hombre apasionado que durante décadas fue el alma silenciosa del museo zapalino: su responsable administrativo entre 1960 y 1994, sí, pero sobre todo su motor, su cazador de piedras, su tejedor de vínculos con instituciones de todo el mundo.
Con una mezcla de pulso aventurero y tenacidad científica, Garate no solo recorrió la provincia recolectando fósiles y minerales; también construyó una red de intercambios que permitió formar una de las colecciones mineralógicas más completas del país. Algunos de sus hallazgos terminaron por bautizar especies nuevas, como la Myaphorella garatei o la Pseudofravella garatei, porque hay huellas que se graban más allá del mármol o del bronce. Se graban en la ciencia, que a veces —cuando quiere— también tiene memoria.
Entre piedras que hablan y libros que enseñan
El Museo Olsacher tiene algo que pocos espacios logran: un equilibrio poético entre lo geológico y lo simbólico. Los fósiles, claro, son su carta de presentación. Restos de un mundo que ya no está, pero que sigue hablándonos en lenguajes que solo algunos saben leer. Pero justo al lado, como una cámara secreta de sabiduría tranquila, aparece esta biblioteca que conserva 7.063 ejemplares especializados en geología, paleontología y biología. Una colección que empezó a armarse a fines del siglo pasado, pero que contiene fragmentos de siglos anteriores.
Hay también donaciones recientes, provenientes de bibliotecas personales de profesionales que decidieron confiar en este refugio patagónico su legado más íntimo: sus lecturas.
La biblioteca es para investigadores, se dice. Y es cierto. Pero también es para los que creen que el conocimiento tiene cuerpo, peso, temperatura. Que leer un libro es una forma de escuchar a alguien que ya no está. Que entre los márgenes de esos ejemplares también se esconden preguntas, anotaciones, exclamaciones escritas a mano. Pequeños gritos de entusiasmo o de duda que sobreviven al paso del tiempo.
En estos tiempos de inmediatez brutal, de scroll infinito, de saberes que caducan más rápido que un yogur, esta biblioteca se planta. No grita, no se queja. Pero resiste. Porque sabe que hay cosas que solo se aprenden lento. Que hay saberes que no admiten resumen ejecutivo ni versión beta. Que hay territorios donde la memoria se guarda en piedra… y en papel.
Y ahí está, en plena reestructuración, este espacio que es mucho más que estanterías. Es una trinchera afectiva, un gesto político, una apuesta cultural. Es también un homenaje permanente a quienes, como Garate, entendieron que no alcanza con acumular objetos si no se los rodea de sentido. Que cada libro es una conversación pendiente. Que cada estante puede ser una línea de tiempo.
Lo que guarda una biblioteca
Esta biblioteca no tiene glamour. No sale en rankings de influencers ni está en la lista de las diez cosas que tenés que hacer antes de morirte. Pero guarda algo que escasea: una ética del cuidado. Del detalle. De lo hecho con tiempo. Y sobre todo, del deseo de compartir lo que se sabe, sin especular con likes ni monetizaciones.
No todo lo viejo es valioso, claro. Pero hay cosas antiguas que siguen latiendo. Como este archivo de papel que, en medio de un museo lleno de fósiles, se permite ser fósil y al mismo tiempo brújula. Archivo, sí. Pero también promesa. Porque al final, los museos no solo cuentan lo que fuimos. También imaginan lo que podríamos ser.
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