La cotorra del organillero y la inauguración del Parque Central de Neuquén
Un episodio desopilante ocurrió el 22 de diciembre de 1986 cuando se organizó una fiesta para mostrar el nuevo espacio en el centro de la capital.
Terminaba el año 1986 y en la ciudad de Neuquén había una gran expectativa por la inauguración de una obra importante que cambiaría para siempre la fisonomía del centro de la capital: la inauguración del Parque Central.
La idea de intervenir y mejorar este espacio ubicado a lo largo de las vías del tren y de las decenas de casas que componían la colonia ferroviaria había nacido en 1975 con un proyecto que nunca prosperó por una serie de cuestiones burocráticas, aunque la más importante es que el uso de esas tierras y los trámites que la provincia tenía que hacer ante Ferrocarriles Argentinos para realizar obras que modificaran de una vez por todas ese sector que dividía la zona centro del Bajo.
En septiembre de 1986, durante los festejos de un nuevo aniversario de la ciudad, renació la idea a partir de la decisión de reubicar las casas que habían habitado durante años los trabajadores ferroviarios que, en su gran mayoría estaban abandonadas y semidestruidas y servía de refugio para muchas personas que cometían delitos en la zona comercial de los alrededores.
Las topadoras habían comenzado con la demolición de aquellas antiguas viviendas, pero hasta ese momento nadie tenía muy en claro qué hacer para embellecer las 12 hectáreas de tierra que quedarían allanadas después del paso de las máquinas.
Una idea en el aniversario de Neuquén
Fue el arquitecto Ramón Martínez Guarino, entonces secretario del COPADE, quien le propuso al gobernador Felipe Sapag hacer en ese lugar un enorme espacio verde que sirviera de pulmón en la zona centro y que se convirtiera en un predio de recreación para los neuquinos. Don Felipe no dudó y ordenó comenzar los trabajos cuanto antes. El objetivo sería terminarlo en tres meses, antes de que empezara a correr el año 1987.
Todo avanzó como estaba planeado, con pequeños cambios sobre la marcha, pero sin mayores inconvenientes con las obras que ya habían comenzado el año anterior: la construcción de áreas recreativas, recuperación de edificios históricos que habían pertenecido al ferrocarril, una playa de estacionamiento, un anfiteatro, un gimnasio cubierto y el ensanchamiento de las calles San Martín y Sarmiento. A eso se le sumaría ahora la parquización de todo el sector, con césped, plantas y árboles. En definitiva, la creación de un parque enorme.
Si bien las actividades de los festejos se realizaron durante casi una semana, fue el 22 de diciembre, en vísperas de las fiestas de fin de año, el día programado para la inauguración formal.
El organillero y la cotorra
El gobierno contrató a un especialista en fuegos artificiales que sería el organizador de una gran fiesta de colores en plena noche neuquina, algunos artistas locales que estarían amenizando con música y también habría algo inesperado para la mayoría de los asistentes: un organillero que estaba catalogado como el último de la ciudad de Buenos Aires -una leyenda viva- que sería el encargado de alegrar a grandes y chicos.
El artista, Manuel Balero, viajó a Neuquén en un avión de Aerolíneas Argentinas, acompañado de su antiguo organito y una cotorra, su compañera de trabajo. Como marcaba la tradición, la catita era la responsable de elegir pequeñas tarjetas de cartón donde estaba escrita una predicción de buena suerte y luego entregarlas a las personas a cambio de una moneda. Además de la tarjeta, quienes pagaban recibía un barquillo de masa dulce similar a un cucurucho. Mientras tanto, el organillero daba vueltas a un cilindro de metal que disparaba melodías alegres y, por lo general, bailables.
El oficio casi perdido que llegó a Neuquén
Ya en aquel entonces el oficio de hacer sonar el organito era un trabajo en vías de extinción. Durante décadas, decenas de personas se habían ganado la vida por las calles de Buenos Aires con esta práctica que había llegado de Europa con los primeros inmigrantes.
Por eso la llegada de Manuel era muy especial. Era el último y los medios de comunicación más importantes del país le habían dedicado espacio. Hasta la revista de Aerolíneas Argentinas le había dedicado la tapa.
El 22 de diciembre, cuando caían las últimas luces del atardecer y todo estaba listo para que comenzara la esperada fiesta de inauguración del Parque Central, ocurrió algo impensado que puso en vilo a los organizadores: Al organillero se le había dormido la cotorra.
- ¿¿¿Cómo que se le durmió la cotorra???
- Se le durmió porque se hizo de noche y la cotorra está acostumbrada a trabajar de día. Cuando no hay luz se duerme. No lo teníamos previsto.
- ¿¿¿Y entonces???
- Tendríamos que tratar de despertarla. Otra cosa no se me ocurre.
Por más que pareciera desopilante, la situación era grave porque sin cotorra, el espectáculo del organillero no tenía sentido. Si bien era él quien hacía sonar la música, la catita tenía el rol clave de elegir la tarjetita de la suerte y despertar la curiosidad de los chicos.
- ¿Y si le ponemos a alguien que entregue las tarjetitas?
- No va a funcionar. No va a tener la gracia de la cotorra. La única que nos queda es que le pongamos luz artificial para ver si se despierta.
Las luces del Parque Central no alcanzaban
El operativo gubernamental para despertar a la cotorra se puso en marcha inmediatamente y fue tan rápido como eficaz. Alguien de la organización desmontó un reflector que alumbraba en otro sector del parque y lo colocó frente al puesto del organillero. Una vez terminado todo el cableado y la instalación, el propio Martínez Guarino apretó el interruptor y un potente haz de luz iluminó el stand como si fuera de día. Al cabo de un par de minutos, y ante la atenta mirada del resto de los funcionarios, la cotorra abrió los ojos. Todos respiraron aliviados. Solo faltaba celebrar.
La inauguración del Parque Central, aquel 22 de diciembre fue realmente una fiesta. Centenares de fuegos artificiales alumbraron la noche neuquina después de los discursos del gobernador y del intendente, y la música llegó hasta cada rincón de ese espacio que, con el tiempo, se convertiría en un lugar icónico para los neuquinos.
Manuel, el último organillero, hizo girar la manija del organito una y otra vez, mientras su compañera -seguramente con algo de sueño por la trasnochada- repartía suertes y generaba sonrisas entre el público que compraba barquillos y tarjetitas que predecían el futuro.
Es una pequeña anécdota dentro de la gran historia que dio origen al Parque Central. Apenas un detalle curioso que había quedado guardado entre los papeles, pero que también sirve para enriquecer el pasado y la cultura de una ciudad que sigue cambiando con el paso del tiempo.
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