La historia de la canción que un abuelo escribió tras la muerte de su nieto en un gimnasio de Santa Genoveva
Emilio Molina ama ser abuelo. Hace poco más de dos meses, la trágica e inesperada muerte de su nieto Juan Ignacio, de 14 años, lo inspiró a escribir para calmar el dolor.
Las charlas y los silencios cuando salían a pescar; los viajes, las rutas y los caminos; verlo llegar; saberlo durmiendo en la habitación que tenía en su casa; los abrazos, la sonrisa; escucharlo decir “abuelo, te quiero”. Hay muchas cosas que Emilio Molina extraña de su nieto Juan Ignacio Toledano Molina, el adolescente de 14 años que falleció a mediados de agosto después de descompensarse mientras entrenaba en un gimnasio del barrio Santa Genoveva.
Desde el norte neuquino, donde está de viaje por su trabajo en Recursos Hídricos de la provincia, Emilio intenta explicar el dolor que implica haber perdido a su nieto mayor, ponerle palabra a lo innombrable. Su voz se escucha apesadumbrada, lenta, como quien carga de forma permanente un dolor colosal.
“Seguimos por los otros nietos. La familia sostiene a la familia, porque en realidad sufrimos todos. La pérdida de un nieto implica el dolor por esa pérdida, pero también el dolor de ver sufrir a tus hijos. Son dolores muy diferentes, pero a toda esa unidad, ese amor de familia, es la que nos da fuerzas. Y por supuesto ver cómo mi hija y mis otros dos nietos están afrontando todo”, dice.
Para lidiar con ese dolor, a los pocos días de perder a su nieto, Emilio se puso a escribir, algo que no hacía habitualmente. Primero fueron frases sueltas, algunos pensamientos que le venían a la mente, hasta que los fue uniendo y notó que tenían forma de canción. Cuando estuvo terminada, contactó a través del Instagram al músico y compositor Ernesto Guevara, un tucumano que hace décadas vive en la región y que tiene un amplio recorrido en el folklore; sus canciones son parte del repertorio de grandes referentes de la música popular, es fundador del Dúo El Vislumbre y fue músico de Raly Barrionuevo, entre otras cosas.
Una zamba para Juan
“Hola Ernesto, cómo estás, disculpa el atrevimiento de escribirte. Nos conocimos hace varios años en un asado en la casa de un amigo en común en Piedra de Águila, no sé si te acordás de mí. Bueno, te escribo para mandarte un poema que escribí para mi nieto que falleció hace poquito y me encantaría que le pongas una música. Me parece que es una zamba”, decía el mensaje que recibió Ernesto en su Instagram. La propuesta lo sorprendió, pero como siempre, lo encontró a las corridas, y no era algo para hacer algo así nomás, quería dedicarle presencia; le respondió que cuando tuviera un tiempo lo iba a leer con tranquilidad.
Una semana después, Emilio volvió a contactarlo. Ernesto aún no había encontrado el tiempo necesario para leer, sin embargo ese día paró todo lo que estaba haciendo y lo leyó. Las palabras le quedaron resonando. Más tarde se fue a trabajar y en medio de las clases, encontró una hora sanguchito en la escuela, agarró su guitarra y la música fluyó naturalmente, como sucede muchas veces en los procesos auténticos, con lo que nace “desde una verdad”, como dice Ernesto. Al otro día la grabó, y se la envió a Emilio, que la recibió como un gran regalo. Es una primera versión, aclara Ernesto, aunque planea poder hacerle algunos arreglos y grabarla con otras herramientas para poder dejar un buen registro de esa obra conjunta e inesperada.
“Cada flor que despierta en el patio/ trae tu risa queriendo jugar / y en el aire me queda tu canto/ como río que no morirá / Mi pequeño pañuelo del alma /luz temprana que quiere volar/ te recuerdo en la ronda del tiempo /y en mi pecho te vuelvo a abrazar”, la voz de Ernesto acompaña con dulzura los versos de Emilio sobre la zamba -sí, era una zamba que algún día también se hará danza, miradas y pañuelo-. La guitarra avanza con arpegios delicados y parece un arrullo para dormir la tristeza.
Un nieto amoroso
“Uno hace cosas, planta un árbol, escribe, uno simplemente busca acercarse de alguna manera, poder lidiar con su ausencia”, dice Emilio sobre la canción y las formas cotidianas que va encontrando para aferrarse a su nieto.
Juan Ignacio era el mayor de sus tres nietos. Su hija lo tuvo cuando era muy joven, y él y su esposa Cecilia también fueron abuelos jóvenes y felices. Lo esperaron con mucho amor y ansiedad y su llegada implicó una alegría que jamás habían sentido: “Ver que tu hija tiene un hijo es una sensación indescriptible, yo no podría explicarlo, la felicidad te desborda”, explica. Quizá por eso era un niño muy apegado y mimoso, que siempre quería estar cerca de sus abuelos, que necesitaba del abrazo, del contacto.
También era un niño sano, por lo que su muerte resultó inesperada. La tarde del 22 de agosto, mientras entrenaba en un gimnasio ubicado en la calle Islas Malvinas al 200 y sin que nadie pudiera preverlo, se descompensó y apenas horas más tarde fue diagnosticado de muerte cerebral. En medio del dolor y el desconcierto sus padres decidieron donar sus órganos. “Con un niño uno tiene miedo de que se lastime, que se enferme, pero miedo de que se muera no lo tenés nunca. Me reconforta la valentía y determinación de sus padres, han sido muy fuertes desde el día de la decisión de donar sus órganos, con todo lo que eso implica. Todo inesperado, pero muy bien afrontada”, dice.
El homenaje de sus compañeros
Juan Ignacio era alumno del 2 “D” del CPEM 46. Para sus compañeros y compañeras su muerte también fue un golpe durísimo. En conjunto con sus familias, decidieron homenajearlo y matizar el dolor con un mural. Emilio explica que en paralelo y unos días antes, compartió la canción entre amigos y que de alguna forma llegó al padre de uno de los chicos que iban con su nieto a la escuela y entonces desde el equipo directivo de la comunidad escolar le consultaron si Ernesto podría asistir a cantar la canción el día de la inauguración.
El patio de la escuela ya estaba iluminado con un mural hermoso que diseñaron entre todos. “Amigo, te recordaremos siempre”, dice bajo una imagen de Juan dándole la mano a alguien que no se ve pero que representa un todos. Ernesto llegó a las corridas porque coincidía con el horario en que salía de la escuela de donde trabaja, pero en el momento justo. La canción que compuso el abuelo Emilio comenzó a sonar entre los compañeros, sus madres y padres, docentes y la familia de Juan.
“En los brazos del viento de nombro/ luz temprana que supo brillar/una estrella se enciende en el cielo/ tu sonrisa ya vuelve a alumbrar/ Hay un árbol que guarda tu nombre/sus raíces ya saben guiar/cuando miro su sombra me encuentro/con tu mano queriéndome hablar/Aunque el mundo me duela en silencio/tu memoria sabe sanar/eres llama que nunca se apaga/sos mi niño, mi eterno cantar”.
La música queda sonando en el aire y se va haciendo un lugar en el pecho de todos. Cuando termina, Ernesto deja la guitarra y va a abrazar a la mamá y al papá de Juan. Entonces se quiebra y es en esa comunión, en el dolor que se comparte, donde la canción empieza a vivir. “Soy una persona simple, un trabajador más. Escribí esto de corazón para mi nieto”, dice Emilio. Mientras escribo pienso que olvidé preguntarle si cree en Dios, si imagina que su nieto está en algún lado mirándolo. Pero tengo sus palabras que dicen: nada de nada me devuelve a mi nieto. Es cierto: lo irreversible, lo tan atroz de la muerte. Y entre las certezas y el dolor imposible también hay un lugar para la canción, ese cielo de los recuerdos, un lugar donde volver a encontrarse.
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