Cómo se vive el Dieciocho en la intimidad de una familia chilena y en pleno Villa Ceferino
Hace medio siglo que los Martínez Riquelme celebran la madre Patria desde casa. Nostalgia, gratitud y un amor compartido.
Desde la vereda de la calle Dr. Ramón, en el barrio Villa Ceferino de Neuquén, se escucha llegar de lejos el biribiri bí bibiri bí de la cueca. Parece estar flotando, como un perfume, entre las plantas que Carmen Riquelme tiene en el patio de enfrente. “Tengo mano verde como mamá”, dice Danilo, mientras golpea la puerta con una herradura de caballo. “¡Voy!”, grita alguien del otro lado, también allá lejos. Están todos en el fondo, un patio que unos días más la primavera va a llenar de verde y un quincho sencillo, con todo lo necesario: una buena parrilla, un horno de barro, una mesa larga, y mucha gente querida para habitarlo.
Hace 51 años que Julio Martínez y Carmen Riquelme festejan el Dieciocho, la fiesta patria irrenunciable y más popular de Chile, de este lado de la cordillera. Casi tantos años como los que llevan juntos amasando a esta pila de hijos, nietos, amigos que hoy los acompañan, aunque faltan algunos. El año que viene, van a cumplir 60 años de casados, de un amor que empezó allá por el campo valdiviano, cuando Julio le prometió a Carmen que iba a ganar un partido de fútbol para ella. Muchos goles y cartas después, llegaron los primeros hijos y también Puerto Montt. Julio siempre fue un laburante, trabajaba a destajo en el puerto, donde era delegado.
—¡Que traigan limones y cerveza negra! —grita Carmen para que le avisen a la nieta, mientras cierra una empanada. A sus setenta y largos, anda subida a unas botas con taco dirigiendo la mesa de producción gastronómica. Todos trabajan: los hijos, las amigas, nuera, el nieterío, la periodista. Carmen dice que este pino es de ella, bien tradicional, de carne, cebolla, verdeo, ají secado y molido en casa, pero que cualquiera podría hacerlo porque desde chiquitos todos aprendieron a cocinar, porque no hay fiesta sin empanadas, ni vida si no se celebra.
Carmen colgó algunas banderas chilenas en diferentes alturas y unos banderines sobre la mesa de las empanadas. Se lamenta porque faltó el mantel, pero buscando encontró la bandera grande y está contenta. Dice que, en Chile, apenas comienza septiembre la gente ya va sacando las suyas, que es casi un deber moral.
En la punta de la mesa, Julio, el más chico de los hijos, estira la masa, que él mismo hizo, a dos pastalindas. Tres kilos con margarina, tres, con grasa, unas para horno, las otras para freír. Junto a una de las amigas de los viejos, va tamizando y estirando gradualmente los bollitos en el rodillo: de uno a seis. Después las señoras, cortamos con discos, rellenamos con una cucharada de pino, huevo y aceitunas y cerramos con un buen repulgue.
La ramada neuquina
Las cuecas salen unas tras otras del parlante y alientan al vino y a los pies. Javier, el hijo mayor, agarra el repasador como pañuelo e invita a bailar a la mamá y entonces hay hartas palmas y gritos para acompañar la zapateada, de esa cueca saltadita de la ramada de Villa Ceferino.
Danilo busca en vaso en la alacena para preparar la Chupilca. Encuentra un medidor fernetero de aluminio que tiene grabada la imagen de Messi con la Copa del Mundo y un “¿qué mirá, bobo?”. Azúcar, ñaco, cerveza negra y a revuelve. “Esto reanima hasta un finado”, dice, y antes de pasarla a la ronda de la parentela, le da un trago hondo.
Las empanadas crujen y bailan en la grasa, bajo la atenta mirada de Javier y su papá, que las van pescando con una espumadera y colocándolas sobre una capa de papel de rollos de cocina. A esta altura de la noche hay unas cuentas botellas de vino abiertas y corchos tirados en el piso. Alguien preparó un vaso de gaseosa de pomelo con tinto, que también anda de mano en mano. De fondo se escuchan las risas de los nietos; la más chiquita ya es adolescente. Cada tanto uno de ellos se sale de la ronda para ir a darles un abrazo a los abuelos.
Cuando salen las primeras tandas de empanadas, todos se apuran a ir hasta la fuente y empieza la verdadera fiesta. Calientes, jugosas, picantitas, con limón para quien guste, bien dieciocheras: nada que envidiar a las que mandan en fotos los parientes de Valdivia.
La noche de los rotos neuquinos transcurre entre charlas, vinos y alegría. No hay tensiones, ni falta nada, sólo algunos queridos, pero que tan cerca están… Septiembre es un mes de festejo para toda la familia, hay varios cumpleaños y el Dieciocho viene a coronar. El Dieciocho es la Patria que se lleva prendida con alfileres al corazón: la justa, la compartida, la de los iguales, la Chile que aún espera. El Dieciocho es un ratito de creer, pueblo sin heridas, ni traidores. El Dieciocho es de todos: sin alambrado y sin apellidos.
Argentina, el nuevo hogar
Hace unos días también fue el cumpleaños de Julio: 83 años, no aparenta. Es un tipo sereno, apacible, de sonrisa franca. Dice que alguien lo alertó: se tenía que ir esa misma noche o lo iban a chupar. La dictadura de Pinochet avanzaba feroz, mostrando los colmillos y destruyendo. Era abril y aún la cordillera no terminaba de cerrarse bajo la nieve. Guardó lo que pudo en un bolso, se puso el mejor calzado, se despidió de los niños y Carmen y se fue solo, cargando una tristeza imposible, dejando en las espaldas tierra, pueblo, familia y fe. El 1° de mayo ya estaba en Bariloche y al otro día partió rumbo a Chubut.
Julio era un obrero muy calificado, enseguida encontró trabajo en la construcción de la presa Hidroeléctrica Futaleufú. Pudo hacer pie. Pudo, después de atravesar la espesa bruma del desasosiego al que a tantos chilenos empujó Pinochet, historia que, con otros matices, bien conocemos. Al tiempo pudo recibir a su familia y unos cuantos meses después nació Danilo.
Cuando terminó, los trasladaron a Jujuy para trabajar durante algunos años en otro proyecto de represa. Ahí nació el más chiquito de los Martínez, el gran empanadero jujeño y, poco después, se vinieron a Neuquén para que Julio pudiera ser parte de la construcción de la hidroeléctrica Piedra del Águila. Por consiguiente, fue parte de la histórica huelga que trajo a más de 1200 trabajadores marchando 260 kilómetros hasta la capital neuquina, en reclamo por las condiciones de seguridad por demás precarias, que habían terminado con la vida de varios obreros.
“Nosotros tenemos el corazón dividido en dos. Argentina es nuestro amor. Nos abrió un panorama, nos dio la posibilidad de un mañana cuando veníamos absolutamente tristes y desilusionados por el Pinocho. Argentina nos permitió realizarnos. Para una mujer chilena no como yo, Neuquén también implicó tener otra vida, pude ser trabajadora del Estado, yo no lo olvido”, dice Carmen.
Entre brindis y brindis, la noche ya tiene guitarras. Pasan Violeta Parra, Victor Jara, Inti Illimani. También Gieco, Piero, Fandermole. Al otro día, la mayoría trabaja y aunque el carrete ya se extendió de las 12, es Dieciocho po. “Abre la muralla”, grita el coro que acompaña a los guitarreros, evocando la poesía de Nicolás Guillén que inmortalizaron unos Quilapayún. Otra época, otra Chile, otra Latinoamérica.
—¿Quién es?
—La paloma y el laurel...
—¡Abre la muralla!
—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—El gusano y el ciempiés...
—¡Cierra la muralla!
Carmen se sienta en la pierna de Julio a mirar a los nietos. Se apuran en decirme que no deje de acompañarlos en el aniversario de los 60. Voy a estar, le digo y me prometo. El coro sigue cantando cada vez más encendido. “En esta casa somos eso”, dice Carmen: “Al corazón del amigo, abre la muralla”.
Según el censo de 2022, más de 21 mil personas nacidas en Chile viven en la provincia de Neuquén. No es sólo inmigración, es identidad. A los hermanos: abre la muralla.
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