Hace 10 años Alejandro y Valeria encontraron un colectivo abandonado. Lo rescataron, restauraron y convirtieron en una parada obligada camino al Río Limay.
Hace casi diez años, Alejandro Saloniti y su compañera Valeria Ali encontraron un colectivo abandonado entre álamos y tierra de chacra, en China Muerta. Lo rescataron, lo restauraron y lo convirtieron en el Expreso China Muerta, un carrito de comidas que hoy es una parada obligada camino al río Limay. Lo que empezó como una ocurrencia frente al polvo y el paso de los autos terminó siendo un símbolo de encuentro y pertenencia.
Por la primera entrada a China Muerta desde la Ruta 22, camino al río Limay, el paisaje se abre entre álamos, chacras y caminos de ripio. A pocos kilómetros de Plottier, en esa zona donde la ciudad se apaga, una silueta pintada de un verde especial llama la atención: un viejo colectivo Bedford de 1964, convertido en un carrito de comidas.
Ahí está el Expreso China Muerta, un emprendimiento que nació casi de la basura y que hoy es parte del mapa afectivo de la región. Y con ese cariño de base es que en los últimos días Alejandro decidió apostar todo a su emprendimiento y renunció al cargo que tenía en la administración pública para dedicarse de lleno a su lugar.
“Cuando nos mudamos a China Muerta, me la pasaba regando la calle porque en verano era un infierno de autos que iban al río”, recordó Alejandro, el creador del Expreso, con una sonrisa que mezcla asombro y orgullo. “Me acuerdo de que ese verano decían que La Herradura estaba contaminada y toda la gente se empezó a venir para este lado. Yo los veía pasar y pensaba: acá tengo que armar algo”, compartió con LMNeuquén.
La idea fue tomando forma entre mates y tierra mojada. Primero imaginó comprar un carro de comidas, pero los costos lo frenaron. Después pensó en construirlo desde cero, con hierro. Tampoco le cerraba. Hasta que un amigo, Ángel Rondanina -“que en paz descanse”-, dijo Alejandro—, le dio el empujón que necesitaba: “Mirá, hay un colectivo tirado acá cerca, lo tiene un amigo, andá a verlo”. Y cuando lo vio, se enamoró.
“El colectivo estaba hecho pedazos, era gallinero, depósito, de todo un poco. Pero yo supe que era lo que buscaba. Lo vi y dije: este es. Y así fue”, contó. Con ayuda de algunos amigos y de David, el dueño del terreno, lograron sacarlo de donde estaba. “Tardamos dos horas en moverlo cuatro kilómetros. Fue una odisea. Había que cruzar un puente, empujarlo, cuidarlo. Llegamos a casa de noche, agotados, pero felices", recordó de los inicios del nacimiento de su emprendimiento.
Valeria, su compañera, no podía creerlo. “Cuando lo vio, me preguntó qué iba a hacer con eso. Era un pedazo de chatarra. Pero yo en mi mente ya lo veía armado, como después fue”, aseguró.
El nacimiento del Expreso
El colectivo tenía una inscripción en los costados: Empresa S.A.D.. Alejandro pensó que decía Expreso S.A.D., y ahí surgió el nombre que lo acompañaría para siempre: Expreso China Muerta.
Con el tiempo, supo que se trataba de un viejo Bedford de 1964, una de las dos unidades que una pequeña empresa de Corrientes había tenido en funcionamiento. “Intenté rastrear su historia, ver fotos, hablar con alguien que lo recordara, pero fue imposible. Me hubiera encantado saber más. Así que decidí escribirle una nueva historia”, aseguró.
Esa historia empezó a tomar forma con paciencia y mucho trabajo. Alejandro desarmó el colectivo entero, lo limpió, hizo las instalaciones eléctricas, de gas, y hasta levantó las bases donde lo apoyaría. “Todo lo hice yo. Tenía algunas herramientas y muchas ganas”, dijo.
Le llevó dos años convertir la carcasa en un espacio cálido y funcional, con ventanillas que hoy sirven para despachar hamburguesas, lomos y papas fritas, y una barra hecha con madera de álamo.
En ese proceso no estuvo solo. La Municipalidad de Plottier le dio una mano clave. “En ese momento el intendente era Andrés Peressini, y cuando le conté la idea me dijo dale, metele, está buenísima. No sabía ni cómo habilitar un carro, pero ellos me ayudaron. Adriana, la directora de Turismo, incluso quiso declararlo punto turístico. Llegó a estar en la lista de lugares emblemáticos de Plottier”, contó.
Cuando el Expreso abrió sus ventanillas por primera vez, hace ya nueve años, Alejandro y Valeria no imaginaban la dimensión que alcanzaría. “Yo nunca le di tanta importancia a la comida. Sentía que lo que vendía no era un lomo o una hamburguesa, sino una experiencia. La gente no viene solo a comer, viene a vivir un rato distinto”, aseguró.
Y tiene razón. Quien llega al Expreso no solo encuentra platos abundantes y buena atención, sino una escena: mesas bajo los álamos, el aire fresco del río, el sonido de los pájaros y ese colectivo verde que parece haber detenido el tiempo.
“Yo siempre digo que el Expreso convoca. No hace falta publicidad: la gente viene porque se siente bien acá”, agregó.
Desde el primer día, Alejandro tuvo claro que la atención debía ser parte del alma del lugar. “Me gusta atender bien a la gente, me parece que eso escasea. Así que me dediqué a eso. Cada persona que llegaba la anotábamos en un cuaderno: su nombre, lo que pedía. Después me acordaba. Hoy, muchos de mis amigos salieron del Expreso. Se armó una comunidad hermosa”, dijo.
Esa cercanía se transformó en su sello. “A veces la gente venía una sola vez, pero cuando volvían parecía que nos conocíamos hacía mucho. Eso generó algo muy lindo, un sentido de pertenencia", compartió.
Anécdotas y afectos
A lo largo de los años, el Expreso fue escenario de cientos de historias. Algunas cotidianas, otras memorables. Alejandro guarda dos con especial cariño.
Una fue el cumpleaños de una abuela de China Muerta, que quiso festejar sus 70 años ahí. “Me llamó y me dijo: mi sueño es pasar mi cumpleaños en el Expreso. Fue un miércoles, pospandemia, no había nadie. Vinieron ella, su hijo, su nuera y nosotros. Cinco personas nomás, pero fue hermoso. Olivia Estaba feliz”, recordó emocionado.
La otra historia llegó desde mucho más lejos. “Una vez vino un chico que corrió el Dakar en Perú. Se llevó la gorra del Expreso, y cuando vi la foto de la largada, allá, con la gorra puesta, no lo podía creer. Había venido una sola vez y ya era fanático", sonrió.
Con el tiempo, por cuestiones laborales, Alejandro debió cerrar el Expreso durante dos años. Abrió un local en Plottier, pero no era lo mismo. “Extrañaba el lugar, el verde, la gente. Me di cuenta de que mi lugar era este. Así que lo volví a abrir el año pasado, y sentí que todo volvía a tener sentido”, destacó.
Más que un carrito
El menú del Expreso es simple: lomos, hamburguesas, milanesas, panchos, nuggets, papas fritas y cerveza artesanal. “Un lomo completo sale 22 mil pesos, la hamburguesa 17 mil. Todo con papas. Pero lo importante no es eso”, insiste Alejandro.
Y repite una frase que le dijo un amigo: “Vos no vendés lomos, vendés el lugar. La gente viene al Expreso porque acá vive una experiencia”, aseguró.
Esa experiencia empieza en el camino: a solo dos kilómetros de la ruta, un sendero de tierra lleva al corazón de China Muerta. De noche, las luces cálidas del colectivo se asoman entre los árboles. “Es increíble. A dos kilómetros de la ruta te encontrás con un lugar así, iluminado, lleno de vida, en medio de la nada”, contó, todavía maravillado.
Nada de lo que hay allí es casual. Alejandro cuidó cada detalle: los árboles que rodean el predio son los mismos que estaban antes. No se cortó ninguno. Las maderas que adornan las mesas son de álamo. “Siempre tratamos de respetar el entorno. Que el lugar se integre al paisaje, que no lo invada”, explicó.
Por eso, el Expreso no es solo un carrito de comidas: es un refugio rural donde la comida se mezcla con la memoria y el paisaje. Donde la gente se baja del auto, respira, y se siente parte de algo más lento y más humano.
Última apuesta
Hoy, Alejandro apostó todo al proyecto. Dejó su trabajo en la Provincia -donde trabajó durante 23 años- para dedicarse por completo al Expreso China Muerta. “Fue una decisión difícil, pero necesaria. Sentía que el lugar me pedía más de mí. Es donde quiero estar”, confesó.
Y tiene nuevos planes: construir un horno de barro, sumar pizzas y empanadas, abrir todo el día y, si todo sale bien, conseguir otro colectivo viejo para ampliar el espacio. “Sueño con tener uno o dos colectivos más, donde la gente pueda comer adentro en invierno. Ese es mi desafío. Lo voy a cumplir”, sentenció.
Mientras tanto, el Expreso sigue encendido. Bajo los álamos, entre el perfume de la tierra y el murmullo del Limay, el viejo colectivo continúa su viaje inmóvil, cargando historias, risas y sueños. “Yo siempre digo que el Expreso no tiene techo. Mientras haya ganas y gente que lo quiera, va a seguir andando”, concluyó.
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