El 16 de septiembre de 1976, la última dictadura cívico militar perpetró uno de sus ataques más escalofriantes. El testimonio de aquellos pibes que nunca volvieron a ser los mismos.
Entraron pateando puertas y violando intimidades. Con sus rostros encapuchados, armados, intimidatorios y violentos, los denominados “grupos de tareas” que operaban en los tiempos de la última dictadura, integrados mayormente por policías y militares de civil, no se quedaban sólo en las amenazas, sino que las concretaban, consumando detenciones ilegales y clandestinas. Secuestros, lisos y llanos, que seguían con torturas y todas las degradaciones humanas posibles antes del final. Hace 45 años ocurría uno de esos hechos, de los más trascendentes en aquellos años de plomo que el tiempo conoció como La Noche de los Lápices.
En la madrugada del 16 de septiembre de 1976, seis adolescentes, estudiantes secundarios, fueron “chupados”. Otro ya había sido secuestrado una semana antes y tres más fueron llevados entre el 17 y el 23 de septiembre. De esta decena de chicos, todos menores de 18 años, sólo cuatro sobrevivieron.
Y sin dudas que la palabra justa es decir que “sobrevivieron”, porque recuperar la libertad parece mucho considerando los tormentos que pasaron en los más de tres meses de cautiverio y la cruz que cargaron el resto de sus vidas hasta el día de hoy. Nunca se sintieron liberados de aquella brutal experiencia. Pablo Díaz se convirtió en el sobreviviente más conocido de aquel cuarteto, porque fue quien -además de brindar su testimonio ante la CONADEP- colaboró en el guión de la película “La Noche de los Lápices” que echó luz sobre este tema desde su mirada y recuerdo adolescente. Y hace poco reconoció que él, durante los primeros años de la vuelta a la democracia en la década del 80, relataba sus vivencias y calificaba a las personas que lo habían sometido (a él, a sus amigos y a otras personas a las que conoció detenido) como “monstruos” o “animales”.
Y un día, al término de una conferencia en la que contó esas tremendas experiencias, el famoso director de cine, el japonés Akira Kurosawa, se le acercó y le dijo con simpleza: “Te pido un favor: nunca más le saques al ser humano la responsabilidad de lo que es capaz de hacer”. Pablo Díaz lo entendió y lo aceptó para siempre: el hombre es capaz de muchísimas cosas, incluso convertirse en hacedor de las mayores bajezas.
Él fue el último en ser secuestrado: se lo llevaron el 23 de septiembre. Aunque estaba en estado de alarma desde el 8, cuando en el grupo de militantes secundarios corrió la noticia de que se habían llevado a Gustavo Calotti, quien estaba a pocos días de cumplir 18 años. Todos eran de la ciudad de La Plata, lugar de fuerte presencia del terrorismo de Estado (la Bonaerense estaba al mando de Ramón Camps y Miguel Etchecotalz) y también de mucha resistencia a los militares que habían asaltado el poder el 24 de marzo de aquel año, con el aval -por acción u omisión- de buena parte de la sociedad civil.
Un año antes, alumnos de los colegios de La Plata, que formaban parte de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios) y que en la mayoría de los casos tenían militancia política en sectores de izquierda, habían participado de una multitudinaria marcha que reclamaba por el llamado “boleto estudiantil”, que no era ni más ni menos que una tarifa reducida en el transporte público para los estudiantes secundarios. Aquella lucha en todavía tiempos democráticos y la resistencia política -desde la clandestinidad- ya en tiempos de la dictadura, los ubicaron en la mira policial y militar.
En la madrugada del 16 de septiembre, los grupos de tareas se metieron en la casa de Horacio Ungaro, de 17 años, y lo secuestraron. Junto a él también cayó Daniel Racero (18), que se había quedado a dormir con la familia Ungaro. Lo mismo ocurrió -en operativos paralelos- con Claudio De Acha (17), Francisco López Muntaner (16), Claudia Falcone (16) y María Clara Ciocchini (18). Al día siguiente, la razia continuó con Patricia Miranda (17) y Emilce Moler (17), quien cada vez que se enteraba del secuestro de algún militante, trataba de dormir en una casa en la que no la fuesen a buscar.
Aquella noche se sintió segura quedándose en su propio hogar, donde su papá, jubilado de la policía, podría resultar un buen escudo. Pero no ocurrió como lo pensaba. Quizá la única atención “especial” que recibió en ese momento fue que sus captores le permitieran cambiarse antes de llevarla. Calotti, Miranda, Moler y Díaz fueron los únicos que aparecieron; el resto, los seis que fueron detenidos hace exactamente 45 años, aún están desaparecidos, aunque se estima que fueron fusilados en enero de 1977.
Primero habían sido llevados al centro de detención clandestino conocido como el “Pozo de Arana”, en La Plata, donde fueron torturados y luego los trasladaron al “Pozo de Banfield”, otro lugar de detención ilegal, donde funcionaba la Brigada de Investigaciones de esa localidad bonaerense. De acuerdo al testimonio de Pablo Díaz, quien dejó de ser un detenido “clandestino” para ser uno “legal” el 28 de diciembre de 1976, hasta el momento en que él abandonó ese lugar, los otros seis estaban vivos. Con un deterioro físico y emocional tan grande como el que el propio Díaz tenía, pero aún se encontraban con vida.
“Cuando me despedí de ellos, me pidieron que no los olvidara y yo les prometí que iban a salir”, cuenta Pablo, quien hoy tiene 63 años y cumple con su deber moral de no olvidar a sus amigos de la adolescencia y también con su promesa, desde un punto metafórico, porque sostiene que recordándolos, contando qué vivieron y quiénes fueron, aquellos seis chicos dejaron de ser simples desaparecidos, no son sólo un nombre más.
Emilce Moler califica como “el infierno” el momento en que dejó su casa a la fuerza, secuestrada. Luego de haber sido pasada a disposición del Poder Ejecutivo Nacional en 1977, o sea de haber sido consideraba una “presa legal”, fue al Penal porteño de Villa Devoto donde estuvo más de un año. Ahí se hizo fuerte mentalmente, bajo el concepto de “podrán hacer lo que quieran con mi cuerpo, pero no con mi mente”. En abril de 1978 dejó la cárcel para entrar en un régimen de “libertad vigilada”. Entre tantas condiciones, había una fundamental: no podía pisar la ciudad de La Plata porque aquella chica que aún no había cumplido 20 años era considerada “peligrosa”.
Con su familia se mudaron a Mar del Plata, donde los militares controlaban sus movimientos y ella debía presentarse regularmente en una comisaría a rendir cuentas. En tanto, aprovechó para caminar por la playa, mirando el mar y buscando quién sabe qué en el horizonte. Mientras, estudió matemáticas porque una carrera de ciencias sociales la haría pensar más de lo que su cabeza podría aguantar. Cuando pudo volver a La Plata, en octubre de 1983, para votar en las primeras elecciones después del golpe del 76, se sintió un fantasma, porque muchos vecinos no la veían desde el 16 de septiembre de 1976 y no sabían si estaba viva, muerta o desaparecida. “Me duele recorrer La Plata, me cuesta caminar, son todas ausencias”, reflexiona Emilce, quien tiene dos hijas, un hijo y tres nietas, y además de haberse recibido de profesora de matemáticas se doctoró en bioingeniería. Y, por supuesto, trabaja activamente con organizaciones de derechos humanos.
Gustavo Calotti también es docente y después de exiliarse en Francia tras sobrevivir a su detención clandestina, se radicó en Mar del Plata y hace unos años fue uno de los que impulsó el repudio a la prisión domiciliaria del ex policía Miguel Etchecolatz -ocho veces condenado por crímenes de lesa humanidad y vinculado con la desaparición de uno de los chicos de La Noche de los Lápices- quien la cumplió durante más de tres en la localidad balnearia, en la zona del bosque Peralta Ramos -casualmente cerca de donde vive Calotti- antes de que la Justicia lo vuelva a mandar al penal de Ezeiza.
La cuarta sobreviviente fue Patricia Miranda, secuestrada junto a Emilce Moler, aunque ella no era militante y sólo estudiaba matemáticas con su amiga. Aun así, fue secuestrada, torturada y luego pasó dos años presa en Devoto. Nunca dio testimonio de sus vivencias, aunque según la propia Moler contó “nunca militó, ni siquiera era allegada. No entendía nada. Estando en Devoto se murió su mamá, pidió permiso para ir al velorio y no la dejaron. Fue terrible lo que le tocó pasar”.
Para estos 45 años de La Noche de los Lápices, se anuncia una caravana y una marcha por la ciudad de La Plata. Un homenaje más, como ocurre anualmente, recordando la lucha de aquellos tiempos y el padecimiento de este grupo de estudiantes secundarios, de estos chicos que no tenían más de 18 años cuando el horror les atravesó la vida.
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