Después de 53 años de historia, el tradicional comercio cerrará este domingo. Fue uno de los primeros de la ciudad que marcó por su calidez y dedicación.
Después de 53 años de vida, el emblemático Vivero Moriyama cierra definitivamente sus puertas este domingo. Fundado por la pareja japonesa Hiroshi Moriyama y Toyoko Omoteyama -a quien todos conocían como Cristina-, fue uno de los primeros viveros de la ciudad. Allí crecieron sus siete hijos y miles de vecinos encontraron no solo plantas, sino también la calidez y la paciencia de una familia que convirtió el trabajo en una forma de vida.
La noticia corre de boca en boca entre vecinos de Neuquén: este domingo será la última jornada del Vivero Moriyama. El mismo lugar que, durante más de cinco décadas acompañó la vida verde de la ciudad cerrará sus portones para siempre. En ese predio, ubicado en J. Lastra 7356 y marcado por años de trabajo, se resume buena parte de la historia de una familia inmigrante y de una ciudad que también creció.
“Me da tristeza. Nací acá, crecí entre plantas, y verlo ahora con tan poquitas es fuerte. Es una etapa cumplida”, admitió Mario Moriyama a LMNeuquén, uno de los hijos de Hiroshi y Cristina, para explicar la decisión de no renovar la licencia comercial que vence este 22 de septiembre. “La economía ya no da, no hay ventas. Solo trabajamos para pagar impuestos”, agregó, con la serenidad de quien dedicó toda una vida al emprendimiento familiar.
Los comienzos: de Japón a Neuquén
La historia arranca mucho antes de que existiera el vivero. Hiroshi Moriyama dejó Japón siendo apenas un joven de 20 años. Había crecido entre cultivos y plantaciones urbanas, formándose como agrónomo en su adolescencia. Llegó a Buenos Aires y allí conoció a Toyoko Omoteyama, a quien todos en Neuquén llamaban Cristina. Ella había llegado a la Argentina de niña, con apenas cuatro o cinco años, y ya se sentía más argentina que japonesa.
Él se enamoró de la hija del patrón y a pesar de que eso no gustó mucho en la familia el amor ganó la batalla e iniciaron una vida juntos. Primero vivieron un tiempo en Buenos Aires, donde Hiroshi trabajó en viveros y cultivos de claveles. Después se trasladaron a General Roca, en Río Negro, donde él consiguió empleo en otro vivero. Fue ahí donde empezó a soñar con tener el propio.
En 1973, la pareja decidió instalarse en Neuquén en búsqueda de mejores oportunidades. Compraron un terreno y pusieron en marcha un proyecto que no solo marcaría a su familia, sino a toda la comunidad: el Vivero Moriyama. Al año siguiente, nació Mauricio, el segundo de sus siete hijos.
“Mis viejos solos, con siete chicos, los siete días de la semana sin descanso, sin vacaciones. Nunca nos faltó nada. Siempre hubo comida, siempre estábamos prolijos para el colegio, con asistencia casi perfecta. Claro que hubo malos momentos, pero siempre salieron adelante”, recordó Mariela, una de las hijas.
El crecimiento del vivero
Los primeros años no fueron fáciles. El vivero era pequeño y funcionaba en un terreno más chico, casi improvisado. Pero poco a poco, con esfuerzo y sin pausa, Hiroshi y Cristina fueron comprando lotes hasta conformar el predio actual.
En 1998, ya con más de dos décadas de trayectoria, decidieron ampliar y mover los invernaderos. El vivero se convirtió en un punto de referencia. Llegaban clientes de toda la región a buscar plantas, árboles y asesoramiento.
Mauricio recordó: “Mi papá y mi mamá edificaron la casa acá mismo, hicieron ellos el pozo de agua para regar. Ese pozo tiene 53 años. Era otra época, todo se hacía a pulmón”.
El Vivero Moriyama no solo creció en tamaño. También lo hizo en prestigio. Durante los años de mayor auge, los fines de semana había colas para entrar. “Hace 10 o 15 años, los domingos era insoportable, estaba lleno de gente. Ya a las dos y media de la tarde había clientes esperando en la puerta”, rememoró Mauricio, entre unas pocas plantas donde años atrás supo haber cientos de especies.
Si hay algo que los vecinos de Neuquén recuerdan de los Moriyama es la forma en que atendían. Hiroshi, con su paciencia infinita, respondía consultas a cualquier hora. “Si golpeaban la puerta en horario de descanso, él salía igual. No le importaba la hora, siempre atendía”, aseguró Mauricio, quien dijo que su papá era demasiado bueno. "Mi papá era japonés japonés, su castellano era atravesado y hacía todo lo posible para entender a sus clientes, mi mamá se vino de chiquita así que ella ya era más argentina que japonesa", agregó.
Cristina, mientras tanto, multiplicaba su tiempo entre el trabajo en el vivero y la crianza de siete hijos. “Siempre trabajadora, siempre presente, aunque estuviera sola porque papá viajaba a Buenos Aires a buscar plantas. Ella sostuvo todo”, consideró Mario, quien junto a Mauricio son los que continuaron el trabajo que iniciaron sus padres en estos últimos años.
La impronta japonesa se notaba en la calma y la dedicación. La pareja transmitió a sus hijos el respeto por el cliente, la disciplina y la humildad en el trabajo. Muchos vecinos disfrutaban de pasarse el rato en el vivero entre las plantas y flores.
Tres etapas, un legado
Para Mariela, el vivero tuvo tres etapas bien definidas. La primera, la más romántica, en la que el cliente paseaba por los pasillos y se llevaba las plantas que le gustaban. La segunda, cuando empezaron a proveer a negocios como la desaparecida cadena de supermercado neuquina Topsy. Y la tercera, más difícil, marcada por la irrupción de grandes superficies como Easy, que ofrecían precios bajos, muy difícil de mejorar.
“La gente se dio cuenta después que no es lo mismo. En un vivero hay alguien que te escucha, que te asesora según tus gustos y el espacio de tu casa. Eso se pierde ahora”, lamentó Mariela.
El vivero fue también escenario de pérdidas dolorosas. Hiroshi falleció en 2019. Cristina, en 2022. Y en 2024, la familia sufrió otro duro golpe con la muerte de una de las hermanas.
Esas ausencias hicieron más difícil sostener el negocio. A ello se sumó la crisis económica y la multiplicación de viveros y ferias informales tras la pandemia del coronavirus.
“Ya no da. Este rubro está muy flojo. Bajaron mucho las ventas. Antes se vendían las plantas, se vendía. Ahora es muy difícil”, reconoció Mario, con congoja por esta etapa definitiva que decidieron en familia.
Los hermanos se acordaron cuando llegaban personas a llevar al jardín a sus hijos, es que se equivocaban y pensaban que era un jardín de infantes, en vez de un jardín japonés de plantas y flores. También recordaron los muchos que paraban confundiendo el alambrado. "Pensaban que vendíamos huevos, no se dónde imaginaban las gallinas", sonrieron.
El adiós definitivo
El vivero cierra sus puertas este domingo. No habrá liquidación ni grandes ofertas: lo poco que queda se vende a precio normal para saldar deudas con proveedores y afrontar los costos de logística. Mario y Mauricio van a atender este domingo de 9 a 12 y de 15 a 18 cuando finalmente cierren el portón para siempre.
“Es tristeza, sí, porque es toda una vida. Pero también es un descanso. Ya se cumplió una etapa”, reflexionó Mauricio. Mario, por su parte, planea tomarse un tiempo para cuidar su salud. “Después veré qué hago. Por ahora necesito parar”, dijo.
El Vivero Moriyama no fue solo un comercio. Fue un lugar de encuentro, de paseo, de aprendizaje. Generaciones de neuquinos compraron allí sus primeras plantas, aprendieron a cuidarlas y volvieron una y otra vez en busca de consejos.
“Es hacer el duelo otra vez. Entender que este cambio no es olvidar a nuestros viejos, sino recordar los buenos tiempos, la felicidad de habernos criado en ese lugar”, resumió Mariela.
Neuquén despide así a uno de sus viveros pioneros, que durante más de medio siglo sostuvo, con paciencia japonesa y corazón neuquino, un lazo verde con la comunidad. Queda la memoria de Hiroshi y Cristina, de sus siete hijos corriendo descalzos por el predio, y de tantos vecinos que encontraron allí algo más que una planta: encontraron atención, calidez y una parte de la historia de la ciudad.
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