Su canto forjó identidad en muchas generaciones y sigue encendiendo amor por la provincia a quien llevó, siempre orgullosa, a recorrer los escenarios más importantes de Argentina. "Sí, estoy enferma. Hay que aprender a nombrar el dolor", enfatiza.
Es un mediodía de sol y el viento sopla fuerte en el invierno neuquino. Parada en la esquina de Carlos H. Rodríguez y Brown, sola, con los brazos abiertos de par en par a la altura de los hombros, está Marité Berbel, la más grande cantora que esta tierra vio brotar, jugando a sentir cómo su voz se anuda al viento. Unos minutos antes, dice, le preguntó mientras las brisas la despeinaban: “¿Vos querés que yo te cante?” y el viento, que siempre le responde, se dispuso a escuchar.
¿Qué se le canta al viento? ¿Cómo se le canta? Marité lo sabe bien, lo aprendió a orillas del Paimún, caminando la noche del Litrán, en la casa de algún paisano entre China Muerta y Zapala, casi siempre del brazo de su papá Don Marcelo Berbel. Pero también en las siestas de infancia, cuando se escapaban con sus hermanos Guchi y Chelito para zambullirse en el canal, y los álamos altísimos andaban diciéndose cosas con el viento. El viento siempre estuvo ahí, tal era la comunión que unas horas antes de morir, su hermano Chelito le prometió: “Cuando vayas a cantar, yo voy a estar ahí con vos como el viento”.
A sus 68 años, madre de 4 hijos y de tantos otros que maternó en su largo camino de música; la que de niña se obstinó en mostrarle a todos la Neuquén que Don Marcelo Berbel supo arrullar en sus canciones; la mujer que le puso la voz al himno neuquino y con ello sembró en cada escuela una identidad que aún no podemos dimensionar, dice que elige creer. De esa palabra desbordante hablamos en esta entrevista: de los límites de su corazón, de los miedos, del amor, del fuego de la memoria y de la vida.
Marité Berbel: la fuerza de mamá
Marité empezó a cantar desde muy pequeña, a reconocerse en la fuerza de su voz. Muchos años antes de ser quienes hoy conocemos, a veces se colaba en los ensayos que tenían su papá y sus hermanos, pero rara vez la dejaban permanecer y menos cantar. Un poco porque era chiquita, otro porque a su mamá no le hacía mucha gracia ese destino para ella. Entonces Marité salía al patio y jugaba al circo. Armaba una gran ronda donde sentaba a su público imaginario que la aplaudía y alentaba. Ahí podía cantar sin más. No brillaba sola sobre ese escenario: estaba con sus hijos.
—¿Qué es la maternidad para vos, Marité?
—Uno de mis grandes logros. Yo siempre quise tener mi familia, mis hijos. Hubiera seguido teniendo, pero no tuve la posibilidad. Estar embarazada era un estado natural, bello. Y cuando nacían, ¡ay, cómo extrañaba la panza! Los disfruté mucho de bebés: les di teta, por lo menos un año y medio, dos. Ahora los extraño (tres de sus hijos viven en la provincia de Buenos Aires) pero yo soy feliz donde ellos sean felices. Por ahí, me han dicho, con culpa, que quieren volverse para estar cerca, pero yo les digo: si ustedes están bien, saberlos bien donde estén, para mí eso es lo que importa, esa es la felicidad.
—Vos fuiste parte de la infancia de muchas personas, con tu voz, con tu presencia en las escuelas te hiciste parte de la familia neuquina ¿Cómo lo vivís? ¿Qué te hace seguir yendo?
—Mucha gente ya grande se acerca y me dice que me quieren como a una segunda mamá. No sé por qué será. Otras veces, cuando voy a alguna escuela, los chicos me traen fotos que yo les firmé a su papá o a su mamá hace más de 30, 40 años, y esos gestos me hacen tomar dimensión: si estas personas guardaron ese recuerdo como algo importante y por tantos años, algo de su familia siento que debo ser. Eso es lo que me sigue llevando.
—Voy por la siembra. La siembra para mí es muy importante. Yo no sé cuántos tomates voy a comer este verano, o si los van a comer mis nietos, pero la siembra a mí me hace bien, porque creo en esto.
—¿Y qué está sembrando?
—Amor. Amor por Neuquén. Y obviamente va ligado al amor por la poesía y la música de Marcelo Berbel. Yo pude cantar primero con mis hermanos, después sola con mi hermano, ahora con mis hijos, entonces, pucha, ¿quién no quiere mostrar lo que lo pone orgulloso de su familia?
—¿En qué momentos de tu vida estás, Marité?
—Creo que te lo dije alguna vez, porque lo vengo sintiendo hace muchos años. ¿Viste cuando uno tira del hilo de un carretel? ¿O del trompo? Cuando va llegando el final, se empieza a mover cada vez más rápido. No me puedo relajar, siempre creo que podemos hacer algo más artísticamente, que puedo hacer algo más en mi casa, que puedo hacer algo más por mis hijos, por mis nietos; pienso en qué otra plantita puedo tener. En ese momento estoy, en el de siempre hacer algo más. Y en el momento de que cada vez te cuidás más y cada vez se nota menos.
"Me aferro a la vida"
“Cada vez canta mejor”, dice Hilda López y nos miramos a los ojos coincidiendo. Hace unas cuatro horas que Marité, con un pañuelo en la cabeza, comparte en la mesa, para un grupo de amigos, las canciones de siempre y otras que también son de siempre, pero que viven en ella, como Resolana y Las Golondrinas de Jaime Dávalos y Eduardo Falú. No necesita hacerlo, lo hace porque es su forma de dar amor, pero sobre todo, es la forma que aprendió a fuerza de heridas, al menos por ahora, de aferrarse a la vida.
—Tengo cáncer, sí, estoy enferma, no me digan que estoy transitando no sé qué, estoy enferma, me siento mal. Hay que aprender a nombrar el dolor. Pero una es resiliente todos los días, no de ahora, de siempre. A la noche yo agradezco el día que pase y al otro día, cuando me despierto, digo: que lindo que estoy despierta, que lindo que estoy viva. Eso también es resiliencia, porque a uno le pasan montones de cosas. Pero bueno, con respecto a los grandes dolores, en este caso la enfermedad, yo siempre he tenido grandes tristezas desde muy chica y aprendí a llevarlas en mí, a salir adelante.
—¿De dónde pensás que viene esa resiliencia?
—En la familia Berbel son todos muy extrovertidos, muy para afuera, mucho cariño, mucho abrazo. En cambio, mi mami, Chita, siempre fue más pasiva. Tanto que ella decía que nosotros le enseñamos a abrazar y a besar. Cuando falleció mi primer hermano, Guchi, en el año 69, te imaginarás que si ella no era muy dicharachera, el estado que se planteó en mi casa. Se apagó la alegría, esa era su manera. Y de repente, en algún momento, yo me di cuenta de que si yo me reía, mi mamá sonreía. Entonces, lo fui midiendo, cada acción mía despertaba una sonrisa en ella. Entonces bailaba, cantaba, hacía piruetas, todo para que ella se riera. Y digo, pucha, al final la más callada, la que menos ejemplo me daba de alegría, es la que más me enseñó, me di cuenta de grande que gracias a ella yo sonrío como sonrío.
—¿Tenés miedo?
—El otro día fui a la doctora y me pregunta: ¿estás preocupada? Y yo le digo, ¿y vos estás preocupada? Y se quedó helada. Y me dice: sí. Y le digo: bueno, yo también, pero ¿qué hay que hacer? Decime qué hay que hacer. Sí, tengo miedo, pero ustedes díganme si va avanzando esto, si vale la pena hacer un tratamiento. Yo no quiero estar sujeta a una cama, si me quedan dos, tres, cuatro meses, los quiero vivir. El médico me dice: no te vas a morir de esto. Ahora no le creo mucho, pero de todas maneras, te juro que me lo banco, me lo banco, y hasta ahora, y hasta recién, y ahora estoy viviendo y me estoy riendo. Ahora vendimos los dos autos y nos compramos una camioneta para viajar. Un diagnóstico te puede paralizar. Mañana puedo salir a la calle y me pueden atropellar. Vivir, vivir, eso es lo que yo siento. Y dentro de mi vivir está el cantar, tener plantas, pelearlo al Negro.
La música está en mí
Todas las mañanas, apenas despierta, además de agradecer a la vida, Marité prueba que la voz aún esté ahí. Después viene Luis Trujillo, el Negro, su compañero hace 33 años y empieza el ritual del mate.
—Me levanto antes que ella para preparar mate. Es una ceremonia nuestra. Y puede durar 40 minutos o lo que sea que demande el día. Ella se despierta y ya empieza a hablar y me cambia todo. Necesito verla por la ventana como está con sus gallinas, por ejemplo. Ahora vengo diciéndole hace un par de horas, tenés que llegar a casa para ir a ver tus plantas, porque compró plantas, flores, y no hemos tenido tiempo con estas cosas de los médicos de los dos. Pero bueno, le digo, mañana tenés que poner las plantitas. Por ella y por mí, porque yo la veo y disfruto cuando la veo, me ayuda a vivir —dice Luis.
—¿Cómo se sostiene el amor en el tiempo?
—Eso, con amor. Si no, no se sostiene. Porque los cambios en uno y en cada uno a veces son tan grandes, hay tantas tantas penas, que si no hubiese amor, no se sostendría. No, además, hoy digo, si yo me separo de él o él me deja, es un abandono de persona —dice entre risas Marité. —No podríamos vivir solos. O sea, yo me moriría de pena por él y yo sé que él por mí.
—¿Y además de este amor, cómo es tu amor por el canto?
—¡Uf! ¡Me da vida!¡Me transforma! Y de verdad, hago cosas en el escenario que yo no puedo hacer en lo cotidiano. El otro día, en Zapala, subí una escalera corriendo. El canto me ha salvado. Fijate que yo, lamentablemente, he tenido que entrar muchas veces al quirófano. Siempre que entro, entro cantando. Hace unos años, me iban a operar y le pregunté al endocrinólogo si después iba a poder seguir cantando. Y ahí pensé, por más que el canto sea mi vida, si yo no puedo cantar, me voy a sentar y voy a escuchar a mis hijos, como hizo mi papá. No me voy a morir por quedarme sin voz, porque la música... la música está en mí.
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