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La Mañana

Un juguete, la felicidad plena

Acaso hayan sido las ráfagas de viento que desde el viernes acompañaron la cotidianidad de los neuquinos, en la antesala del festejo del Día del Niño, las que hicieron arrinconar en la memoria mis recuerdos de esas mañanas de agosto cuando sin preámbulos destrozaba el papel que envolvía aquello que era lo más cercano a la felicidad.

Así, ante la mirada de mis padres, aparecía ese juguete soñado y pedido hasta el hartazgo. Porque en las cenas no hablaba de otra cosa que de lo que querían que me regalaran, hasta hacía un listado que pegaba en la heladera para que nadie se olvidara y durante la siesta, aprovechando que mi madre se disponía frente a la Singer para terminar alguna costura, revisaba armarios y cajones para descubrir aquella bolsa que escondía el tesoro: una camiseta de mi equipo de fútbol, una pelota, un metegol, una bicicleta con el asiento banana, un libro de aventuras de la colección Robin Hood o algún juego de mesa.

Esa felicidad era previa al descontrol, la ansiedad, el vértigo y hasta el miedo de que ese regalo no fuera el esperado.

Recuerdo esa sensación con la que me iba a dormir el día anterior, con la consigna de despertarme lo más temprano posible para descubrir al pie de la cama el ansiado tesoro que, con extrema cautela, colocaban mis padres.

La claridad de ese sol de agosto que entraba por la ventana de mi habitación hacía más mágico y luminoso el momento de apertura del regalo. Después, con el correr de las horas del domingo, nos juntábamos en la calle todos los pibes del barrio, cada uno con su flamante juguete, cada uno con su inmensa y plena felicidad.

Esa felicidad era previa al descontrol, la ansiedad y hasta el miedo de que ese regalo no fuera el esperado.

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