Basta servir una botella en la copa para saber muchas cosas de su condición con sólo mirar el color y su brillo.
Todo lo que hay que saber a la hora de mirar un vino (para beberlo).
El vino entra por la boca, esa es una verdad irrefutable. Pero antes, apenas un instante antes, el vino ya entró por los ojos. Y esa es otra verdad irrefutable. Si no, hagamos una pregunta turbia: ¿quién bebería un vino negro como una gaseosa cola? ¿Y uno truculentamente azul?
La realidad es que el color del vino, al menos para los argentinos y sin mucho fundamento, es un atributo clave de calidad insoslayable. Eso se refleja en cualquier estudio de mercado. Pero el asunto es que sabemos poco de colores a la hora de juzgar un vino y, sin pensarlo dos veces, para cualquier consumidor será mejor un tinto púrpura petróleo que uno ligero y brillante como un rubí.
Por eso, y para zanjar la cuestión, decidimos armar un listado de colores posibles y sus significación en el vino. Si esto fuera una suerte de telescuela técnica, la lección arrancaría con el índice apuntando un pizarrón, donde se lee:
Colores brillantes. Hay una diferencia notable en el color de los vinos, sin entrar en los matices (que aclararemos más abajo). Y esa diferencia es el brillo. Un vino con buena acidez y frescura siempre tendrá un color que destelle a la vista, no importa qué tan concentrado sea. La razón es, precisamente, que la buena acidez hace que las moléculas del color ofrezcan ese espectáculo. En vinos opacos y mates, es esperable menos chispa al paladar.
Colores turbios. Puede pasar que el vino no esté ni brillante ni mate, sino turbio y con partículas en suspensión, más allá del color que sea. Es propio de vinos viejos –en cuyo caso el color sería entre ocre y ladrillo– o bien en vinos defectuosos, donde esa turbidez se expresaría como un fino velo flotando en el líquido, igual a cuando se vierte agua en un anisado.
Colores ladrillo. Es el típico matiz de un vino viejo. Y va desde el rojo naranja al ocre y al caramelo, con delicados matices caoba. Cada vez que esta paleta se haga presente, conviene chequear la cosecha del vino: si fuese joven, a fecha de hoy, digamos 2011 o 2010, es probable que el vino esté oxidado y sepa mal; si fuese viejo, ahí tenemos el matiz propio de la edad y es algo que hay que disfrutar viendo y saboreando, porque no abunda.
Color violeta. Puede ir de un sencillo rojo violáceo a un púrpura obispal. En ambos casos es signo de buena salud y de juventud. Especialmente en variedades de uva cuya sustancia es este color: Malbec, por ejemplo –conocido en el medio evo como Vino Negro de Cahors–; también Syrah, Tannat y Petit Verdot.
Rojo rubí. Es el matiz propio de variedades como Merlot, Cabernet Sauvignon y Franc y Pinot Noir, siempre que no estén exigidos en su extracción ni cortados con otras uvas. Cuando se lo observa a la luz del sol es un rojo delicioso, cuyos destellos en un mantel blanco alcanzan para abrir el apetito.
Color verde. En vinos blancos –una contradicción semántica que siempre llamó nuestra atención– es signo de juventud y también de ciertas variedades. Por ejemplo, un Sauvignon nuevo es de verde manzana ligero, un Chardonnay de zona fría también lo es. Y, en general, es esperable que sean vinos de alta frescura y nervio.
Colores amarillos. Connotan dos cosas. Por un lado, que la uva fue cosechada madura a muy madura –un vino tardío es el mejor ejemplo–; por otro, que se trata de variedades como Chardonnay, Semillón y, en menor medida, Torrontés. Cuando el color roza el ámbar o miel, se trata casi con seguridad de un vino tardío; si ha virado al marrón, de un vino oxidado, y ahí dependerá del sabor beberlo o no. Una oxidación controlada y obtenida en la barrica es agradable y acentúa los tonos amarillos. Una por exceso de luz u oxígeno en la botella es tan desagradable como chupar cartón mojado.
Color piel de cebolla. Es una delicadeza de moda en ciertos vinos rosados. Y si al principio cuesta distinguirlos de una oxidación ligera, con el tiempo uno se acostumbra a su elegancia brillante y, admitámoslo, su cobrizo tono seductor.
Por último, el asunto de la intensidad, algo más que nada estilístico, es decir de trabajo en el viñedo y la bodega. En nuestro país todos los vinos tintos tienen alta intensidad de color porque provienen de zonas soleadas. Sin embargo, se pueden obtener colores más ligeros en zonas cálidas, como San Juan o el este mendocino. También hay variedades light: el Pinot Noir, por ejemplo, siempre es tenue; el Merlot tiende a serlo. Sin embargo, todos los vinos pueden llevar el aporte de otra variedad que los tiña o bien, ser concentrados en bodega por medio de sangrías.
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