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La Mañana Historias de vida

El comandante de vuelo más joven de Argentina tiene 26 años y es neuquino

Manuel Ruiz Díaz hizo una vertiginosa carrera para convertirse en piloto. Vuela desde El Palomar al resto del país.

POR SOFIA SANDOVAL - [email protected]

El vínculo de Manuel Ruiz Díaz con los aviones existió desde el principio. Incluso antes de que pudiera registrar sus recuerdos, ya le fascinaba acercarse a la vieja terraza del aeropuerto de Neuquén a ver cómo las aeronaves elevaban la trompa para remontarse hacia el cielo, sin sospechar que en menos de dos décadas se convertiría en el comandante de vuelo más joven del país y se ocuparía de hacerlas flotar en el aire bajo sus comandos.

Con una marcada humildad, el joven de 26 años asegura que en su historia se mezcla la pura pasión por el mundo aeronáutico con un esfuerzo sostenido y el conmovedor sacrificio de sus padres, que tomaron trabajos extra para pagar sus clases de vuelo y destinaron sus ahorros a que el chico hiciera cursos exigentes que le permitieran ascender en su carrera como piloto, incluso cuando su mamá aún teme por los riesgos de sus viajes.

“La primera vez que volé fue a los 5 o 6 años, volviendo con mi papá de Buenos Aires; me acuerdo que le pregunté cuánto tardaba un avión en caerse”, explica Manuel. Una frase tranquilizadora de su progenitor logró eliminar el temor para siempre y, desde entonces, el vínculo del niño con los aviones se basó exclusivamente en el disfrute.

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Su primera experiencia fue a bordo de una aeronave de madera, del tamaño de una cama, que le había construido su papá para que jugara en su casa de Neuquén. Aunque desde chico practicaba con simuladores de vuelo en la computadora, recién a los 16 descubrió el mundo del Aeroclub de Allen e hizo su vuelo de bautismo. “Cuando estábamos arriba, el instructor me dejó pilotearlo con él al lado”, detalla.

Para Manuel, la sensación de conducir una aeronave por primera vez se concentra en el medio del estómago: la adrenalina, la fuerza centrífuga y la gravedad logran mezclarse en la panza, mientras uno flota sobre el Alto Valle como si volara arriba de una hamaca de una plaza cualquiera. “Se siente mucho más que en un avión grande”, asegura.

Una pasión

A los 17, mientras finalizaba sus estudios en el colegio Don Bosco, el adolescente viajaba a Allen para cumplir las 40 horas de vuelo que le permitirían rendir los exámenes de la ANAC y convertirse en piloto privado. “El aeroclub es mi segundo hogar, conocí personas muy generosas que me llevaban a volar en sus aviones”, recuerda.

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Las fechas y las edades no le importan demasiado a Manuel, que parece contar la vida en horas de vuelo. Con otras 25 horas en el aire pudo transportar a amigos y familiares y, tras pasar 100 horas pilotando, consiguió su primer trabajo en Bariloche para trasladar paracaidistas. Con un curso teórico de un año y 200 horas de vuelo, ya desarrolló otros trabajos como fumigador y regresó al aeroclub para ser instructor de alumnos que cuadriplicaban sus jóvenes años.

Más tarde, se trasladó al sur argentino para ser copiloto de vuelos sanitarios y, en pocos meses, se convirtió en comandante de aviones a turbina con capacidad para 20 pasajeros (ver aparte). Pero su ambición siempre apuntó a las grandes aeronaves de las líneas aéreas, y pudo concretar su deseo dos años después, con 900 horas de vuelo, cuando ingresó como primer oficial a una de las empresas más reconocidas de Sudamérica, que también opera en Neuquén.

Aunque disfrutaba de la calidad de vida que esa firma ofrecía a los pilotos y logró conocer muchas ciudades del continente, Manuel aún ansiaba convertirse en comandante y ser la autoridad máxima a bordo de los aviones. Por eso, decidió migrar a una aerolínea incipiente, donde estaba todo por hacer, y tras seis meses de trabajo y más de 4 mil horas de vuelo, se convirtió en el comandante más joven de Argentina.

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“Comencé como primer oficial, que hace toda la operación de un tramo del recorrido, pero no tiene la misma autoridad”, detalla el piloto, y agrega: “Después, hice 20 vuelos con un comandante instructor hasta esta semana, cuando hice mi primer vuelo solo como comandante”.

Con su elocuente juventud, Manuel tiene autoridad sobre copilotos y tripulantes mayores que él, por lo que se esfuerza por estudiar con más cuidado y demostrar su madurez para superar situaciones límite. Pero, así como llegó a su vuelo de bautismo ya conociendo todos los instrumentos del tablero por su práctica con simuladores, su pasión por los aviones lo lleva a formarse a diario en el mundo aeronáutico y tener la cintura para afrontar cualquier inconveniente.

Aunque su trabajo le permite dormir todas las noches en su departamento de Buenos Aires y sólo le programan entre 12 y 15 vuelos por mes, Manuel aclara que su mejor plan siempre es subirse arriba de un avión. “Antes que salir o hacer deporte, prefiero estar volando”, dice el joven, como si algo dentro de sí lo llevara a necesitar todos los días esa sensación de gravedad que se concentra en el medio del estómago.

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Las situaciones extremas de los vuelos sanitarios

A través de un amigo, el joven piloto Manuel Ruiz Díaz tuvo la oportunidad de trabajar en el sur del país como conductor de vuelos sanitarios. Así, su rutina se modificó con llamados a la madrugada para hacer traslados de urgencia donde su aptitud podía ser la diferencia entre la vida y la muerte de un paciente.

“Son situaciones extremas; llevamos a embarazadas con partos complicados, petroleros que habían sufrido accidentes graves o bebés prematuros que necesitaban atenderse de urgencia en Buenos Aires”, detalla el piloto y aclara que, en ese trabajo, los traslados de órganos que pueden salvar más de una vida son los vuelos más apacibles de su cronograma.

“En un vuelo comercial podés esperar para no salir con una tormenta, pero en esos casos, la presión es mayor y tenés que pensar cada una de tus decisiones”, explica el chico, y repasa algunas de las situaciones más difíciles que tuvo que vivir a bordo de un Fairchild Metroliner.

“Viajando con un bebé de 700 gramos, tratamos de rodear una tormenta muy fuerte en Bahía Blanca; la turbulencia era tanta que al bebé se le desconectó el respirador y los médicos tenían que meter los dedos en la incubadora para volver a conectarlo en un chiquito del tamaño de un cachorro”, explica.

Aunque la presión era extrema, Manuel asegura que sus dos años de trabajo como comandante de vuelos sanitarios le permitieron forjar una experiencia útil para enfrentar después las prolijas normas operativas de las aerolíneas más grandes.

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