La falta de respuestas del Estado se advierte en la cantidad de muertes que se repiten sin que nada cambie.
El duelo, ese dolor que se arrastra por un ser que ya no estará más y al que nunca más podremos ver, es un peso que se carga de por vida. La sensación es horrible cuando llega el turno de nuestros padres, ni siquiera se puede describir cuando la perdida es la de un hijo, y el peor escenario es que le arranquen la vida a un hijo y no tener justicia.
El caso de Guadalupe, como el de otras tantas mujeres, es un ícono del dolor, de la impunidad, de un calvario en vida que arrastran los padres que se quedan sin hija, sin justicia, sin nada.
No hay palabras que describan esa zona oscura en la que se sumergen los dolientes padres al saber que el asesino logró su objetivo: matar y matarse.
No hay justicia posible, tal vez aquellos que crean en un más allá, en un dios, en algo que les calme la angustia de morir, puedan o quieran convencerse de que en un espacio que no es el que conocemos el asesino pagará.
Y ya que removemos tanto dolor, debemos de ser conscientes de que la familia del femicida también transita su duelo, su pérdida. Un hijo, bueno o malo, duele.
Lo peor de todo es que lamentablemente habrá una nueva Guadalupe y un nuevo Quintriqueo, no solo por el machismo, su mandato y el sentido de propiedad, sino porque también hay un Estado que llega tarde, a destiempo, reiterando una y otra vez medidas que desaparecen como humo una vez apagado el fuego.
A Guadalupe le gustaría estar viva y con su hija jugando en la plaza de Villa La Angostura. Seguramente no le gustaría ser este ícono que obliga a los funcionarios a renunciar o reparar errores. La vida siempre vale más que cualquier lucha.
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