Benito Troncoso es un ladrillero que aplica las técnicas ancestrales en el centro de la provincia.
Solamente la pasión por el oficio de ladrillero puede explicar cómo sobreponerse a las adversidades. El trabajo le permitió encontrar la felicidad de forjarse un porvenir y construir los sueños de miles de personas con los ladrillos que amasó.
En el paraje Los Hornos, aun contra todas las adversidades, se mantiene la cultura del moldeado del barro con las manos. Hombres y mujeres, con esfuerzo y dedicación, cada temporada, le dan forma a millares de ladrillos y ladrillones. Rostros curtidos por el sol y por el paso del tiempo, manos acostumbradas al agua y a la tierra y a la ilusión de estar modelando el futuro de sus familias y del lugar que escogieron para vivir y trabajar. Estas son las características que acompañan cada jornada a los pocos horneros que todavía se atreven a desarrollar esta noble tarea ancestral y que está bien arraigada en la idiosincrasia de sus habitantes.
Benito Troncoso es uno de ellos, el cual hace más de 40 años hundió sin temor ni vergüenza sus manos en el barro para arrancarle la riqueza a la tierra que le permitiera salir adelante con los suyos.
En cada ladrillo y en cada ladrillón se fue un pedazo de vida, de sacrificio y de largos sueños. Cada ladrillo elaborado y vendido significaron el valor fundamental para construir un propio hogar, para poner un plato a la mesa, para pagar el estudio de sus hijos. “Este trabajo me dio y me da lo justo para construir mis sueños y los de mi familia”, cuanta Troncoso mientras le da forma al barro en los moldes.
“El Gringo” Troncoso es marianense de pura cepa; nació un 19 de abril de 1970 fruto de la pareja emprendedora compuesta por Cristino Troncoso y Seferina del Carmen Montecino. Sus hermanos son José, Florencio y Verónica.
Hoy tengo las manos llenas de barro pero llenas de dignidad. Nadie me ha regalado nada”. Benito Troncoso. Ladrillero.
Mientras completaba sus estudios en la escuela primaria 135, ya en las tardes iba al paraje de Los Hornos a estibar ladrillones.
Así, de a poco y con esa corta edad, fue aprendiendo el oficio que abrazaría para toda la vida. Hoy, con medio siglo de vida sobre sus espaldas, aún se anima a cortar ladrillos y llevar el “mango a la casa” como bien lo define. “Hoy tengo las manos llenas de barro pero llenas de dignidad, nadie me ha regalado nada. Todo lo que hoy tengo se lo debo a este oficio que lo voy a hacer hasta que el cuerpo me aguante y las fuerzas me acompañen”, dice con orgullo. También reconoce que de este sacrificado oficio aprendió los mejores secretos del corte de ladrillos del mítico Carlos Viviani y con el tiempo con su hijo Carlitos, como todos lo conocen.
“De ellos aprendí todo, fueron y son como mi familia. Siempre han estado en las buenas y en las malas conmigo. Muy agradecido estoy”, señaló.
Desastre
En medio de la pandemia y apenas el agua llegó por los canales de riego, se animó a empezar la tarea de cortar ladrillos como todos los años. Y como si la pandemia no fuera poco, a finales de octubre en una tormenta nocturna, el agua y el barro le borraron por completo el fruto de su esfuerzo de una semana: 13 mil ladrillones que se encontraban secando en la cancha de corte, en pocos minutos quedaron destruidos.
“Esas son las cosas que duelen. Las cosas que tal vez nadie ve pero que a nosotros nos parten al medio. Ver el fruto de horas de trabajo perdido en minutos nos duele, pero como soy y somos ladrilleros de pasión, nos ponemos de pie y la volvemos a apechugar para salir adelante”, dice con profunda emoción.
En ese momento, reflexiona: “Trabajar de esto no es para cualquiera. Ser ladrillero no es saber solo cortar ladrillos, ser ladrillero es saber seguir adelante cuando pasan cosas como perder la producción por temporales. Hay que seguir delante de la forma que se pueda y volver a empezar una y otra vez. Si no se ama esto con la primera cosa negativa que te pasa abandonás enseguida la actividad”, confiesa.
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