La niñez está presente, no para evocarla con nostalgia, sino para pensar que sigue viva, por lo que somos hoy.
Las fotos son en blanco y negro. Una en la que me veo en medio de un parque gigantesco para los ojos de un niño de 7 años pateando una pelota de fútbol. Otra, arriba de un karting a pedales –que recuerdo que era de color rojo- con una mano levantada y la otra en el volante y una sonrisa de inmensa felicidad que anuncia que empezaría la incansable infinidad de vueltas por el patio de la casa. Dos imágenes (hubo muchos más, pero no quedaron registradas en fotos) que reflejan la felicidad con esos dos regalos en dos días del Niño.
Siempre digo que tuve una infancia feliz, que la viví intensamente por eso atesoro muchos recuerdos anécdotas, momentos. Mejor dicho mis padres, con sus palabras exactas y sus humildes silencios, me brindaron esa posibilidad de tener esa infancia en base al amor, la comprensión, la compañía; lo mismo que traté de transmitir cuando me convertí en padre.
Alguna vez leí o escuché que lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre. Por eso muchas veces me refugio en esos años de pelota y karting, de risas y juegos, de habitar en el corazón de los amigos para conservar esos tiempos de plenitud.
Acaso para contrarrestar lo que llegó después como un aluvión, con los nombres de responsabilidad, maduración que, como decía Julio Cortázar, es una operación selectiva de la inteligencia que va optando cada vez más por cosas consideradas como importantes, dejando de lado otras.
Hoy revisaré viejos álbumes para reencontrarme con ese niño que pateaba la pelota, manejaba el karting. Porque la niñez sigue presente, no para evocarla con nostalgia, sino para pensar que ese pasado sigue vivo, por lo que somos hoy y seremos en el futuro.
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