Sensaciones indescriptibles: el día de la tragedia de la Cooperativa Obrera
Cómo se vivió aquel episodio que conmovió a la ciudad de Neuquén. El sonido de las ambulancias, el impacto al llegar al lugar y dimensionar lo que había ocurrido.
Jueves 25 de octubre de 2012. Era una típica tarde en una redacción de un diario. Las páginas comenzaban a cerrarse. Algunos habíamos terminado las que teníamos a cargo, aunque, por alguna razón, aún estábamos en el edificio de LMN.
Las redes existían, pero no tenían en absoluto la dimensión e instantaneidad que tienen hoy. En aquel momento, todavía un llamado telefónico solía ser el canal de comunicación más frecuente para alguna noticia o hecho trascendente.
El tiempo convierte en difusos algunos recuerdos. Mi compañero Luciano Maggio recuerda que fue un llamado de un ex compañero el que alertó sobre la potencial “caída del techo” de un supermercado del Oeste. La realidad es que las caídas de techos, muchas veces, solían ser llamados de alertas que luego se convertían en el desprendimiento de alguna parte del cielo raso o cuestiones que, afortunadamente, no habían generado inconvenientes mayores.
Pese a todo, era imposible en ese momento dimensionar la situación. Una condición sine qua non del razonamiento de un periodista en esta situación es imaginar el peor escenario. Lamentablemente, en este caso, fue un escenario aún peor del extremo imaginado bajo la metodología profesional. Recuerdo, con mucha claridad, que nos ofrecimos junto a Luciano a salir rápido hacia el lugar porque debíamos ir al menos dos personas a cubrir la situación. Era muy simple: si realmente había sucedido lo peor, si se había derrumbado el techo de un supermercado, estábamos hablando de una tragedia sin precedentes. Aún más en el horario que ocurría.
Hacia allá salimos en el Fiat Uno Rojo que tenía LMN tres compañeros: Claudio Espinoza, Luciano y yo. Apenas un par de cuadras bastaron para advertir que la situación conllevaba la peor gravedad. El sonido de las ambulancias y el tránsito colapsado hacia la zona Oeste de la ciudad dejaban claro que no era una falsa alarma ni, mucho menos, un incidente menor.
La memoria me bloquea el acceso a datos precisos. Estoy seguro que el auto nos dejó a más de tres cuadras del lugar porque era imposible llegar. Ya al bajar sabíamos la dimensión de la tragedia. Llegamos muy rápido. No sólo por el viaje sino por los pocos minutos que nos separaban del momento del derrumbe. Aún no había cordón policial ni se había comenzado a organizar la secuencia del rescate. Todo era confusión y las ambulancias comenzaban a formarse en fila.
Son pocas las secuencias completas que me ofrece la memoria. Y una de ellas fue la primera con las que nos encontramos. Aún estábamos juntos con Luciano porque fue cuando recién llegamos al lugar y después nos separamos para hacer más completo el trabajo. En dirección hacia nosotros venía un muchacho con el delantal blanco de carnicero. Estaba en shock, claro. No lloraba. Tenía los ojos abiertos al extremo y casi no lograba pestañear; el delantal blanco y el pelo cubierto de polvo.
Luciano lo conocía porque había sido carnicero de su barrio. Comenzó a decirnos a los gritos y al borde del llanto que salía agua de las columnas desde hacía unos días. “¡Nos dijeron que era normal! ¡Nos dijeron que era normal!”, repetía. Luciano, memorioso, me recuerda que el techo se partió al medio delante de sus ojos: la carnicería funcionaba en el sector Oeste del edificio y la viga que cedió era la del medio. Cuando cayó, la estructura de la pared de la carnicería aguantó y formó un triángulo por el que se podía salir. Una cueva hacia la vereda.
De allí en más fueron horas y horas de sensaciones indescriptibles. La magnitud del dolor de semejante tragedia se instaló en el cuerpo apenas llegamos a la esquina del lugar. Luego fue una mezcla constante de un esfuerzo inmenso por realizar el mejor trabajo posible, combinado con una inevitable empatía y el esfuerzo para que ese sentimiento no se adueñara de la capacidad de seguir adelante.
El periodista se enfrenta ante tragedias desde muchos aspectos. En algunos casos, hablando luego de los hechos con los afectados. En otros reseñando y recordando hechos dolorosos de los cuales nos separan años de distancia. En muy pocos casos, nos encontramos con tragedias de esta magnitud, en el lugar y a escasos minutos de haber sucedido.
Algunos creen y hasta dogmatizan que en esta profesión no se puede sentir en estas coberturas y se debe ser frío ante las circunstancias. Otros, más en estas épocas, que se debe hacer todo lo contrario. Ojalá las sensaciones pudiesen manejarse con la lógica informal de los razonamientos. Lo cierto es que, aquella noche, fue una mezcla de todo. No conservo la mayoría de los detalles, pero la sensación en el cuerpo de lo que se vivió en aquel momento la recuerdo al instante, casi como un acto reflejo y pese al paso del tiempo.
En una situación así se siente, se ayuda, se contiene, se trabaja y hasta se planifica cómo organizar el trabajo. Seguramente hasta todo junto y al mismo tiempo. Lo que sí es cierto es que, desde nuestro lugar, el aporte esa noche era, sin dudas, hacer el mejor trabajo posible. Aquel que permita reflejar lo que sucedió y lo que estaba sucediendo en esa esquina del oeste de la ciudad.
Aquel día regresé a mi casa poco después de las cinco de la mañana. Recién en ese momento pudo predominar esa sensación de agobio y dolor que no había podido conseguir protagonismo por la adrenalina y la celeridad que requería el trabajo. Las tragedias son horribles. Pero lo son, aún más, cuando podrían haberse evitado.
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