Son migrantes venezolanos y crearon su cancha de sóftbol con descartes de las petroleras
Caribes es un equipo que recrea las costumbres de las caimaneras y busca fomentar el amor por un deporte popular en Centroamérica.
José y Brixio sintetizan una historia repetida en los yacimientos de la zona. Expulsados de su terruño por la crisis política de Venezuela, sacaron provecho de los traslados de sus empleadores y, armados con sus diplomas de ingenieros, aterrizaron en Neuquén. Ellos integran la primera camada de migrantes que alimentaron no sólo la producción de Vaca Muerta sino el surgimiento de una diáspora que crece y se adapta a la estepa patagónica sin renunciar jamás a sus costumbres caribeñas. En este caso, trajeron el sóftbol, un deporte que los neuquinos conocen poco pero que ellos disfrutan con un idéntico espíritu de potrero.
Caribes, su equipo de sóftbol, ya tiene historia. Puede que sea una fallida, con un empuje que parece nunca ser suficiente para concretar una cancha propia o un grupo sólido de jugadores. Pero es, de todos modos, una historia llena de años de esfuerzo, de vínculos y de identidad. Hoy, un grupo de 36 deportistas de entre 20 y 40 años se reúnen a pitchear y batear cada domingo con la ilusión de traer los juegos callejeros de sus países al calor seco de su nuevo hogar.
Sin apoyos gubernamentales ni de empresas, se las rebuscan para subsistir mientras combinan las prácticas deportivas con sus diagramas petroleros. "El 70% de los jugadores son ingenieros, pero también hay médicos, contadores", dijo Brixio Freites, uno de los impulsores del equipo. Aunque el núcleo se integra por venezolanos, también se sumaron migrantes cubanos o dominicanos que extrañaban los bates, así como neuquinos que querían probar una disciplina nueva. Juntos, recrean en el deporte el mismo sincretismo que se suele ver en los pozos petroleros.
La primera semilla del equipo se plantó en 2008, cuando un grupo de migrantes venezolanos fue invitado por el CEF N°1 de Neuquén para curar la nostalgia con un juego de pelota y, de paso, potenciar la actividad en el único centro educativo que promovía este deporte en la región. En Argentina se vive una verdadera contradicción: aunque este juego es poco conocido, el seleccionado albiceleste es el actual campeón mundial de sóftbol y también la mayor cantera de pitchers que se destacan en los circuitos profesionales en Europa, Canadá o Australia, donde la disciplina está más consolidada.
"Nos pasa muchas veces que les hablamos de softbol y nos preguntan '¿y eso qué es? aunque sabemos que se practica en las escuelas", aclaró José Mierez, otro de los ingenieros que tiene historia en el equipo. El vínculo de los venezolanos y otros caribeños con este deporte es muy distinto. Como hacen los argentinos con el fútbol, ellos cortan la calle con los vecinos del barrio y ocupan las plazas para disfrutar de un juego de pelota. Y ahora que crecieron y habitan una tierra extraña, buscan evocar en Argentina un pedacito de ese pasado con un bate y un guante de cuero.
Si bien hay unas cien personas que forman parte de Caribes, son 36 los que integran ese núcleo duro que resiste ante las dificultades para mantener el deporte a flote. Todavía no cuentan con un espacio fijo, por lo que ya tuvieron que adaptar canchas de hockey, clubes prestados y la aridez de un terreno ocioso para inventarse su propio campo de juego. Y así como se mueven ellos, probando suerte en distintas petroleras o yacimientos, también su equipo es nómade: han jugado en Senillosa, en Plottier y en Neuquén capital.
Tras pasar varios años en plan de supervivencia, Brixio se puso al hombro la tarea de potenciar el equipo. Llegaron a un acuerdo para ocupar una porción del terreno del Ministerio de Deportes en Neuquén capital, donde el grupo se propuso hacer una inversión con apoyo de donaciones de empresas petroleras y otros migrantes de Venezuela. Sin embargo, con el cambio de gestión en esa cartera, los invitaron a retirarse porque tenían otros planes para esa superficie.
Aunque desalentados por esa inversión fallida, aceptaron la invitación del Club Patagonia para formar parte de una subdivisión de softbol. "Caímos parados, como se dice en Venezuela, porque nos dieron una cancha de hockey que estamos trabajando para convertirla en una de softbol", dijo y contó otro obstáculo que afrontaron: "El poco material que pudimos recuperar de la cancha anterior, nos lo robaron".
A puro pulmón, siguieron adelante. Recibieron el material de descarte de las empresas petroleras y lo reciclaron como elementos de construcción para su cancha nueva. Los caños de tubing de perforación se convirtieron en los nuevos cercos, los dogout son los vestuarios de los atletas, y también se usan varillas de bombeo o pinturas que llegan como donativos. "A todos nos gusta jugar pero a pocos les gusta construir", expresó José Mierez, otro de los ingenieros venezolanos con historia en Neuquén.
Los más pujantes del equipo se esmeran por combatir el suelo arcilloso de la estepa para nivel el terreno y compactar la tierra seca que se vuelve polvareda con sus carreras. "Nunca pedimos dinero pero sí colaboración, cuesta que nos ayuden con los transportes, por el precio del combustible, o incluso con el material deportivo, porque una pelota hoy en día cuesta cinco mil pesos y se puede romper con un solo batazo", se lamentó el jugador.
Los entrenamientos, los partidos o incluso la construcción de su cancha son, en realidad, una excusa para reunirse y fortalecer una comunidad que se adapta a la vida neuquina pero que no se olvida de su raíz. "El que migra generalmente busca mantener tradiciones o cosas que hacía en su país, rescatarlas en el país que escogió", dijo José, y aclaró que cada domingo buscan evocar las "caimaneras" de su Venezuela natal, que no son más que esos picaditos de fútbol pero con un bate y una sopa en lugar de choripán.
Los domingos, el softbol se vuelve fiesta. Aunque por ahora sólo hay equipos de hombres adultos, toda la familia se reúne para ver jugar a los pitchers. Resuena la música folklórica de su país y comparten asados, sopas y unos panchos que se diferencian de los argentinos. "Es muy normal en Venezuela pasar un domingo jugando al softbol", aclaró José.
"En la caimanera juegan dos equipos, es decir, 18 personas, pero a veces podemos ser 70 personas alentando, bailando, con nuestra música, se hacen comidas y llevamos equipos de sonido". Aunque esos encuentros informales agrupan a los miembros de la diáspora pero también se contagian a los argentinos. "Una vez en una caimanera hicimos pescado frito y la gente del Club Patagonia nos tomaba fotos porque le llamaban la atención los pescados grandes que llevábamos", se rio Brixio.
Así, sumaron a un profesor de educación física que desarrolla una escuela de cadetes; es decir, las categorías menores. Buscan, en el futuro, entrenar a niños y adolescentes en la disciplina, y armar una escuela para las mujeres que quieran lanzar o batear las pelotas de softbol. "Queremos que toda la comunidad participe, y que se haga más conocido el deporte", expresó.
Por ahora, son pocos los clubes neuquinos que enseñan el deporte, en donde el CEF 1 es el mayor referente. Además, expresó que los estudiantes de educación física podrían formarse como árbitros en la disciplina para sumar una salida laboral al atender una necesidad vacante. "Los árbitros cobran por partido, pero nosotros no tenemos árbitros formados entonces los propios jugadores se prestan para seguir las reglas", aseguró.
Caribes empezó como un refugio para la nostalgia venezolana, pero busca expandir sus fronteras a otros migrantes centroamericanos y a este mestizaje que los atraviesa por completo, en los pozos petroleros y en la vida cotidiana de Neuquén. Y así como muchos neuquinos se enamoraron de su acento, su música o sus tequeños, José, Brixio y el resto del equipo quieren que también empiecen a jugar con los bates.
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