El Comedor Alberdi cerró sus puertas. Durante más de 30 años fue el lugar elegido de miles de neuquinos. En el mismo local abrirán otro restaurante.
La mala noticia es que cerró el histórico Comedor Alberdi. La buena es que reabrirá. O se reconvertirá. O mutará a un espacio gastronómico más moderno. Habrá que ver.
Durante más de 30 años fue el lugar elegido de miles de neuquinos para comer en el centro, especialmente los días de semana al mediodía. Estaba ubicado sobre la calle Alberdi, frente a la vieja LU5, a metros de Santa Fe.
Abrió sus puertas en 1993, como una extensión de Píccolo 22, una sandwichería muy popular que ofrecía choripanes, lomitos, milanesas y empanadas en la ochava de la Diagonal 25 de Mayo, frente al edificio del Correo, y que luego amplió su menú con comidas caseras.
En ese intento de ofrecer mejores servicios y montar un restaurante más familiar nació el Comedor Alberdi, sumando un servicio de hospedaje en el primer piso.
Hugo Víctor Cristini -su propietario- y José Planas -el mozo- fueron los principales protagonistas de esta experiencia gastronómica que se montó en un profundo local con capacidad para atender más de 100 cubiertos por día.
El lugar tenía la fisonomía de un bodegón o de una cantina de las de antes. Había pequeñas mesas cuadradas que se podían unir cuando venían más de dos comensales, manteles de tela cuadrillé protegidos con hules, pingüinos y jarritas de metal para ofrecer el vino de la casa y sifoncitos individuales para que los tintos y blancos fueran más amigables.
Una serie de pizarras colgadas en la pared informaban los platos y los precios; estantes con bebidas seducían a los comensales; macetas con plantas de hojas verdes y generosas intentaban jerarquizar un ambiente modesto, pero acogedor.
José era el mozo, pero también el trabajador todo terreno. Hacía las compras a la mañana y luego se encerraba en la cocina para dedicarse a los menús que llevaban más tiempo. Finalmente se ponía el uniforme y recorría las mesas.
Un grupo de empleados colaboraba tanto en la atención como en la preparación de las minutas que se despachaban con repetición de metralla a medida que el comedor se llenaba y crecía la demanda. Para el personal era un ritmo vertiginoso que comenzaba al mediodía y finalizaba en las primeras horas de la tarde. La misma rutina se repetía durante la noche.
La clientela del bodegón era variopinta: oficinistas apurados, periodistas escapados de las redacciones, bohemios empedernidos sin mayores desasosiegos y viejos callados y solitarios que en otros tiempos habían tenido una vida mejor, aunque todos llegaban con el mismo objetivo de comer algo rico en un ambiente tranquilo. En efecto, en el Comedor Alberdi no había ruidos dominantes ni más fuertes que el parloteo pausado de los parroquianos, los tintineos de vasos y cubiertos y las noticias de Canal 7 que un televisor se encargaba de difundir desde lo alto para que todos estuvieran al tanto de lo que pasaba en Neuquén.
En ese clima de armonía llegaban a cada mesa los olores mezclados de la comida casera. Las frituras de las papas y las milanesas maridaban inevitablemente con los guisos de cocción larga, los tucos intensos de las pastas, las carnes asadas al horno o las costeletas a la plancha. Era una amalgama de vahos confusa, pero agradable y hogareña, como si alguien hubiera decidido juntar las cocinas de cinco abuelas para preparar distintos menús familiares a la vez.
“Todo es bueno y rico”, decía José sonriendo cada vez que un comensal le pedía una sugerencia, aunque cualquier plato del día se convertía en una tentación. Las fuentes de ñoquis para compartir, las albóndigas con puré, el arroz con pollo o las lentejas con panceta y chorizo colorado eran delicias con sabor a recuerdos que permitían alimentarse y viajar en el tiempo. Las comidas de estación o de carta semanal también mostraban chapa de su historia. Los locros para las fiestas patrias, la paella a la valenciana de los jueves o los pucheros de los sábados tenían seguidores infaltables, casi al borde del fanatismo.
Aunque la confianza sobraba con la clientela de tantos años, José siempre mantenía un trato cordial y sobrio, como el de los mozos de antes. De camisa blanca, pantalón negro y moño al tono, era prudente al hablar, sincero al recomendar y discreto a la hora de escuchar las charlas que trascendían las mesas y se cruzaban con otras por los pasillos del comedor. Haciendo juego con esa mesura, Hugo se encargaba de cobrar en un mostrador que separaba el espacio y solo hacía una pausa para entablar charlas con los clientes de siempre que, a esas alturas, ya eran como amigos.
El bodegón tenía esa impronta. Bien podría haber sido el bufet de un club social pueblerino o el salón de una casona familiar de las de antes. Constantemente había gente y comida; sobraba calidez y aromas de cocina.
Los años pasaron, el tiempo hizo su trabajo y el destino jugó sus cartas. Como tantos locales neuquinos, el Comedor Alberdi quedó en jaque con la pandemia; la muerte de su propietario se encargó de dar el golpe final.
José, después de 46 años de trabajo en el rubro, finalmente se jubiló. Un día guardó su uniforme y su delantal, tocó por última vez las ollas y los sartenes y se despidió de una gran parte de su vida.
Hoy el lugar está cerrado, aunque se están haciendo obras de remodelación. Se comenta que por iniciativa de uno de los hijos de Hugo un nuevo negocio de comidas reabrirá sus puertas, seguramente más moderno como manda la tendencia gastronómica actual y probablemente con una marca más pretenciosa que la de un simple comedor haciendo referencia al nombre de una calle. Habrá que ver.
Mientras tanto, los viejos manteles cuadrillé que alguna vez cubrieron las mesas protegidos por hules lucen ahora descoloridos y colgados de la vidriera junto a un montón de páginas de diarios tratando de impedir que los curiosos nostálgicos puedan ver qué está pasando o intenten adivinar lo que está por venir.
Adentro, en medio de la obra, flotan aún los recuerdos de miles de almuerzos que se sirvieron en el viejo bodegón, la nostalgia de los olores mezclados de la comida casera y los murmullos de tantos clientes que fueron parte de su historia.
(Especial agradecimiento a Nico Visne y a José Planas)
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