Auca Mahuida, el pueblo abandonado, saqueado y cerrado
En 1999 se fue su último habitante y desde entonces se llevó a cabo el robo hormiga de ventanas, inodoros y demás elementos de los edificios. Hace cinco años pusieron una tranquera y hace imposible su ingreso.
“El silencio de ahí, duele”, había advertido uno de los docentes que pasó por el asentamiento mina La Escondida, un pueblo del que hace más de dos décadas se marchó su último vecino y hoy está abandonado, en medio de un clima desértico y a unos kilómetros del volcán Auca Mahuida.
La vegetación seca tapó las doce edificaciones que siguen en pie, pero arruinadas por el paso del tiempo, el viento y el vandalismo. Las ventanas y los techos desaparecieron hace mucho, y las paredes están a punto de caerse.
Frente a lo que queda de la escuela y la administración, dos de los edificios más importantes de esa época, la barda se comió a la comisaría y algunas de las casas. La única de las cuevas que quedó entera es la iglesia, un lugar en donde las ratas y los murciélagos hicieron nidos, mientras que el pequeño altar sigue de pie.
Del arroyo seco que da la bienvenida a lo que fue la civilización, parte una avenida que se abre entre los pastizales secos donde divide a las casas de las personas que estaban solteras de las que tenían familia, y termina en la boca de la mina, un gran agujero que supo tener unos 80 metros de profundidad, pero actualmente solo se observan cinco.
La zona de La Escondida, o más conocida como Auca Mahuida, está a 10 kilómetros para el interior del desierto por la ruta provincial 8, aunque por ahora su acceso es imposible. Solo se limita a aquellos que hagan travesías en camioneta 4x4, ya que no solo deben ingresar por campo abierto, sino que se debe saltar zanjones de hasta 5 metros de profundidad.
Con la colocación de una tranquera en el único ingreso que hay, desde hace 5 años las posibilidades de conocer este lugar son casi nulas. Ni los familiares que quienes están enterrados en el cementerio pueden ingresar.
Alguna vez esta mina basó su producción en la extracción de asfaltita o conocido en el sector como la Rafaelita, un mineral utilizado para explosivos como la pólvora o la dinamita.
El auge de la extracción se realizó hasta el 22 de agosto de 1947 cuando la mina explotó alrededor de las 14:30 horas y mató al menos 15 personas, que quedaron bajo tierra. Ese día, fue el principio del fin.
Se cree que la explosión se llevó a cabo por la combustión del gas metano, aunque se barajaron otras explicaciones: desde un chispazo con alguna herramienta, un cortocircuito eléctrico de las instalaciones de locales en la galería y hasta un cigarro encendido por unos de los mineros. Cada uno de los protagonistas explicaron la teoría que ellos más creían.
Según la empresa, murieron 15: José María Beltrán, José Solorza, Antonio Durán, Eleuterio Retamal, Antonio Vásquez, Abel Avendaño, Elías Cerna, Genaro Hildalgo; Basilio Leguizamón; Pedro Huentecol, Anastasio Peletay, José Moyano, Abelardo Guzmán, José Chandia, Oscar Jara y Oscar Flores.
Sin embargo, según el relato de los sobrevivientes, a esa cifra le faltan dos mineros de apellido Villar y Painemil, y cinco personas más que eran nativas de la zona y que estaban sin registrar.
Si bien la reapertura de la mina se llevó a cabo en 1953, nada fue igual. Muchos de los 900 mineros que llegaron a trabajar, partieron a Rincón de los Sauces y a otras localidades. El exilio fue casi una necesidad para conseguir trabajo, ya que para ese tiempo la venta de la rafaelita había comenzado a caer y, por consecuencia, la demanda de su extracción.
Este pueblo que supo ser el más grande de la zona se convirtió en un lugar de supervivencia. La crianza de chivos fue la única salida económica que por la poca vegetación y el clima seco fue muy difícil. Así, las posibilidades se fueron presentando en otras ciudades.
Durante la transición, la Escuela 120 “Carlos H. Rodríguez” fue la única institución presente y las casas de los mineros abandonados fueron usurpadas por los crianceros que se quedaban a vivir ahí de domingo a viernes para que los hijos puedan recibir una educación.
La institución funcionó hasta 1992 y siete años después Mina la Escondida empezó a ser un pueblo abandonado. Las últimas 13 familias, y más precisamente sus hijos y nietos, se reúnen una vez por año aunque la pandemia está postergando ese evento.
El vandalismo fue apareciendo entre el silencio agudo y el robo hormiga, y se fueron llevando vigas, ventanas, inodoros y puertas. Para frenar el saqueo total de La Escondida es que hace cinco años pusieron una tranquera que no deja pasar ni hasta los familiares de los difuntos.
Hoy la estructura de muchas de las edificaciones sigue de pie y, a pesar de la tupida vegetación seca que se está intentando apoderarse del lugar en las calles, entre parpadeo y parpadeo, hay vida.
El movimiento de lo que quedó en las aulas se percibe. Las hamacas parecen por momentos que no estar abandonadas y las distintas chimeneas amenazan con tirar un poco de humo. La bandera de la escuela amaga a flamear y el ruido del silencio más molesto se hace presente.
Si bien el pueblo está deshabitado y abandonado, las historias vividas dentro parece que no se callan.
(Crónica realizada a partir del testimonio de personas que vivieron en la localidad, publicaciones del diario de la época y con información del libro Auca Mahuida, volcán de recuerdos (2014) de Pablo Sura)
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