Corazón clandestino
Las fiestas clandestinas solo se les reprochan a los más jóvenes, pero los adultos también se juntan.
En medio de las restricciones por la segunda ola del coronavirus se puede apreciar mucho malestar, es literal, mal-estar. La gente está incomoda porque hay sensación de estar transitando un túnel infinito donde todavía no esta claro si hay luz al fondo o si solo nos creamos espejismos con la única idea de seguir. En este contexto de malestar generalizado, los psicólogos y psiquiatras explican que la pandemia no solo se materializa en este virus que muta de una cepa a otra, sino que también ha desatado una varieté de patologías entre las que se incluyen trastorno del sueño, ansiedad, depresión y fobias.
Al hartazgo se suman ciertas prohibiciones, como las reuniones sociales y el horario de circulación, que dan lugar a lo clandestino. Para el ser nacional, todo aquello que signifique quebrantar un límite es una atracción.
Pero ahora, nos centramos en las fiestas clandestinas que organizan los jóvenes que, de acuerdo con los datos estadísticos, son la población menos afectada por el virus. A esto no podemos negar que se suma la creencia, que todos tuvimos cuando transitamos esos bellos años de juventud, de que nada es imposible y la vida no se agota. Se vive al límite.
Cierto es que todos los fines de semana hay alguna movida organizada y viralizada. Todos saben dónde tienen que ir sin respetar ni la distancia social ni el barbijo, y el único alcohol que hay no es en gel.
Culpar a los pibes de esto es muy simple, pero acá lo que hay que preguntarse es qué rol y responsabilidad tienen los adultos. ¡Ah! Cierto que los adultos también organizan juntadas clandestinas, pero ellos creen que no lo son porque se consideran “gente grande”. ¡Hipócritas!
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