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El maestro de Auca Mahuida: "Mi primer impulso al llegar fue llorar y querer irme"

Roberto Rivero se emocionó al recordar su primer aula. Con 24 años llegó al colegio, que no tenía techo, cerradura ni infraestructura para dar clases. "La vida ahí era difícil, pero me enseñó todo lo que tenía que saber en la vida", contó.

Roberto Rivero fue el maestro designado para hacerse cargo de la única escuela de mina La Escondida. El primer día que llegó y estuvo frente del aula se largó a llorar y atinó abandonar el pueblo. “Yo venía de dar clases en Ciudad de Buenos Aires y llegué ahí, y el edificio no tenía techo, ni puertas, en un lugar sin luz en medio del desierto y con un silencio muy doloroso”, recordó cómo se vivía después de la explosión.

Había llegado el 8 de octubre de 1973 a la ciudad de Neuquén, desde la estación porteña de Constitución. Al preguntar a dónde estaba la llave de la escuela, le respondieron que no había cerraduras y que la institución estaba en una “situación irregular”.

“Al maestro, de nombre César, que iba a reemplazar lo había desaparecido la Triple A y el edificio estaba ahí abandonado hace tiempo”, recordó las primeras palabras que le dijeron al llegar a la Provincia.

Recorrieron la ruta provincial 8, toda de ripio, hasta llegar a la 1 de la madrugada en una noche muy oscura y cerrada. “Ahí no había luz ni nada, y yo caí con una valija con ropa, sin colchón ni frazada ni nada”, dijo y la primera noche durmió en la administración de la mina.

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Así está la escuela.

Así está la escuela.

Al otro día, aproximadamente a las 6 de la mañana, el sol comenzó a iluminar el pueblo. La explosión de la mina en 1947, había marcado a fuego la partida de los mineros y, por consecuencia, el cierre del almacén de ramos generales. “Ya veía el estado del pueblo, un estado de abandono total”, recordó.

Le preguntó al administrador dónde quedaba la escuela y le señaló el edificio blanco que estaba a 50 metros. “Ahí fui, pero cuando llegué a la puerta me quise ir del pueblo”, repitió varias veces Roberto, que en ese año tenía 24 y quería buscar un futuro con la profesión que amaba y lejos de la casa de sus padres.

“La escuela estaba sin techo. Las puertas caídas, sin luz, no había nada. Ni archivo, todo deteriorado, lleno de arena”, describió.

El edificio tenía el aula de 6 por 7 metros, una habitación de 3 por 3, que “no había nada, ni cama, ni mesa de luz, ni colchón”, y un baño. “No sé cómo hice para aguantar esas horas”, reflexionó y explicó que ninguno de los chicos sabía que el docente nuevo había llegado.

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A eso de las 11 del mediodía comenzaron a llegar los primeros alumnos y ahí “todo cambió”. “Yo tenía que quedarme porque mi propósito estaba en La Escondida”, aseguró, a pesar de todos los problemas que tenían: falta de pago, incomunicación y el silencio. Es que para cobrar su sueldo o abastecerse tenía que caminar 10 kilómetros hasta la ruta 8 y de ahí hacer más de 80 kilómetros a dedo.

“Ahí aprendí lo que es la soledad, el aislamiento, la falta de todo, pero la gente es excelente. Cuando llegué a La Escondida eran unas 10 familias, las que vivían ahí pero después después tenía la familia de los crianceros que estaban más arriba y traían a sus chicos a la escuela” dijo y recordó a cada uno de sus 37 niños.

Las clases las comenzó a dar en el salón de la administración de la mina, en una tabla en donde los chicos se sentaban alrededor. “Había de distintas edades y distintos niveles. Por ahí había dos chicos de 8 años, pero uno estaba en segundo grado y otro era analfabeto”, expuso la dificultad de dar clases en esas condiciones.

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Al correr de los días, un médico de Rincón de los Sauces había llegado a la localidad para vacunar a parte de la comunidad. “Al ver la condición en la que vivía, me preguntó qué hacía ahí”, rememoró. En ese momento, el docente volvió a reflexionar sobre la decisión que había tomado, pero no se arrepintió: “Acá los chicos me necesitan”.

El médico fue el primero de muchos en hacerle esa pregunta, hasta que un día “alguien presentó la primera solución”. “Cuando entraba un auto a la localidad era un hecho trascendental para el pueblo, todos nos quedamos mirando qué era y a qué venía”, recordó entre sonrisas.

“Esta vez es una camioneta del Ministerio de Bienestar social (MBS). Llega, estaciona y pregunta si hay un lugar para poder hacer entrevistas y no sé qué más. Les respondí que no lo podían hacer en la escuela por las condiciones edilicias y cuando las observó, me volvió a hacer la misma consulta, qué hacía acá”, aseguró Roberto y se emocionó al darle la misma respuesta: “Acá los chicos me necesitan”.

El funcionario del MBS comprendió la situación de Roberto y le pidió que lo acompañe a la capital a hablar con el Gobernador de ese entonces, Felipe Sapag. “Le digo que cómo iba a ir así, sin audiencia ni nada. Y me respondió no me preocupe que era su médico privado. Y bueno, fui”, contó.

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Se quedó a dormir en la casa del médico y al otro día partieron a primera hora para la gobernación. “Ahí el médico le dice al gobernador, que estuvo vacunando en la mina La Escondida, cerca Auca Mahuida, y me encontré con este maestro que mandaron de educación y la escuela está hecha una miseria a ver si le podemos dar una mano”, relató

Al parecer, el Sapag le invitó un café y llamó al Ministro de Obras Públicas y le dijo al funcionario: “Venite a la oficina que un joven necesita una mano”.

Según contó, el gobernador pidió que se hagan cargo de la situación. Lo que le preocupó a Roberto es que la escuela dependía de Nación y no de la provincia, a lo que Sapag respondió: “Sí, eso es verdad, pero los chicos son neuquinos y nosotros tenemos que estar ahí”.

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Roberto se volvió con un inspector de obras públicas que anotó todo lo que hacía falta y en un mes aparecieron por la localidad tres camionetas. “20 días después me dejaron la escuela casi nueva”, se volvió a emocionar.

Ese “mimo”, que era una necesidad, se convirtió en uno de los motores para que Roberto se quede en el pueblo. “Era vital estar presente con los chicos y ahora teníamos nuestro espacio, con aulas, baños, todo digno”, recordó.

Durante ocho años dio clases a los niños, estudió enfermería y se convirtió también en el único personal de salud y también fue el responsable de bombear el agua para las casas que quedaban.

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“Desde Educación me proponen abrir una escuela nueva en Aguada San Roque. Me mudé ahí a fines del 1981 y el 4 de abril de 1982 arranqué con un edificio nuevo que era escuela albergue, otras hermosa experiencia”, contó.

Estuvo dos años, hasta 1984, y que le vuelven a proponer un nuevo trabajo, pero esta vez en Añelo. “Llegué a uno que estaba lleno ratas y luchamos hasta que en junio de 1986 pusimos en marcha el nuevo edificio de la escuela”, agregó.

Luego se fue a vivir a Centenario, en donde se jubiló hace 15 años y su nueva pasión es la bicicleta. “No quiero volver más La Escondida. La escuela -se rompió en llanto- se llevaron hasta la chapa del techo. Y lo que más bronca da es que es el lejano oeste y la gente se organizó para ir a delinquir y a robar. Está en el medio de la nada. Para cualquier lado tenés 90 kilómetros”.

Entre el dolor del recuerdo y de las injusticias, Roberto está orgulloso de su primera aula. “Fue esa mesa en la administración que no solo me forjó como docente, sino en la vida. Fue un aprendizaje muy fuerte el que atravesé y se lo agradezco siempre a dios o a quien me haya puesto ahí”, concluyó.

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