Andrés Peressini y Luis Dibby navegaron el río más caudaloso del mundo durante 5 meses y medio. Hoy recuerdan las alegrías y peligros de su viaje.
Andrés Peressini lo supo a los 10 años. Cuando la maestra escribió en el pizarrón que el Amazonas era el río más caudaloso del mundo, las palabras de tiza cobraron una forma inusual que parecía estar llamándolo. Aunque no sabía cómo ni cuándo, confió en que algún día navegaría el agua dulce y oscura de ese cauce de Brasil. Y hace exactamente 30 años lo logró: apoyó su kayak en el río para iniciar una de las proezas más grandes de la aventura neuquina y multiplicar el amor por el canotaje por toda la provincia.
Después de terminar el secundario en Rosario, Andrés viajó a dedo hacia Neuquén para instalarse con unos tíos. Pasó un año y medio en la casa de ellos, hasta que tuvo los medios suficientes para sostenerse y decidió mudarse solo. Para ese entonces ya había empezado a tejer un vínculo con el río Limay.
Ya instalado en Plottier, ahorró para comprarse un kayak, dos chalecos y un par de remos. Junto a Fabiana, su novia de entonces y esposa de la actualidad, aprendieron a remar por su cuenta. Y mientras hundían la pala en el agua cristalina del Limay o en los lagos helados de la cordillera, Andrés diseñaba su sueño de navegar por el Amazonas.
A los 25 años, su aprendizaje autodidacta se transformó en un entrenamiento serio. Aunque algunos consideraban su sueño amazónico como una idea descabellada, otros se entusiasmaron con sus ansias y lo apoyaron para convertir su anhelo en una aventura posible. Y se pusieron manos a la obra para hacerlo realidad dos años después.
Andrés ya trabajaba como preceptor en el CPEM N°8, y sus alumnos organizaron una rifa para comprar los remos. La Municipalidad de Plottier le pagó la mitad de su kayak y el Hospital local le brindó un botiquín de primeros auxilios y el conocimiento necesario para enfrentar los peligros de la selva y vivir para contarlo.
Un año antes de emprender la travesía con Luis Diby, su infalible compañero de aventuras, Andrés hizo un viaje de reconocimiento. En 1990 llegó a la selva para conocer el terreno, interactuar con las comunidades nativas y preparase para los desafíos que enfrentaría más tarde. Navegó durante 7 días en una balsa, analizó las crecientes del río, detectó los rápidos y preparó la documentación que iban a pedirle en los puestos fronterizos.
Cuando los vecinos los despidieron en Plottier, pensaron que Andrés y Luis nunca regresarían. En un mundo sin redes sociales y con poca información disponible, irse de viaje durante meses a una selva hostil parecía una promesa de muerte, pero los dos jóvenes querían saborear la adrenalina del peligro y la satisfacción del objetivo cumplido.
El 2 de agosto de 1991 apoyaron los kayaks en el agua de su punto de salida, en Kiteni, a 300 kilómetros de Machu Picchu. Navegaron más de seis mil kilómetros durante más de cinco meses, hasta internarse en el mar y desafiar olas de cinco metros de alto en su camino hacia el destino final: Salinópolis.
En 15 días de combinaciones entre camiones, trenes y colectivos, llegaron a Perú. Y ahí comenzaron a remar en trayectos de ocho horas por día, donde se fundían con un paisaje tan mágico como peligroso. A bordo de sus kayaks austeros, con algo de comida, un botiquín y unos pocos dólares, enfrentaban la vida salvaje apenas armados con un par de remos de madera.
Aunque todos los días descubrían plantas y animales extraños, Andrés asegura que los exóticos eran ellos. A veces se cruzaban con una canoa y, al grito de “¡gringos!”, los pobladores nativos les regalaban unos plátanos amargos para fortalecer su dieta magra pero indispensable para seguir remando.
Los kayaks de Andrés y Luis se topaban con el paisaje alegre de los delfines de agua dulce, que se divertían nadando muy cerca de las embarcaciones, y también con las boas o las arañas que saltaban cerca de la espuma. Los mosquitos y otros insectos crecían de forma desmesurada y se cernían como una amenaza sobre sus tobillos desnudos.
Convertidos en cómplices inseparables, los dos palistas se entendían tan sólo con un gesto en la mirada. Y encontraban en las comunidades nativas actos de entrega y también de desconfianza, al tiempo que se sumergían en un terreno de hostilidades entre las guerrillas del Sendero Luminoso peruano, los militares y los narcotraficantes que se adueñaban de la selva y atormentaban a los pueblos originarios.
“En un momento llegamos a una comunidad en donde habían decapitado a varios de sus integrantes; cuando bajamos del kayak pensaron que nosotros éramos los responsables y nos quisieron linchar”, recordó Peressini. Como los pueblos hablaban dialectos extraños, dependían de que en cada grupo nativo hubiera un hablador; es decir, una persona que se comunicara en español o que entendiera las 40 palabras que Luis y Andrés sabían de portugués.
A la hostilidad de las alimañas y la amenaza del cólera, los palistas sumaban las noches que pasaban sin dormir para cuidar sus pertenencias, porque perder los kayaks significaba quedarse varados para siempre en la profundidad del Amazonas. A las 6 de la tarde dejaban de remar y se dividían para pescar, armar la carpa, encender el fuego y cocinar la cena. Si no había pique, sobrevivían con un poco de arroz o con las frutas que les regalaban las comunidades cuando lograban establecer contacto.
Casi siempre, el trato era amable. Los habladores les preguntaban por Maradona y los ponían a prueba en sus destrezas para el fútbol. “Me pasó un día que había 49 grados de calor y estaba calcinado por el sol, yo buscaba desesperado un sombrero de paja; un nativo tenía uno y se lo quise pagar, pero él me lo regaló”, se conmovió Peressini.
A cambio, los palistas entregaban las pocas medicinas que tenían en su botiquín, tratando de salvarles la vida a los nativos, pero arriesgando la propia estabilidad de su viaje. “Una vez vi a un adolescente en un camilla y cubierto por un tul, le estaban dando suero para hidratarlo, que era lo único que habían conseguido; yo le di mis antibióticos y algo para bajar la fiebre, y después nos fuimos para seguir remando, nunca supimos si sobrevivió”, explicó.
Aunque a veces pasaban un mes entero sin descansar, otras veces llegaban a las localidades más grandes y se quedaban cinco días para arreglar los kayaks y contactarse con sus familias en Argentina. Andrés esperaba ansioso las encomiendas de su esposa Fabiana, que le mandaba yerba, algunos dólares escondidos en un cassette y las fotos de su hija Ailín, que tenía apenas 13 días cuando el kayakista comenzó su travesía. Otras cajas traían los medicamentos necesarios para sobrevivir al cólera o una picadura de serpiente que podía ser mortal.
Cada noche y casi sin fuerzas, Andrés luchaba contra la penumbra de una fogata para plasmar todas sus aventuras en un cuaderno de viajes, que Fabiana transcribió luego en una máquina de escribir. Trataba de atesorar todos esos recuerdos que no había podido captar en fotos y filmaciones justo antes de que se les escurrieran de la memoria y los perdiera para siempre.
Treinta años después, Andrés observa los rostros de los niños amazónicos que fotografió en la travesía. “Sólo soy un aficionado, pero les sacaba fotos a ellos porque son nuestro futuro”, dijo y aclaró que hay muchas imágenes, como el saludo de un delfín, una palabra de aliento o la amenaza de un yacaré, que sólo tienen registro en su memoria.
A 700 kilómetros de la desembocadura, la influencia del mar puso sus fuerzas a prueba. Ya exhaustos, tenían los dedos de los pies en carne viva por la insistente humedad de los kayaks y, por la falta de caminatas, se desplazaban con torpeza, pero con pleno cuidado de no sufrir picaduras de alimañas. Dormían poco y con sobresaltos. Y tenían los equipos ya gastados y los remos casi desarmados, atados con alambre.
Con ese empuje, le dieron batalla a un mar que se imaginaban sereno, pero que los sorprendió con su ferocidad. Las marejadas y las olas de cinco metros de alto les dieron vuelta las embarcaciones y les costó mucho recuperarse. Pero dejaron el último resto de su aliento para navegar los últimos 200 kilómetros hasta el destino final, cuando la línea de llegada les dejó un sabor agridulce en la boca.
“Yo veo las fotos de ese día y no me veo tan contento”, reflexionó Peressini. En él se mezclaba la satisfacción por haber cumplido el objetivo que se planteó a los 10 años con la desilusión de abandonar la vida de aventuras que lo acompañó durante más de cinco meses. No sospechaba entonces que regresaría a Plottier para afrontar aventuras nuevas, que lo llevarían a fundar una escuela de kayak, ser profesor, director de escuela, intendente de la ciudad y diputado de la provincia.
Su viaje de 6 mil kilómetros estuvo plagado de dificultades. Cuando un grupo de militares los ataron, les apoyaron un arma en la cabeza y debatieron si matarlos o dejarlos con vida, Andrés y Luis pensaron en desistir de su proyecto. Pero la única salida que ofrecía el río era seguir remando con fuerzas hasta llegar al mar. Y gracias al apoyo del papá de Andrés, que los acompañó remando durante 20 días, y cientos de manos extrañas que les palmearon los hombros en los momentos más duros, los dos pudieron sonreír ante el desafío cumplido.
De regreso a Plottier, ofrecieron charlas en más de 40 escuelas para dar una lección necesaria: cualquier meta puede alcanzarse con empeño, consistencia y el respaldo de la comunidad. Y no hace falta cruzar todo el Amazonas porque en todos los ámbitos, la vida ofrece otros ríos dignos de ser navegados.
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