El más violento y famoso de todos los tiempos terminó muriendo muy joven con apenas 48 años, ya que le tenía miedo a las inyecciones.
El paso del tiempo y la curiosa categoría de celebrity que mucha gente pretende darle a determinados delincuentes, transformó a Al Capone en un adjetivo. “Te creés Al Capone”, “No te hagas el Al Capone”. Lo cierto es que Alphonse Capone, neoyorkino de nacimiento pero con sangre 100 % de Italia, desde donde sus padres habían emigrado a fines del siglo XIX, simboliza a la mafia, a la opulencia del dinero mal habido, a la “vendetta” y que “parezca un accidente”, a la ilegalidad hecha vida cotidiana, maquillada con gestos solidarios y bondadosos.
Al Capone fue el “enemigo público N° 1” para los norteamericanos; él y quienes lo combatieron se ganaron espacios en los diarios de la época como también, tiempo más tarde, en muchos guiones cinematográficos. Acusado de ser el responsable ideológico de múltiples homicidios, de contrabandear bebidas alcohólicas en épocas en que estaban prohibidas (regía la llamada “ley seca”), de manejar salones de juegos y de apuestas clandestinas y también de prostitución, hace 90 años era condenado por a justicia federal de los Estados Unidos pero por nada de lo que se lo señalaba, sino por “evasión fiscal”.
Sí, uno de los criminales más sanguinarios, que había eludido a la policía y a los tribunales con la habilidad y la cintura de un torero en su arena, encontraba la cárcel por no haber pagado impuestos y se ganaba un castigo económico irrisorio para la fortuna que había amasado con el delito: debió pagar unos 50 mil dólares de multa al fisco estadounidense (además otros 30 mil entre abogados y accesorias legales del juicio). Sin dudas que lo peor fue que ordenaron encerrarlo durante 11 años aunque sólo pasó tras las rejas unos seis y medio antes de continuar con un régimen de prisión hospitalaria debido a una enfermedad y, finalmente, conseguir la libertad por buena conducta. Una bicoca para el gánster más famoso de la historia.
Seguramente la etapa más dura haya sido cuando a partir de 1934 cuando estuvo encerrado en Alcatraz, prisión de máxima seguridad en la que perdió todo contacto con el mundo exterior aunque, dentro de lo que la situación le permitía, la pasó bastante bien, gozando de buena popularidad entre los otros reclusos y matando el tiempo tocando el banjo junto a otros dos presos con los que formó un trío musical.
A pesar de que su familia no tenía antecedentes mafiosos (su papá era peluquero y su mamá costurera), una formación muy estricta en un colegio católico de Brooklyn, llevaron a que el niño Alphonse Gabriel -a quien ya todos llamaban Al- se rebelara y cometiera una cantidad de actos de indisciplina que lo llevaron a la expulsión del establecimiento. El detonante: agredir a una maestra. Estaba en 6º grado y ya no hubo más educación académica luego de ese incidente. Desde entonces, su escuela fue la calle y aprendió todo lo que lo convirtió con el tiempo en el capomafia más poderoso. Antes de cumplir los 14, se metió en una pandilla llamada James Street Boys, que era comandada por otro italoamericano: Johnny Torrio, quien no sólo le enseñó la artes de la mafia sino que lo formó a punto tal de que con el tiempo Al Capone resultó su sucesor, tomando y ampliando los negocios.
Pero hubo algo más: Torrio lo convenció de que siempre había que mostrarse correcto ante la sociedad, porque “pertenecer y destacarse” eran atributos muy importantes. Antes de cumplir los 20 años y mudarse al que sería el centro neurálgico de sus delitos, Chicago, Al Capone tuvo una pelea con un pandillero a la salida de un prostíbulo. En esa pelea, recibió un navajazo que le lastimó la mejilla izquierda y le dejó una cicatriz. Y también un apodo que lo acompañaría de por vida y haría historia: “Scarface”.
En 1920, en Estados Unidos se instaló la llamada Ley Seca, que prohibía la comercialización e importación de bebidas alcohólicas, lo que motivó a que muchos vieran un gran negocio en llevar licores, whiskies y otras bebidas similares, de manera ilegal. Al Capone se anotó en esa lista y dominó el mercado negro, haciéndose fuerte también en el juego y en la prostitución, y en un rubro en el que historiadores lo definieron como implacable: limpiar el territorio de rivales y hacerse dueño de todo. En ese contexto, uno de los ríos de sangre más importantes de aquellos tiempos corrió el 14 de febrero de 1929 y fue conocido como “La matanza del Día de San Valentín”.
Esa masacre significó la muerte, fusilados, de siete miembros de una banda opositora a Capone, la de “Bugs” Moran, también contrabandista. Los habían citado con el supuesto fin de hacerles una gran compra y los asesinaron. No estaba Capone, quien, con las manos limpias, se encontraba en su mansión de Miami, en Palm Island. Pero, para su sorpresa, tampoco estaba Bugs, a quien más quería eliminar.
Esa matanza fue resonante y llegó a los oídos del presidente estadounidense, Herbert Hoover, quien ordenó salir a la caza de Al Capone. Y como costaba conseguir pruebas para llevarlo al banquillo y condenarlo, ya sea porque el mafioso limpiaba el terreno, se mantenía al margen en el momento justo o, simplemente, sobornaba y compraba a policías, fiscales y jueces, el gobierno federal entendió que sería más sencillo sorprender a su “enemigo público N°1” con cargos de evasión que con otros más pesados pero menos comprobables. Encima, haciendo caso al consejo de su mentor, Johnny Torrio, Al Capone buscaba sofisticar su imagen social financiando obras benéficas, como alimentar comedores populares en tiempos de La Gran Depresión norteamericana, donde el hambre abundaba mucho más que el bienestar. En el medio, seguía con lo suyo, como asesinar a dos “colegas” sicilianos, examigos que, según decía, lo habían traicionado, golpeándolos con un bate de beisbol.
Cuando en 1927 la Corte Suprema de Estados Unidos resolvió el llamado “caso Sullivan”, un traficante de whisky en tiempos de la Ley Seca, acusándolo de “evasión impositiva” porque no había declarado sus ganancias producto de la importación (¡ilegal!) de la bebida escocesa, Al Capone -que jamás había presentado ninguna declaración al fisco norteamericano que justificara su lujosa vida- rápidamente abandonó Chicago para instalarse en su mansión de Palm Island, a la que empezó a refaccionar aunque la casa no lo necesitara. Lo que necesitaba, en realidad, era blanquear su dinero clandestino.
Un arma oculta en su auto le hizo pisar el palito y tropezar a la salida de un cine. Con ese sencillo argumento de portación de arma, la policía lo detuvo y comenzaron las negociaciones entre abogados y fiscales. En marzo de 1931, un Gran Jurado discutió un cargo de evasión contra Capone por “32.488,81 dólares”. Luego de completada la investigación, se sumaron otros 22 cargos que totalizaban más de 200 mil dólares por violar la ley de impuestos a las rentas. Incluso, se le dio más importancia a esto que al haber violado a la ley seca por importar bebidas alcohólicas de manera clandestina.
Al final, lo encontraron culpable de cinco cargos y lo condenaron a 11 años de prisión, más las multas, y no le dieron la chance de pagar fianza. De todos modos, había intentado una última jugada: sobornar a todo el Gran Jurado (12 personas) que daría veredicto. Pero el juez Wilkerson, a cargo del proceso, se enteró y ordenó antes de iniciar el debate que se intercambiara al jurado completo por otro que estaba en la sala de al lado, desarticulando así la jugada mafiosa, la última que Al Capone intentó, hace 90 años, antes de ir a la cárcel por evasión.
Comenzando la década del 40, abandonó el hospital donde estuvo detenido en su última etapa de presidiario y volvió a su mansión en Miami. Sufría de una enfermedad llamada “paresia”, producto de la sífilis contraída en su adolescencia y que nunca fue tratada. ¿Por qué? El mafioso más violento y famoso de todos los tiempos, que pasó los últimos años de su vida con la salud en mal estado, entre la demencia y una pronunciada parálisis física y que terminó muriendo muy joven con apenas 48 años, le tenía miedo a las inyecciones.
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