Guillermo tenía un criadero de ovejeros junto a su esposa Marcela. El recuerdo de su perro fiel y campeón lo lleva a todas partes con un propósito.
Guillermo Sandoval camina con la certeza de quien lleva una promesa en la mochila. En neuquino y abogado de profesión, montañista por vocación, y su vida es un péndulo entre el derecho y sus ovejeros alemanes. Pero ahora su brújula marca un solo destino: las cumbres más altas de América, y en cada una de ellas, una bandera con el rostro de su perro más fiel.
Jarno Aus Tafel Land, o simplemente "Jarno", como él lo llamaba, no fue un perro del montón, aunque así lo fuera. Fue un campeón, un ovejero alemán, de gran porte y esa tez negra en el hocico que lo acompañó por Argentina, Chile, Brasil y Uruguay.
Más que un compañero, Jarno fue un maestro. Lo llevó a conocer paisajes, personas y mundos. Y cuando la vida hizo lo que siempre hace -quitar sin preguntar- dejó en Guillermo una ausencia insoportable. Pero en ese vacío, fue creciendo también un propósito.
“El objetivo principal es llevar el nombre de mi perro a lo más alto que se pueda”, dice con una convicción que corta el aire, y que conmueve a cualquiera que sienta el amor eterno por los perros.
Su proyecto no deja lugar a ninguna duda. Guillermo va a suspender los expedientes y juzgados por un tiempo en Neuquén y se dedicará a escalar las 10 montañas más altas de América y, algún día, llevar la imagen de Jarno al techo del mundo, el Everest. Sabe que no será una empresa fácil, pero lo intentará y va más allá de una cuestión física.
De la abogacía, a los criaderos y la cumbre
Durante años, Guillermo y su esposa Marcela Quiroga, también abogada, se dedicaron a la crianza de ovejeros alemanes en un criadero que tenían en Centenario. Salieron cientos de perros que hoy están con familias. Competían, viajaban por el país y forjaron un nombre en el mundo del adiestramiento canino.
Llegaron a tener más de 22 ovejeros en una vieja casona de una chacra de Centenario, y también hubo otros Jarno. Es su momento, los acompañabaPatroklos, un perro de una genética privilegiada, que es nieto de Jarno. Su nombre estaba inspirado en aquel guerrero amigo de Aquiles durante la batalla de Troya, señalado en la Ilíada de Homero.
Su criadero llegó a tener reconocimiento nacional, con ejemplares que destacaban en exposiciones y competencias. “Nos hizo conocidos en el ambiente, no solo en Argentina, sino también en Chile, Brasil y Uruguay”, recuerda.
Pero la crianza es una actividad que, como la vida misma, está teñida por algunas amarguras. Y son esas despedidas tristes. Cuando los perros comenzaron a partir, sintieron que era momento de cerrar ese capítulo.
“Duele que se vayan”, admite Guillermo, como el más sincero mensaje a cualquiera que haya atravesado el insoportable dolor de perder una mascota.
De aquel criadero de hace 15 años, hoy solo quedan seis, todos descendientes de Jarno. Son los últimos testigos de una era que ya pasó, pero que dejó una huella imborrable en su vida y en la de Marcela, su compañera que no lo abandona un momento en esta cruzada.
Y precisamente ahí, en el vacío que dejaron los ladridos en esa chacra, apareció la montaña. Primero fueron los cerros neuquinos, casi como un juego. Después, la aventura empezó a tomar otra forma. El Lanín se convirtió en la primera gran prueba. “Se me metió en la cabeza que quería subirlo y lo logré”, dice.
Luego vinieron el Tronador y el Domuyo, dos gigantes patagónicos que le dieron confianza y lo hicieron mirar más allá del horizonte, en la plenitud de toda la geografía de Neuquén.
Fue entonces cuando Mendoza también entró en la libreta de pendientes. Allí descubrió el imponente cordón montañoso de Vallecitos, una fábrica de montañistas con cumbres de 4000, 5000 y hasta 6000 metros de altura. Se propuso subirlas todas. Y lo hizo. Luego llegó la zona de Penitentes, otro refugio de alpinismo de alto nivel. “Cuando vi que ya estaba bien entrenado, pensé en elevar la vara”, cuenta. Y así nació el Proyecto Jarno.
Fotos, recuerdos y una bandera en cada cima
Guillermo cuenta que cada día comenzó a entusiasmarse más con la idea del montañismo y decidió escalar las 10 montañas más altas de América, nueve de ellas en Argentina, y en cada cumbre dejar la imagen de Jarno.
Ya tachó la primera de la lista que es el cerro Incahuasi, en Catamarca, de 6.640 metros, una expedición que hizo en solitario. “Fui solo a la cumbre”, recuerda. Fue la primera gran prueba de lo que vendría.
Luego llegó el Aconcagua, el techo de América con sus imponentes 6.961 metros. En un principio, lo tenía planificado para el final del proyecto, pero se presentó la oportunidad con un amigo y no la dejó pasar. Logró la cumbre en febrero de este año.
El próximo objetivo parece ser el Ojos del Salado, el volcán más alto del mundo, en el límite entre Argentina y Chile. Pero el camino hasta completar el proyecto es largo. No son montañas que se suben en un día. Cada expedición demanda semanas. No hay cumbre sin aclimatación, sin logística, sin campamentos de altura y sin sortear las barreras que impone la falta de oxígeno.
“Son expediciones largas, ninguna lleva menos de 15 días”, explica Guillermo. Cada paso requiere planificación, desde la alimentación hasta los porteos de equipo a distintas alturas
El mal de altura es el peor enemigo, y la única forma de vencerlo es subiendo y bajando varias veces antes del intento final. Pero no hay marcha atrás. Una vez que una idea se instala en su mente, no hay forma de detenerlo.
Mientras él escala, Marcela sostiene el hogar y el trabajo. Pero el proyecto es compartido y a veces es Guillermo el que se queda en casa y a Marcela le toca el turno de la escalada. Una acción recíproca y amorosa, que parece tener un Dios que los guía, y es el recuerdo de Jarno.
Es un pacto silencioso, un amor compartido por los perros y la montaña. Alguien tiene que quedarse con ellos. Porque para ellos no son simples animales, con una familia.
“No se los podemos dejar a nadie porque sentimos que nadie los va a cuidar como nosotros”, dice. Así se turnan. Mientras uno enfrenta la montaña, el otro protege la casa.
Guillermo lleva a Jarno en la piel, literalmente. Su tatuaje en el brazo es como un amuleto, y aunque ya no esté, sigue presente en cada paso. “No hay día que no hable de él”, confiesa.
Es que Jarno también estuvo en los momentos difíciles. En los días en que el mundo parecía venirse abajo, en las noches de incertidumbre y en los silencios pesados que solo un perro puede entender. No necesitaba hablar, solo estar. Y con eso alcanzaba.
La dolorosa hora de la despedida
Cuando envejeció, Guillermo y Marcela decidieron dar un paso al costado en la crianza de ovejeros. Habían tenido muchos perros después de él, algunos de su misma descendencia, pero ninguno como Jarno.
Quizá no hay un sentimiento tan frustrante que es comenzar a vivir la despedida de un compañero. “No es lo mismo”, decía Guillermo. No lo era. Porque más allá de los premios y las competencias, Jarno era familia.
Su foto está en su medalla de plata que tiene colgada y exhibe con orgullo, en su celular, en su historia, en su dirección de coreo electrónico, y en tantas cosas que imagina como una dulce compañía que se extraña a cada momento.
Todo en su vida, de una u otra manera, pasa por ese perro que marcó su existencia y del que no se olvida, como si se tratara de una historia que representa a muchos de nosotros por los amores perros: Jarno murió en 2011, pero nunca se fue del todo.
La recta final del sueño de Guillermo y de Marcela, es ambiciosa, costosa y nada fácil. Es llevar la imagen del ovejero al Everest, que es la montaña más alta del mundo, y el fetiche de todo escalador. Es un viaje planificado, y el desafío de promesas que guardan personas como Guillermo, que se ponen a prueba con los propósitos.
Sabe que no será algo al pasar. Pero si algo aprendió en la montaña es que las cumbres se conquistan paso a paso.
“Nunca pensé que iba a estar escalando en Bolivia o en Chile y estuve”, dice. Nunca pensó que llegaría al Aconcagua en su primer intento, pero lo hizo. El límite solo lo pone la voluntad.
Su mirada ya está en las próximas expediciones. Con cada cima conquistada, su sueño se fortalece. Y con cada bandera que flamea en lo alto, Jarno sigue viviendo.
Porque hay promesas que no mueren antes de que salgan de la boca. Porque algunas ausencias pesan tanto que la única forma de llevarlas es convertirlas en bandera y hacerlas eternas en la cima del mundo. Y porque hay perros que llegan a una casa, y otros que parece que nunca se van.
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