Durante seis años en la década del '90, El Jamaiquino fue el punto de encuentro de miles de neuquinos en la costa del Limay. “Para Navidad y Año Nuevo la calle Democracia explotaba de punta a punta”, recordó Fernando Pellín, su dueño.
Según la línea de tiempo, en el área centro de Neuquén, todo negocio relacionado a la gastronomía tuvo su etapa dorada, de moda, de repercusión, de historia, que seguramente quedó alojada en algún rincón de la memoria de aquellos que fueron participes y protagonista.
Café Victoria, Coli Bar, 7 y 1, La Barca, Vitral, El Italiano, Confitería Zoia, Tijuana, Café La Flor, El Ciervo (aún sigue con sus puertas abiertas), El Álamo, fueron algunos de los locales que dejaron su sello en el radio céntrico. Sin embargo, uno de los fenómenos que se gestó en el inicio de los '90 tuvo que ver con la movida nocturna en el Río Grande, a orillas del río Limay. Se podría decir que durante seis años cambio la hoja de ruta del trasnoche de los neuquinos, que no se quisieron perder nada y se volcaron en masa a la calle Democracia de piedra marcada por las huellas de algunos pocos autos que transitaban.
El responsable de que eso sucediera fue Fernando Pellín, que nunca imagino ni siquiera lo visualizó, el despegue que tendría la zona al proyectar El Jamaiquino, el primer bar que se instaló en el río. En ese período solo se encontraba la fábrica de helados Zoia, que estaba a cargo de Alejandro Ojo Menéndez, además de un amplio quincho al que poco uso se le daba.
Corría 1989 cuando Pellín decidió irse a estudiar a Buenos Aires y comenzar la carrera para convertirse en chef, carrera que no era habitual a la hora de hacer una elección mirando a futuro. “En ese tiempo estaba Gato Dumas y Ateneo de Estudios Terciarios. En esta última curse, estaba ubicaba en Las Heras y Pueyrredón”, contó.
Trabajando en la cocina de Raza, un restó que se ubicó en Las Cañitas, Fernando comenzó a gestar en su cabeza la idea de tener su propio bar. “Después de finalizar con el trabajo de cocina salíamos junto a amigos del laburo e íbamos a distintos bares y ahí me di cuenta de que me gustaba la idea de poner un bar. Junto a Julieta (su ex esposa y madre de sus cuatro hijos), hablando con unos amigos en Buenos Aires salió la conversación de poner algo en Neuquén. La idea principal era poner cuatro chapas y vender gaseosas, panchos y otro tipo de cosas”, reveló Pellín.
En noviembre de 1991 el neuquino volvió a la ciudad luego de cumplir con sus estudios y trabajar. “Me vine a ver el lugar con esa idea primitiva y luego lo pensé de otra manera. Lo que iba hacer esa lata de Coca –con un formato de puesto de bebida 4x4- lo lleve a un bar. La onda era presentarlo como si fuese un tipo parador de playa”, afirmó.
Con todo más o menos definido, el ex empresario gastronómico planificó el estilo que iba a tener su negocio. “Apunté a darle un estilo caribeño, con música reagge y conseguí a un tipo que era el único que hacía techos de paja en la zona. Se encontraba en un negocio histórico que queda en la primera rotonda para ingresar al centro de Cipolletti. Luego cerré el alquiler con Tito Menéndez (propietario del extenso terreno) y comenzamos a levantar el bar, que tenía deck de madera, unas sombrillas de paja y una parte del piso con puzolana”, detalló Fer, que en ese tiempo transitaba sus 20 años. “Me endeudé mal, no tenía ni auto”, acotó.
La apertura de El Jamaiquino no fue sencilla para su dueño. “No venía nadie, ni lo proveedores se acercaban porque desde el Tenis Club hasta el río la calle era todo de ripio. Asique las compras la tenía que hacer yo con una camioneta Peugeot 404 prestada y después en un Renault 6 que me pasaban. Me las tenía que rebuscar bastante porque no me daban ni bola”, agregó.
En panorama nocturno del río con El Jamaiquino era bastante desértico, pero la apuesta ya estaba hecha: “Estábamos solos. Venían a hacerme la gamba sólo los amigos. Después se fue corriendo la bola que había un bar en el río y la gente comenzó arrimarse por la tarde y se iba quedando hasta la tarde-noche. El primer año no fue tan bueno –en todo sentido- pero en el año 1993 explotó todo”, recordó.
El Río Grande desbordado y el centro desolado
En la temporada de verano de ese año, la gente que iba a tomar sol y disfrutar del Limay, ya tenía más conocimientos sobre el bar y veía con buenos ojos tener un lugar para tomarse algo y quedarse a pasar la noche en ojotas y malla. Apenas levantó las persianas de maderas que resguardaban el local, el público no solo espero por ese momento sino que hasta se puso ansioso. “Me llegaron a llamar por teléfono para saber a qué hora abría. No me daba tiempo a descansar porque todas las compras las hacía por la mañana y en el río no había nada. No era fácil, no alcanzaba el tiempo”.
El efecto que tuvo en la gente el tener un lugar en el que podía escuchar música, estar al aire libre, fresco, con el Limay a pocos metros como fondo, repercutió en los bares del centro neuquino al sufrir una baja considerable del público, que no dudó en elegir de la nueva propuesta.
“Al bar comenzó a venir mucha gente que estaba conformada por grupos de amigos, gente que se conocía de toda la vida en Neuquén y también de Cipolletti….se puso de moda total y los bares del centro bajaron mucho su laburo porque toda le gente comenzó a disfrutar de ir al río".
La nueva movida nocturna que iba en ascenso y tomaba más dimensión impulsó a que se abrieran otros bares. Detrás de El Jamaiquino se encolumnaron Zoia, El Quincho, El Faro, El Colectivo -se trataba de la carrocería de un micro de línea corta modificado- y tiempo después Oktubre.
“Al ver lo que pasaba con El Jamaiquino, Tito (Menéndez) comenzó a alquilar más lotes y se sumaron más bares .Y si bien hubo todo tipo de gente, el bar de moda siempre fue El Jamaiquino. Los pibes que llegaban al río por primera vez iban al Jamaiquino y después, no sé, tal vez se iban a conocer otro local”, afirmó Pellín.
“Lo que hacía Tito era darte un comodato de tres meses pero vio lo que se venía y comenzó alquilar los lotes por temporada y el número ya era otro, era salado (caro)”, acotó
Esperaban a que abriera el bar
La idea de Fernando en un principio era trabajar la temporada en Neuquén y volver a Buenos Aires, pero los planes dieron un giro de 180 grados y la decisión estaba más que cantada. “A las 11 de la noche abría y ya había gente esperando. Era medio loco eso porque no era habitual que el público esperara a que abra un bar. Y después pasaba que a las dos de la mañana me quedaba sin cerveza”, contó.
“En el inicio vendía 30 cajones y después cuando estalló el río, entre viernes y sábado, unos 120 cajones era el promedio de venta. Llegué a meter –detrás de la barra- esos tachos grandes de lata que se usan en la construcción lleno de bebidas. Ante esa cantidad de venta el camión repartidor ya venía hasta El Jamaiquino y todo fue más fácil. Según me comentaban los repartidores era el bar que más cervezas vendía en todo Neuquén”.
La cantidad de bebidas que se vendía llevó a qué el municipio exija a los dueños de los bares entregar un vaso de plástico al cliente para que no se lleva la botella de cerveza, una modalidad que luego continuó y que sigue hasta el día de hoy.
Daiquiri, tequila y Coronita, la novedad
La birra y el fernet siempre fueron un clásico entre las bebidas preferidas de los consumidores. Y en El Jamaiquino la aparición del ron y tequila también produjo su efecto en los consumidores. “Mucha gente probó por primera vez el daiquiri en el bar. También el tequila. Salía mucho (la venta) y también tuvo su moda, muchas chicas consumían el daiquiri de durazno o frutilla. Era fresco y acompañaba bien la noche. Eran pocos las personas que tenían conocimiento y hasta preguntaban con qué se hacía. Nosotros lo preparábamos con una simple licuadora, era todo así, nos arreglábamos con lo que teníamos”, recordó.
Otra de las ideas fue incorporar una marca de cervezas mexicana: “La Corona no era muy habitual verla en el mercado local. Se conocía pero no muchos la habían tomado. Yo hacía el pedido a un proveedor de Buenos Aires porque acá no existía y, si había, era mínima su distribución o los bares que trabajaban esa marca. Pero creo que no había”.
“Después incorporamos hamburguesas caseras, lomos, y despachábamos a morir. La gente se quedaba en el río hasta el atardecer y comía en el bar. También venía gente a almorzar y un poco más tarde a comer y pasar un poco la noche porque todo acompañaba; el clima, la música, el estar en el río. Había muy buena onda. Se laburaba todo el día”, agregó.
Era tanta la bebida que se consumía en el negocio que llegó a venir un distribuidor de Gancia en Buenos Aires. “El marketing era otro. El tipo me llenó de mercadería y después me dejó remeras, gorras para regalarle a los clientes. También se dio una disputa entre Quilmes y Budweiser. A esa altura me permitió negociar de otra manera”, sostuvo.
Personajes y autos “anfibios”
Neuquén siempre fue una plaza obligada para muchos artistas que salían de gira por distintos puntos del país. Fue así que el bar tuvo algunas visitas de esos personajes: “A veces no lo veía porque era un mundo de gente y estaba atendiendo. Pero paso Kiko Villagrán que estaba con su circo, Favio Posca que recién arrancaba con el personaje El Perro, algún músico de Bersuit, de los Caballeros de la Quema, no recuerdo bien porque la gente era la que me contaba. Del que si tengo un registro bien claro es del periodista Sergio Lapegüe que venía todas las noches. Estaba cubriendo el juicio del caso Carrasco y le agradaba el lugar y sobre todo el río. Mucha gente que venía de afuera no podía creer que tengamos semejante río a minutos del centro y de los barrios. Todavía creo que eso debe seguir pasando porque ya hay instalada gente de Venezuela, Colombia, Perú, Ecuador, Cuba”.
Como todo lugar en donde concurre una masa de gente siempre queda alguna que otra anécdota. Pellín no puede dejar de citar cuatro episodios difíciles de borrar. “Una vez apareció un Fiat 125 o 128 sumergido cerca de la bomba. Había una parejita en el auto bastante entretenida haciendo lo suyo y se les fue el auto al río. El auto se hundió con las luces de posición prendidas, por suerte no pasó ninguna desgracia porque lograron salir. Después lo mismo con un Citroën, pero esta vez el dueño lo dejo sin cambio y se le fue al fondo”, recordó.
Otro registro que le quedó intacto fue con la gente que no se quería ir del río y se quedaba cuando ya todo estaba cerrado. “Cerraba el bar y había gente que se quedaba igual. Y por ahí mirabas a la costa y veías que se sacaba el jean o lo que sea y se metía a bañar. Hubo gente que hasta se zambulló totalmente desnuda. Todo eso se daba como a las siete, ocho de la mañana. Inclusive, me han contado que gente ha llegado a quedarse hasta el mediodía”.
La última de las anécdotas no es tan atractiva; tiene que ver con una de las crecidas del río que inundó todo la zona en donde se ubicaban los bares. “La verdad que me asuste porque estaba todo tapado y no sabíamos si íbamos a poder trabajar la temporada. Por suerte bajó el nivel del agua y pudimos trabajar”.
Un hormiguero y una clausura que no fue
Pellín no duda en asegurar que los mejores años del río fueron entre 1994 y 1996. “Se trabajó muy bien y las fiestas de fin de año fueron tremendas. Fue una sorpresa, la gente se volcó toda al río y la calle estaba repleta de punta a punta (desde Avenida Olascoaga hasta Río Negro). En la rotación de gente habrán pasado más de cincuenta mil personas. La gente fue tanta que el diario hizo una cobertura porque era increíble la gente que no paraba de llegar”, comentó y agregó: “Fue medio una caos porque el tráfico de autos bajando por la avenida Olascoaga era muchísimo y la gente que se movilizaba tardaba más de media hora en llegar. Después para para estacionar era otro tema”.
Previo a un festejo de Navidad, El Jamaiquino sufrió un traspié y fue clausurado por parte de agentes del municipio. Según Fernando buscaron algún tipo de infracción para poder cerrar el negocio. “Tenía todas las normas que me solicitaron bien pero me exigieron que pusiera baños químicos. Los únicos baños que funcionaban era los que tenía el local de Zoia –estaba pegado a su fábrica de helados- que atendía José (hijo de Tito). Inclusive, recuerdo bien, me decían que se me iban a terminar los privilegios. Querían clausurar el bar por diez días a poco de las fiestas de fin de año”, contó.
“Por suerte nos movimos rápido con el abogado Carlitos Arias y pudo meter una medida cautelar. El 24 de diciembre a las 21 horas abrimos. Todavía sigo creyendo que era un complot porque se vinieron (los agentes municipales) derecho a El Jamaiquino”, destacó.
En el 97’, el panorama en el río fue cambiando y los robos comenzaron a tener su protagonismo, además se sumaron las peleas que se daban entre jóvenes y la presencia más notoria de sustancias. “Se mezcló mucho la gente, se puso más peligroso y la inseguridad era bastante. Eso se reflejó en los medios y mucha gente comenzó a dejar de ir. Comenzó a tener miedo. Creo que duró lo que tenía que durar. Ya esos grupos de amigos no estaban y la onda era otra”, aseveró.
“El Jamaiquino tenía su identidad, la gente que venía eran bien neuquinos, de toda la vida, y muchos se conocían de cruzase en algún lado, del colegio, de algún club….conozco caso de parejas que se han conocido en el bar y hoy están casados. Creo que ha dejado buenos recuerdos y muchos tendrán su anécdota o historia que contar con lo que paso en esos años en el río. A mi hijo más grande (Nacho) le ha pasado que cuando dice su apellido le preguntan si su papá era el dueño de El Jamaiquino y terminan mandando saludos. Fue mucha la gente que pasó por el bar, mucha. Y esa movida en el río creo que marcó a una generación”.
En su última etapa con El Jamaiquino, Pellín paralelamente jugó una nueva ficha y apostó a pleno en el centro neuquino. “El último año del bar lo trabajo Willy que fue socio por ese tiempo. A mí El Jamaiquino me permitió poner otro negocio, Margarita”, reveló. “Y en Margarita me pasó lo mismo. No iba nadie y de un día para el otro explotó de gente y comenzó otra historia”, cerró Pellín, quien desde 2009 está radicado en Villa La Angostura.
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