La bandeja fue su escuela y por casi 20 años estuvo al servicio de la presidencia de la Legislatura. Cómo le gustaba el café a Brollo, Pechen, Figueroa y Koopmann.
Hay un almuerzo protocolar en la Legislatura. Una comitiva de empresarios extranjeros está reunida con la vicegobernadora y Jorge Ponce está de servicio. Los atiende con dedicación, es un mozo experimentado. La jornada concluye sin pormenores. Al día siguiente, Gloria Ruiz le pregunta en confianza un pequeño detalle de la reunión, pero Jorge responde con seguridad: “Señora, sepa disculparme, por favor, pero yo cuando trabajo soy ciego, sordo y mudo”.
Esa fue siempre su escuela. Desde muy chico, Jorge aprendió que el oficio de mozo implica manejar la sonrisa, la bandeja y el café, pero sobre todo la discreción.
Jorge nació en Mendoza, pero vive en Neuquén desde los 9 años, cuando con su familia llegaron al barrio Villa Farrel. No duda un segundo en decir que es neuquino: “Neuquén me dio todo, nos dio todo”. Terminó la primaria en la Escuela 118 y empezó la secundaria en la ENET 2, pero pronto abandonó: era un auténtico pata de perro. Hasta que un día, su papá lo miró a los ojos y le pidió que por favor colaborara con no hacer sufrir a la familia. Era una época muy dura, el hombre había perdido el trabajo luego de que la empresa de servicios petroleros donde trabajaba lo despidiera cuando fueron las privatizaciones. Y aunque había abierto una pequeña panadería para sostener la economía familiar, no alcanzaba.
Sus inicios como mozo en tradicionales locales
Jorge salió a buscar su primer trabajo y lo encontró en el Café del Sol, en la galería del bajo neuquino. Tenía 17 años y ese era su primer contacto con la gastronomía. Ahí aprendió lo básico sobre cafetería, sobre el mundo de la cocina, pero ante todo a tratar con la gente, a volverse encantador.
Un tiempo después, vino la época de la colimba. Los primeros meses, estuvo en Junín de los Andes, pero pronto conocieron su potencial y lo convocaron a trabajar en el Casino del Suboficiales del Regimiento de Montaña 6. Desayuno, almuerzo, cena: ahí atendió a militares de alto rango y fue una escuela intensiva de protocolo.
Cuando terminó el Servicio Militar, consiguió trabajo en el Carrito del Parque, que aún hace esquina en Rioja y San Martín. Recuerda muy bien las mañana en que cerca de las 9, un reconocido personaje de la política local solía llegar a pedir un tinto. Jorge llenaba con vino una tetera, elegía una buena taza de café con leche y se la llevaba a la mesa.
Después vino la época del Café Italiano, en el corazón de Neuquén, un clásico que compartía cuadra con la emblemática Stamaris, con Amici y tenía en frente la Casa del Canillita. Jorge salía con su bandeja desde Buenos Aires y Rivadavia a varias cuadras a la redonda, porque si hay algo que caracterizaba al lugar era el buen café y si hay algo que siempre le había gustado a ese mozo era patear la calle. Pero lo real sucedía adentro, en ese universo de espuma y vapor, de charlas infinitas, de gente rota, de rosca y chicana. No faltaba el día en que llegaba el gerente del banco a buscar su caña Legui y se acodaba en la mesa hasta que perdía noción del tiempo y entonces Jorge lo llevaba del brazo hasta la puerta de casa. La jornada empezaba con la cena y terminaba en el desayuno y en el medio el Café era un refugio, una posibilidad para quienes iban caminando la noche.
Su amor por el café
“Ahí me enamoré del café. Un buen café tiene que tener cuerpo, aroma, sabor, temperatura. Mi favorito era el Italiano, un café fuerte con canela. Aprendí a preparar especiales: irlandés, capuchino, cubano. Aprendí a hacer tragos. Pero sobre todo conocí gente entrañable, personajes del Neuquén de ese momento, como Mario Luis, que era el dueño de Donato; o Don Pablo, de Franz y Peppone; o Luis Oroná, la eminencia en protocolo; o Luis Salinas y otros artistas que llevaba Pablo Celoria”, cuenta.
Jorge recuerda una vez que Abraham Tohmé, periodista, locutor y hombre de radio, le prestó la plata para pagar el alquiler. “Don Tomé, le voy a decir la verdad, jefe, me gasté la plata del alquiler, le quiero pedir prestado”, le dijo un día. En 10 minutos lo tenía resulto. Sin especialidad, sin nombres raros, el café sólo era un lugar para descansar del resto del mundo, un espacio de gratitud.
Una vez, a Jorge le tocó trabajar en un cumpleaños de 15. A veces hacía ese tipo de eventos. Esa noche había dos muchachos de la Legislatura: Jorge Sierra y Néstor Fonseca. “Vos tenés que venir a trabajar con nosotros”, le dijo uno. Jorge se rió porque para él era algo imposible de imaginar. Pero los compañeros insistieron y fueron a hablar con Juan Benítez, por entonces secretario de Anel, el sindicato Legislativo. Querían a alguien experimentado y habían dado con la persona indicada. Enseguida se habló con las autoridades y a los días, el mismo vicegobernador Federico Brollo, acompañado por la secretaria de Cámara, Cielo Chrestía, le tomó la entrevista para que ingresara a trabajar a Bufet de Presidencia de Olascoaga 560.
Los gustos de los vicegobernadores
“Me cambió la vida. Soy un agradecido. Siento un profundo orgullo de ser legislativo”, dice emocionado. El nuevo trabajo no sólo implicó una estabilidad económica, sino la oportunidad de terminar el secundario, de sentirse valorado, de proponerse otros objetivos.
“La primera que me incentivó a estudiar fue la doctora Ana Pechén, me preguntó cómo estaban mis estudios y enseguida me mandó a la escuela. Pasé horas y horas estudiando. Me acuerdo bien de esa época. Después hubo un acuerdo importante entre Anel, el sindicato de Calf y de la Muni y se abrió un Fines para que los empleados pudiéramos terminar de estudiar y jerarquizar nuestro trabajo. Y finalmente, en 2014, terminé la secundaria”, explica.
Reservado, leal, agradecido: así se define Jorge y así se muestra. No da detalles de más, todo es desde la nostalgia.
“Federico Brollo es un hombre sencillo, humilde. Tomaba mate amargo y agua. A veces alguna medialuna salada. Cuando se fue nos despedimos con un abrazo grande y me regaló su mate. A él le debo este trabajo. Nunca me podría olvidar de eso”, cuenta.
“La doctora Ana Pechén también tomaba mate amargo y café solo. Siempre tenía agua. Era una excelente compañera, siempre amable, atenta, buscando lo mejor de todos”, dice.
“¿Rolando Figueroa? Café solo, mate cocido, agua con jengibre y limón y si quería Coca Cola era light. Siempre estaba predispuesto a compartir con el personal, con los empleados legislativos. Organizaban actividades. Tengo todo el respeto por él. Una vez me regaló una torta para mi cumpleaños, llegó con una selva negra, para mí fue un gran reconocimiento que no me olvido más”, relata.
“Marcos Koopmann es una persona entrañable. Buena gente. Cuando llegó solo tomaba té con leche, a veces tostadas de queso y dulce. Después le empezó a gustar un café de tres colores que yo preparo. Haceme uno de esos que vos sabés, me decía. Muy humilde, muy humano. Laburamos mucho en la época de Marcos, hicimos muchos eventos. Había mucha confianza. Compartíamos nuestra pasión por River. Cuando se fue me regaló su taza del BPN, su tabla de River y el mate”, detalla.
Aunque trabajó poco tiempo con Gloria Ruiz, la actual vicegobernadora, explicó que prefiere la lágrima doble, que siempre hay fruta y agua en su escritorio. Dijo que es una persona sencilla con la cual está muy agradecido porque le permitió comenzar de nuevo donde está hoy, en la Biblioteca Gregorio Álvarez de Casa de las Leyes.
Un nuevo comienzo
Sobre el escritorio, de anteojo, guantes y con un pincel en la mano, Jorge limpia los libros que hay que reacomodar en las estanterías. Un chico pide un vidrio para cortar el cartón de las maquetas y que no se dañe la mesa. Jorge sale inmediatamente y se queda mirando lo que hacen los estudiantes de la escuela técnica. “Están haciendo la Casa Curutchet”, dice casi susurrando, con cierto grado de admiración y un poco de orgullo, con una sonrisa que le ocupa la cara.
Hace poco más de dos meses que Jorge soltó la bandeja y ahora trabaja como auxiliar de atención al usuario en la Biblioteca de la antigua Legislatura. Dice que le cambió la vida y que le encantaría jubilarse ahí. Dice que le gusta aprender cosas nuevas, pode estar en contacto con otra gente. “No me alcanza la vida para agradecer a todas las personas que fui encontrando en el camino que me permitieron estar donde estoy hoy. Mis compañeros del Bufet, a Juan Benítez, a mis jefes, a mis compañeras de actuales… la lista es interminable. Pero sobre todo a mis padres, ellos me enseñaron lo que es un trabajo honesto, me enseñaron de sacrificio y me inculcaron los valores de una persona de bien” dice.
En los tiempos libres, Jorge les enseña a quienes quieren escuchar los secretos del buen café. Franco, el mozo más joven de Casa de las Leyes, siempre está dispuesto. Conversan: le muestra cómo hacerse el nudo de la nueva corbata; le cuenta algún truco de cómo batir la leche o la temperatura a la que debe estar el agua; le explica por qué es importante llevar la tetera, pero sobre todo le habla una y otra vez del abc del oficio, del código de mozos, el que aprendió en la calle y en la vida: respeto, silencio y caballerosidad.
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