Fumé durante más de 25 años y así pude dejar el cigarrillo
En el marco del Día Internacional Sin Tabaco, cómo es superar la adicción al cigarrillo y los detalles de un tratamiento.
Hoy en todo el mundo se celebra el Día Internacional Sin Tabaco y la fecha coincide con un logro personal: hace exactamente dos meses fumé mi último cigarrillo y, por primera vez en 25 años, la efeméride me encuentra libre de humo. Pero ojo, este no es el relato de un ex fumador. Tampoco el de un adicto recuperado. Es apenas el testimonio de alguien que está haciendo el intento por no ser una de las ocho millones de personas que al año mueren por tabaquismo. Es la experiencia de alguien que está transitando la desintoxicación, con abstinencia y con dificultades.
Bajo asistencia profesional me recetaron Bupropión, que es un antidepresivo indicado para el tabaquismo. En mis dos intentos anteriores también me habían suministrado parches de nicotina y, la verdad, todo había marchado mejor que ahora. Esta vez el proceso demanda un mayor esfuerzo: con voluntad tuve que reducir a la mitad la cantidad de cigarrillos diarios, sumar actividad física, y encarar una dieta libre de gluten y azúcares, alimentos que envían al cerebro señales similares a las que manda la nicotina. Recién después de todo eso incorporé los fármacos, y desde ahí sí, cero pucho.
El neumonólogo me dice que la adicción a la nicotina es tan fuerte como la de la cocaína o la heroína; y que el desafío está en superar los “craving”, que son esos deseos insoportables de fumar, que aparecen con cierta frecuencia y que duran escasos segundos. Es verdad que no duran más de un minuto, pero también es cierto que por día aparecen un montón de veces – con el tiempo empiezan a atenuarse y espaciarse- , y que esos segundos se vuelven eternos. Tomo agua, mucha agua, como pochoclos, muchos pochoclos, y me amargo, me amargo mucho. Pero eso sí, cero pucho.
Aunque ya hayan pasado 60 días desde la última vez que fumé, todavía sigo teniendo en mi cuerpo varios de los síntomas de abstinencia. Tengo que confesar que en algún momento me olvidé de tomar la pastilla por tres o cuatro días, (algo que equivocadamente asumí como un signo de independencia y recuperación), y hará dos semanas que – sin el aval del médico- la abandoné definitivamente. Ahora escucho canciones de Nick Drake para ponerme más triste de lo que estoy, manejo un pésimo humor, duermo mal, tengo insomnio, me cuesta concentrarme, y a la noche me agarra voracidad. Llevo aumentados más de siete kilos desde que comencé el tratamiento, y eso que hago un esfuerzo por comer sano y por no devorarme todo lo que hay en la heladera. Eso sí, cero pucho.
Más allá de todos estos malestares, hay una sensación de bienestar: me siento bien. Me reconforta haberme puesto un desafío para mejorar mi calidad de vida y lo mejor: estar cumpliéndolo. También advierto algunas buenas señales: mayor capacidad aeróbica (en el torneo Don Pedro ya no pido el cambio en el entretiempo), recuperé de manera exagerada el olfato, dejé de roncar y mejoró mi aliento. Me expuse a reuniones sociales donde fumaron al lado mío y no claudiqué; tomé alcohol (aunque no es recomendable bajos los efectos de la medicación) y resistí las ganas de fumar. Estoy en un momento en el que el humo me da cierta repugnancia, y permanentemente me recuerdo que tengo que seguir por este camino, porque ya conozco el desenlace: si prendo uno vuelvo a fumar. Por ahora todo genial: cero pucho. Sólo por hoy.
Ahora me pongo pesado y quiero que todos mis amigos, amigas y compañeras de trabajo dejen de fumar. Les digo que se puede, que vale la pena, que hay que pasar las primeras 48 horas libre de humo y que después todo se pone más fácil. Les digo que cualquier método es válido, que intenten con parches, con chicles, con el método del láser, con Tony Kamo, leyendo el libro de Allen Carr “Es fácil dejar de fumar si sabes cómo”, pero que dejen de una vez. Me pongo místico y les digo que encontrar una zanahoria que te motive es fundamental. En mi caso las zanahorias fueron dos: en septiembre voy a ser papá de mellizos.
Aunque sobren los motivos para dejarlo definitivamente, hay momentos en los que siento que estoy viviendo una especie de duelo, pero no el de la pérdida de un ser querido, que es algo irreversible. Acá el duelo es similar al de una separación, en la que siempre está la posibilidad de meter la pata con la ex, de querer volver aunque sea un ratito. Es un duelo con la posibilidad de ir al kiosco a buscar un pucho suelto, fumarlo, marearse, y al instante arrepentirse.
Dicen que una de las claves para no sufrir una recaída es evitar los hábitos o las acciones que van acompañadas de un pucho. Por ejemplo tomar mate o café. En mi caso las más asociadas con fumar son escribir y hablar por teléfono. Lo cierto es que después de haber fumado más de la mitad de mi vida, en el fondo toda mi historia está atravesada por el cigarrillo: fumé manejando, debajo de la lluvia, en los baños de los micros de larga distancia, en las aulas de la universidad, en los boliches, en el patio de escuela, en el galpón de la casa de mis padres, en baldíos. Fumé en todos lados. También fumé por cada estado de ánimo: de aburrido y por diversión. Esperando el colectivo y al bajarme del colectivo. Al entrar al trabajo, al salir del trabajo y en el medio de la jornada laboral. Fumé un puchito tranquilo y otro muy nervioso, esos a los que se le forman la ceniza larga. Fumé antes de entrar a un examen, y para hacerme el canchero en la entrada de una matinée. Fumé en ayunas y después de comer. A escondidas y a la vista de todos. Fumé demasiado tiempo, ya está bien.
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