Preocupa la escasez de vocabulario. Cuando las palabras nos faltan, se nos limita el pensamiento y se nos achica el mundo.
En cada gesto de espanto ante los resultados de las pruebas Aprender y otras mediciones de desempeño educativo, el foco parece estar siempre puesto en las ciencias duras. Las matemáticas, esa disciplina con fama de difícil, parece ser el termómetro para medir lo que saben o no saben los estudiantes. Como si saber fuera sólo saber sumar.
Pero un artículo reciente del diario La Nación mostró la preocupación de los docentes de la UBA ante la dificultad de sus estudiantes avanzados para leer, escribir y entender -por más sorpresa que cause- algunos términos que los profesores consideraban frecuentes, como “estereotipo”, “convictos” o “lugar común”.
¿Y si saber fuera saber hablar? ¿No será la lengua la llave para abrir el mundo y aprender todo lo demás? ¿No encierra el idioma también una lógica, como lo hacen las matemáticas, para comprender todo lo que nos rodea?
Frente a un lenguaje visual cada vez más esquizofrénico y avasallante, los estudiantes de todas las generaciones llegamos a las aulas con una atención desgastada y con un alfabetismo digital que parece llevarnos otra vez a la evangelización por vitrales y estampitas de la Edad Media, porque nos faltan las palabras para absorber nuevos saberes, para cuestionarlos y hasta para producir los propios.
Nunca fue tan fácil como ahora producir y distribuir información. Pero nunca fue tan difícil lograr que alguien la consuma. Y en este mundo feliz de Huxley, cada vez más nos hablan más pero escuchamos menos. Si lo más valioso es lo más escaso, ¿de qué valen esos mensajes fragmentados, reiterativos y superficiales que inundan las redes sociales?
Sólo podemos concebir aquello que podamos nombrar y por eso, cuando las palabras nos faltan, se nos limita el pensamiento, se nos achica el mundo.
Por más difícil que resulte, urge encontrar la estrategia para frenar el mecanismo de la desatención, quizás quitando el engranaje del aburrimiento y sumando el de las palabras. Así, la lengua se vuelve la llave para aprender, no lo que nos enseñen, sino lo que realmente nos importe.
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