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La Mañana Cipolletti

Simón Lochbaum, el chef que cocina al ritmo de las estaciones en Cipolletti

Basa toda su propuesta en la estacionalidad y el producto local, con una gastronomía que cambia según el clima y los ciclos naturales del Alto Valle.

Hay cocinas que buscan impresionar por la técnica, por la complejidad o por la rareza de sus ingredientes. Y hay otras que encuentran su identidad en algo mucho más profundo y más simple: la tierra, el clima y los ciclos naturales. La cocina de Simón, al frente de Marga en Cipolletti, pertenece a este último grupo.

Su filosofía no está definida por una corriente gastronómica, ni por una tendencia, ni por un chef de referencia: está definida por las estaciones y su propio paladar, obvio.

La estacionalidad no es un detalle ni una declaración de marketing. Es el centro de su manera de trabajar, pensar y crear. Una idea que atraviesa todo: desde la elección del proveedor hasta el armado de la carta, desde la intensidad de los sabores hasta la técnica de cocción. Y es justamente ese concepto, llevado al extremo con convicción y coherencia, lo que distingue su propuesta.

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Sutileza y estacionalidad, sello inconfundible.

Sutileza y estacionalidad, sello inconfundible.

Antes de llegar a esa mirada tan afianzada sobre el producto, Simón tuvo un paso clave por La Toscana. El restaurante neuquino fue su primera experiencia laboral y, sin saberlo, su primera escuela gastronómica. Entró por la puerta administrativa: facturas, remitos, control de stock. El orden de la cocina todavía le quedaba lejano. Pero desde el primer día sintió algo. Una intuición que lo llevó, casi sin planearlo, a cruzar la frontera del escritorio y empezar a meterse en la cocina.

Ese salto, aunque rápido, no define hoy su historia. Lo importante no es la velocidad de su ascenso, sino lo que aprendió ahí: disciplina, respeto por el producto, sentido de responsabilidad, idea de sacrificio. Y sobre todo, un descubrimiento que le marcaría el futuro: la estacionalidad como forma de entender la gastronomía.

En ese primer restaurante vio por primera vez el valor de un tomate de verano frente a uno de invierno. Entendió lo que significa trabajar con hojas amargas en época de frío, o con hongos en otoño, o con vegetales que necesitan frío para concentrar sabor. Aprendió que cada estación pide técnicas diferentes, platos diferentes, pesos diferentes. Allí entendió que una cocina seria no discute contra la temporada: se entrega a ella.

Simon Lochbaum Marga

La estacionalidad como principio irrenunciable

Con el tiempo, ya lejos de su etapa formativa, la estacionalidad dejó de ser un recurso o una recomendación para convertirse en una convicción profunda. Es un principio que defiende a rajatabla, incluso cuando implica limitar la carta, ajustar platos o explicar a los comensales por qué ciertos productos no se ofrecen todo el año.

Simón lo explica con una claridad sin adornos:

—“Vos podés comer tomate todo el año. Pero comés uno en diciembre y comés uno en julio, y son dos cosas diferentes.”

Esa diferencia es el corazón del asunto. Un tomate de verano tiene sol, calor, nutrientes, un desarrollo natural que se expresa en sabor, jugo y color. Un tomate de invierno, en cambio, tiene otro recorrido: maduración artificial, viajes largos, calor mal aplicado, falta de intensidad. Puede ser funcional, pero nunca memorable. La cocina de Marga está organizada como un almanaque vivo: cada estación abre y cierra puertas.

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La cocina de Marga juega mucho con conservas y pickles, hechos por ellos mismos.

La cocina de Marga juega mucho con conservas y pickles, hechos por ellos mismos.

Lo interesante de trabajar con la estacionalidad como eje es que obliga a que el restaurante cambie constantemente. No solo la carta: también las técnicas, los pesos, los colores, las ideas. En verano, donde todo explota, el desafío es elegir y equilibrar. Hay un exceso maravilloso: tomates reliquia, pepinos crujientes, duraznos, ciruelas, chauchas, calabacines, hojas tiernas. Simón describe esa época como un vestuario lleno de jugadores brillantes. Tener demasiado también exige estrategia.

En invierno, la cocina se vuelve más introspectiva: hojas amargas, raíces, caldos más densos, cocciones largas, sabores profundos. El clima pide otro tipo de abrazo culinario. Y la carta responde. El otoño tiene a los hongos y a los sabores terrosos; la primavera, a los brotes y los verdes vivos. Cada estación tiene su encanto y su obstáculo, y en esa tensión se cocina la creatividad.

Simon Lochbaum Marga

Dentro de esa relación con la tierra, muchos productos tienen un rol emocional. Simón habla de ellos como si fueran viejos amigos que vuelven a aparecer después de meses de silencio.

Los espárragos y los alcauciles son, quizá, los más esperados. No solo porque su temporada es corta, sino porque en la zona hay productores que los trabajan con una calidad extraordinaria. Para él, la cercanía es parte de la receta. Prefiere mil veces un alcaucil local que viaja minutos antes de llegar a su cocina, que uno de La Plata que estuvo cinco días rotando entre mercados y camiones. No es romanticismo: es lógica gastronómica. La frescura se siente.

Las cerezas, las frambuesas, los membrillos, los cítricos, los carozos y las manzanas acompañan otras etapas del año. Algunos llegan explosivos; otros se conservan y permiten usos prolongados; todos tienen un rol. La pera y la manzana, tan emblemáticas del Alto Valle, son parte del ADN regional y sirven tanto para chutneys como para helados, vinagretas o mostardas.

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Los platos vegetarianos de Marga enaltecen la carta y son una excelente opción.

Los platos vegetarianos de Marga enaltecen la carta y son una excelente opción.

Una de las ideas que más repite Simón es que la estacionalidad no solo define qué ingredientes usar, sino cómo cocinarlos.

Hay productos que en crudo no le dicen mucho —como la kabutia, por ejemplo—, pero que se transforman cuando se los impulsa un poco más: horno de barro, caramelización, manteca, miel, chile, salsas de nueces encurtidas. Para él, la clave está en trabajar un vegetal hasta que revele algo nuevo.

En cambio, si tiene delante un tomate reliquia perfecto, no lo toca. Lo corta a la mitad, sal marina, aceite de oliva. Nada más. La estacionalidad también enseña cuándo intervenir y cuándo correrse.

La consigna de su cocina actual es clara: pocos elementos por plato, pero cada uno inolvidable. Intensidad antes que ornamento.

La estacionalidad es un concepto incompleto si se separa del territorio. Simón cocina lo que hay cerca, porque ese producto —ese tomate, esa pera, ese espárrago— pertenece al mismo clima que el comensal. Se cocina con el cuerpo de una región.

Ese compromiso, además, sostiene a los productores locales en temporadas cortas e inciertas. Comprarles todo durante el mes de producción no es solo un gesto gastronómico: es una manera de sostener economías pequeñas que permiten que esa calidad exista.

No es una cocina caprichosa, ni pretenciosa, ni rebuscada. Es una cocina que sigue la lógica del mundo natural. Una cocina que entiende que un vegetal no vale lo mismo todo el año, que la distancia importa, que la frescura no se negocia, y que los sabores —como las estaciones— tienen su momento.

El resto es acompañar. Y saber esperar.

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