Amor prohibido: se fugaron cuando eran adolescentes y llevan 57 años juntos
Para poder estar juntos, Raúl y Mari tuvieron que escaparse de Comodoro Rivadavia, esconderse de la policía, pasar hambre, soportar el frío, cazar para comer, y hacer dormir a su primer bebé en un cajón de manzanas.
Sentados en un sillón de dos cuerpos, Raúl Febrero (74) y María Luisa Silvera (73) pueden pasarse la tarde entera juntos viendo las novelas de Telefé. A las 16.30 arrancan con Eda y Serkan y, si no tienen algo más importante que hacer, la maratón puede extenderse con algún capítulo de Nuestro Amor Eterno o Todo Por mi hogar. Pero, aunque en estas ficciones turcas abunden los dramas familiares, las suegras problemáticas, los desencuentros, los destinos inciertos y la pasión, ninguna de estas historias supera a la de este matrimonio que desde hace 57 años vive un amor incondicional y lleno de avatares. Para poder estar juntos y ahora poder vivir en esta casa del barrio Rincón de Emilio de Neuquén, antes tuvieron que fugarse, esconderse de la policía, pasar hambre, soportar el frío patagónico, cazar para comer, y hacer dormir a su primer bebé en un cajón de manzanas. “Yo tendría que haber escrito un Best Seller y nos hacíamos millonarios”, dice entre risas Raúl, el galán de esta historia.
Una historia que no transcurre en Estambul ni en ninguna otra ciudad de Turquía. Comienza en Comodoro Rivadavia. En una noche del año 1966. Raúl Febrero tiene 16 años y una facha descomunal. Tiene más arrastre que el viento chubutense. María Luisa apenas tiene 15, estudia y trabaja en un laboratorio, y vino a este baile con sus dos hermanas mayores, a las que la madre les encargó expresamente que la cuidasen. Raúl es el primero en salir a la pista. Así lo hace en cada cumpleaños, y en cada boliche al que va. La saca a bailar a Mari, a la que ya conoce desde antes. Suenan canciones de The Beatles, El Club del Clan y Leo Dan. Se gustan y se atraen tanto que para el fin de la noche ya serán novios. Ellos todavía bailan y ni se imaginan que la madre de Mari se opondrá al romance. Le parecerá que su hija es demasiado chica para andar teniendo novio y a chancletazos limpios intentará separarlos, pero no podrá.
“Al otro día la vieja me encontró atrás de su casa y me dio un bife, me sacó carpiendo”, dice ahora Raúl, quien aclara que su suegra terminó encariñándose mucho con él, al punto de adorarlo. “Mi mamá me había amenazado con llevarme a un internado de mujeres, de pupila”, dice Mari, que recuerda todavía la angustia con la que vivieron aquellos momentos.
Con la inconciencia de dos adolescentes, y haciendo cualquier cosa para estar juntos, la pareja se fugó a Caleta Olivia, a unos 60 kilómetros de Comodoro Rivadavia, a donde llegaron con un bolsito, un colchón y algo de vajilla. Raúl consiguió una changa nocturna en una panadería, y con los pocos pesos que tenían alquilaron una pieza de 2 metros por 3 con una estufa a gas, que era lo único que sobraba en Caleta. Durante el día cazaban martinetas y piches, juntos caminaban hasta un tambo para tomar leche recién ordeñada, y también iban al mar a recolectar sombreritos, que son un tipo de mariscos de la zona. Mientras ellos vivían su aventura juvenil de película y de supervivencia, la policía los buscaba por todos lados. Estuvieron tres meses prófugos, hasta que un tío de Raúl los encontró. Mari lloraba desesperada, creyendo que los iban a separar. Para ese entonces ella ya estaba embarazada de su primera hija, Ana María. “Mi tío nos dijo que íbamos a ir a hablar con mi suegra, y que, si ella no quería, él se ponía de tutor nuestro para que pudiéramos casarnos”, recuerda Raúl, y Mari acota “yo estaba muerta de miedo, escondida atrás del tío”. Con cara larga, pero prefiriendo a su hija cerca antes que fugada, la señora aceptó.
Del casamiento, que fue en 1967 en Comodoro Rivadavia, quedan algunos pocos recuerdos: que la madre de Mari firmó en el registro civil, pero que ni quisiera quiso ir a brindar a un bar. También que Mari ya tenía panza, y que no hubo listas de regalos, porque no tenían a nadie que pudiese regalarles algo: “éramos tan pobres que no teníamos ni intemperie”, dice Raúl, quien agrega “la cuna de nuestra primera hija fue un cajón de manzanas”.
La pareja podía contra todo. Todavía no habían cumplido 18 años y ya estaban casados y con una hija. Alquilaron un ranchito, y muchas veces la cena eran huesos hervidos, que los comían como si fueran carne de pastura. “Ella nunca se quejó, nunca me hizo un reproche”, asegura Raúl. Los dos se pusieron a trabajar codo a codo. Ella en curtiembres, en una pescadería y en una fábrica de Casetes. Él como chofer de camión, como obrero, en la Pepsi, y tiene un récord: ser el primer remisero en hacer los viajes desde Comodoro hasta Pico Truncado, a bordo de un Ford Falcón. “Cuando cumplí 21 años entré a trabajar en el petróleo y ahí nuestra vida empezó a mejorar”, dice ahora Raúl, quien recuerda que “nuestro baño no tenía agua caliente. Yo llegaba de trabajar a las cuatro de la mañana, todo mugriento, y ella con un fuentón me refregaba la espalda. Me acostaba un rato y a las ocho de la mañana salíamos de nuevo a trabajar”.
En el año 1978 la familia Febrero se mudó a Neuquén, en búsqueda de nuevas oportunidades relacionadas al petróleo. Para ese entonces ya habían nacido Héctor y Gerardo, los otros dos hijos que tuvo la pareja. También ya habían podido comprarse su primer auto, un Gordini color naranja, gracias a la administración de Mari, que juntó peso por peso. “Ella siempre manejó la plata de la familia”, dice Raúl, que llegó a ser capataz de transporte en una empresa petrolera. Con esa misma habilidad para la administración, y con mejores trabajos que permitieron ahorrar mayores cantidades dinero, en algún momento pudieron comprarse un camión, con el que Raúl transportaba materiales vinculados a la industria del petróleo por todo el país. De copilota siempre iba Mari, quien incluso en algunos tramos también manejaba. Juntos se recorrieron toda la Argentina, desde Ushuaia hasta Tartagal, pero “no eran viajes de turismo. Era llegar a destino, descargar, hacer un paseíto por el centro y pegar la vuelta”, dice Raúl y agrega “tuvimos dos accidentes y mis hijos nos pidieron que dejáramos de viajar”.
Ellos dejaron de viajar en el camión, pero desde hace 57 años siguen juntos en este viaje que es la vida, con alegrías, tristezas, aventuras y vaivenes. Y aunque no falten las discusiones o las peleítas diarias, ellos siguen eligiéndose cada día. Raúl continúa siendo un romántico como lo era a los 16 años, y para cada fecha especial le regala algún chocolate, rosas o alguna joyita. Mari dice que lo que más le gusta de él es que “es muy bueno, muy divertido, y que nunca tiene drama para hacer planes”. Planes que son de lo más variados: salen a comer afuera, a ver shows en vivo, al casino, al karaoke, pero también se acompañan en los trámites y en los turnos médicos. “También nos gusta mucho disfrutar del tiempo con amigos, con familia y con los siete nietos que tenemos”, dice Raúl.
De todo esto se acordaron la semana pasada, en lo que fueron los festejos por el 56º aniversario de casados, en una gran fiesta que organizaron en su casa, a la que asistieron todos sus seres queridos, familiares y amigos, y en donde hubo hasta Dj: “Nos bailamos todo”, dice Raúl, quien la mira a Mari y sonríe, con esa carita de enamorado, que debe ser la misma que puso aquella noche en la que la vio en un baile de Comodoro Rivadavia.
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