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De Neuquén a La Haya para ser un experto compositor: historia de locura y un amor inesperado

Juan Marco Albarracín vive en Bruselas y compone piezas clásicas que son ejecutadas por músicos exquisitos. Dice que esa es su forma de conectar con el mundo y que el amor le salvó la vida.

Ya muy lejos de la infancia, Juan Marco Albarracín recuerda la primera vez que, aun en medio del silencio, la música comenzó a sonar en su cabeza. Bach, Beethoven, Schubert, Tchaikovski habían sido parte de sus días desde siempre. Su madre, María Teresa Bertuzzi, era una reconocida cardióloga, pero también una pianista formidable que amaba la música clásica.

Tenía sólo 7 años y viajaban en auto desde Neuquén a San Martín de los Andes. Nunca antes había viajado a la cordillera. El paisaje que entraba por la ventana lo subyugó, entonces pudo escucharlo: dos notas en trémolo y dos clarinetes que tocaban muy cortos acordes en terceras. En ese momento no podía describirlos así, pero sí sintió que todo eso era una profunda confesión a sí mismo, que sin quererlo estaba componiendo.

“Desde entonces comencé, con mis rudimentos musicales, a anotar acordes, melodías, pequeños fragmentos para coro. La música, como arte que se practica, requiere alma y técnica. Sin alma no se llega y sin técnica no se puede construir. Adquirir técnica es cuestión de toda una vida y el proceso nunca se acaba. Mi música siempre empieza con algo que escucho en la cabeza y que trato de anotar. Tengo un lenguaje musical personal que está muy relacionado a la tradición tonal (Barroco, Clasicismo, Romanticismo) pero que encierra, como dijo un colega, el ruido de los tiempos, lo áspero, lo disonante. Personalmente, necesito expresar lo que pasa adentro mío, pero también cómo suena la historia. La historia siempre le termina dando una cachetada a cualquier individuo”, explica.

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Hace 14 años que Juan vive en Europa, adonde fue en busca de lo que siempre había ambicionado desde niño: perfeccionarse en la música, perderse en ese mundo infinito que para él significa una partitura. Estudió composición musical en el Conservatorio de La Haya, una de las más prestigiosas instituciones del mundo y en estos días fue aceptado para realizar el programa predoctoral en el Conservatorio Francófono de Bruselas. La música siempre fue para él la forma de definir su existencia en el mundo. Pero su historia, como sus composiciones, está llena de contrapuntos y turbulencias, a las que se fue reponiendo con muchísimo esfuerzo, valentía y amor.

Estudiar en La Haya

Eligió 3 partituras: una pieza que había compuesto para un cuarteto de cuerdas; una de ensamble de 11 instrumentos; otra para chelo. Las guardó prolijamente en un sobre y, como quien tira una botella al mar, las envió al Conservatorio de La Haya. Al tiempo, recibió una invitación a presentarse a un examen de audición.

“Fui con la cola entre las patas. Un tiempo antes, viajé a Alemania, donde había vivido durante un año en el 2000, cuando era adolescente. Y de ahí recién fui a Holanda, que me costó muchísimo por su clima hostil: mucha lluvia, frío y humedad, todo frente al mar. Me presenté a rendir, el jurado tenía una actitud bastante confortativa. Me preguntaron por el cambio de estilo tan pronunciado entre las obras y expliqué que había tenido unas crisis psicológicas. Me dijeron que ahí se hablaba de música, no de psiquiatría”, explica.

Sin embargo, 20 minutos después el veredicto fue positivo y Juan comenzó su trayecto anhelado. Vivía en un cuarto muy modesto en Hollands Spoor, uno de los barrios menos acomodados de La Haya, a pocas cuadras de la estación de trenes homónima, donde se veían las sombras de la droga y la prostitución.

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“El Conservatorio me marcó de por vida. En ese momento era un lugar excepcional, donde asistía gente de todo el mundo. Aprendí a conocer muchas culturas. Los profesores no sólo fueron referentes en lo musical, sino muchos también en lo personal. Aún mantengo contacto con alguno. Además, era una época con una producción artística efervescente”, cuenta.

Sin embargo, transcurridos 3 años de estudio, Juan enfermó. En realidad, venía arrastrando hace años muchas dolencias y malos diagnósticos, pero las cosas se agravaron y tuvo que volver repentinamente a Argentina a recuperarse. “La enfermedad autoinmune empezó en 2012, pero me la diagnosticaron en 2014. En paralelo, en 2013 me diagnosticaron oficialmente bipolaridad. Un colega bipolar de La Haya fue el primero en darse cuenta”, explica.

Lo que en apariencia era un declive, resultó un reinicio.

Un loco amor

A Cornelia Zambila la conoció unos cuantos meses después de comenzar la carrera de Composición. Ella venía de Bucarest, Rumania, y estaba en La Haya estudiando una maestría en Música Clásica para audiencias nuevas. “Es una violinista y violista excepcional. Le pedí que tocara “Faster than de speed of love”, una pieza que había compuesto para viola. Desde entonces comenzamos a frecuentarnos, nos juntábamos a cocinar, ella lo hace realmente muy bien. Pero en ese momento, tenía novio y además, cuando terminó su maestría comenzó a viajar y trabajar por toda Europa. Sin embargo, cada vez que volvía paraba en mi casa”, dice.

En 2013, antes de volver a Argentina, a Juan lo internan por dos episodios de psicosis. Primero por 3 semanas y luego, por 2 meses más. Cornelia iba muy seguido a visitarlo al hospital y aunque muchos le decían que “no le diera bola porque estaba loco”, ella se mantuvo firme y amable junto a él. Y de esa forma también lo siguió hasta Argentina, luego de trabajar muchísimo en los lugares más descabellados para juntar el dinero del pasaje.

En diciembre de 2014, Cornelia llegó a Argentina para acompañar a Juan y en marzo de 2015 se casaron. Tan solo un mes después, tuvo que volver a Europa por compromisos laborales. Mientras tanto, Juan se dedicó a su salud, logró terminar su carrera a distancia, le practicaron dos cirugías muy invasivas de extracción de piel y aún con las heridas abiertas viajó para radicarse en Europa.

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“Es una mujer de fierro que me sostuvo y aún me acompaña en cada crisis, no sé qué haría yo sin ella”, dice.

Hace 10 años están juntos, y hace 6 que nació el pequeño Emil, la alegría de sus días. Vivieron en varias ciudades, pero hace un tiempo lo hacen en Bruselas. Aunque Juan continúa arrastrando severos problemas físicos con los que combate cada día, trabajar con conciencia, amor y sin prejuicios en su salud mental, le permite estar en un gran momento anímico, creando y creyendo.

“Hasta que nos mudamos acá, extrañé a Argentina casi como un llanto contenido a diario, pero en esta ciudad me encontré con cosas de ese lejano Buenos Aires de los dosmiles: los colores húmedos, las paredes descascaradas y con graffitis: una vibra entre lúgubre y romántica. Todo esto contrastando con bulevares enormes en estilo francés. En fin, no puedo dejar de sentir orgullo por lo que construimos, lograr tener una vida estable en condiciones muy difíciles de salud y economía”, dice.

La música se respira

“La música clásica contemporánea es una prolongación de esa forma de pensar y hacer la música que conocimos en los grande nombres. Es una música orientada a la escritura como una forma de concebirla. Muchas veces tenemos una mirada muy eurocentrista de la música clásica, pero hay otras formas de escritura, como por ejemplo la música bizantina, o la música hindú que es espectacular. Se trata de sostener una tradición. La escritura musical es una técnica artística muy compleja y con una gran historia. Personalmente, creo que es un milagro que algo así haya sobrevivido a guerras, pestes y hambrunas. Pero para mí, es el aire que respiro, es todo en nuestra casa, es nuestra vida”, dice.

Además de componer, Juan toca el piano desde muy niño, también el arpa clásica y el arpa céltica. Dice que en varias oportunidades dieron conciertos de arpa céltica y violín junto a Cornelia. Que ahora está fascinado con el bandoneón, que si bien está aprendiendo sabe que en algún momento va a lograr dominarlo.

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“Una de las cosas que más me honraría, sería hacer mi música en Argentina. Sin duda Argentina posee ya una riquísima tradición de música post-tonal, me encantaría que mi música se toque en Neuquén, en Buenos Aires, en todo el país - y poder colaborar con todos los grandes músicos que hay en mi país. Volver del todo sería difícil porque ya estamos integrados acá, lo cual nos costó arduos años. Pero me fascinaría trabajar en mi país y poder viajar a hacerlo. En Argentina, pese a lo duras que sean las circunstancias, siempre se hace música clásica y contemporánea. Nuestra gran Orquesta Sinfónica de Neuquén estrena obras nuevas, también la Sinfónica de Río Negro. Una de las cosas que más me emocionó de volver a Argentina en 2019 fue ver la ópera Tannhäuser de Richard Wagner en el Teatro Español bajo la batuta del Mtro. Tolcachir. Si me pongo a pensar que la primera vez que vi una orquesta sinfónica fue en el Gimnasio del Parque Central, cuando tenía 15 ó 16 - y ahora tenemos una orquesta sinfónica”, dice con orgulloso.

Orgullo. Honra. Emoción. Todo aparece en su relato y es tan fácil sentirlo como el espejo de lo que genera este niño que encontró en la cordillera neuquina el primer sonido, el pibe curioso que algunos conocimos en el Don Bosco, el chico de corazón un poco triste y el abrazo siempre dispuesto hasta encontrarnos riendo.

Juan habla, se entusiasma, quiere decirlo todo sobre el grupo que ejecutó una de sus cantatas; de las obras que compuso para Cornelia; de aquel concierto que hicieron con imágenes proyectadas; de la pieza que compuso para su amigo que está tan enfermo. Pasan las historias y sus palabras como el velo de la belleza que es su obra: un sinfín de silencios y estallidos, una tormenta tan evidente y todas las calmas donde respirar. Su obra que es tradición y corazón. Su obra que nos revela que componer es para Juan la forma posible y definitiva de habitar este mundo.

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