El destino de una familia de inmigrantes europeos se cruzó con la trágica fuga de la U9.
Los balazos comenzaron a sonar cerca de las 10 de aquella mañana del 30 de mayo de 1916, cuando todos los ocupantes del rancho se preparaban para seguir su ruta de escape hacia la cordillera. Desde ese momento, hasta pasado el mediodía, no pararon.
Una partida policial había llegado temprano sospechando que los fugados que venían siguiendo desde Neuquén podían estar escondidos allí. Y no se equivocaron.
Primero fue una advertencia a viva voz del encargado de la patrulla que no sirvió de nada; luego comenzaron los disparos. En cuestión minutos, el desolado paraje ubicado en el Valle de Zainuco se convirtió en un infierno.
El rancho no tenía demasiada protección frente a los chumbazos. Las paredes eran de rollizos de madera apilados uno al lado de otro. Dos pequeñas ventanas ubicadas en el frente y en los costados del precario edificio permitían a los moradores asomarse con cuidado para ver la posición de los policías, aunque el riesgo de ser alcanzados por un plomo era muy alto.
Quienes habían quedados atrapados en su interior eran diecisiete reclusos que una semana antes se habían evadido de la cárcel de Neuquén, luego de un motín sangriento que posibilitó una fuga masiva. La mayoría de los 172 fugados fue capturada en las inmediaciones del penal, en las afueras del pueblo e inclusive en localidades cercanas de la región. Quedaba un pequeño grupo que había decidido escapar hacia la cordillera para poder cruzar a Chile.
- Bresler tenía razón. Era más seguro seguir camino por el sur, dijo uno de los presos con la voz quebrada.
Ruiz Díaz lo miró, pero no dijo nada; luego siguió espiando por una de las hendijas de la pared.
Martín Bresler y Sixto Ruiz Díaz habían sido los líderes del motín y quienes planificaron la fuga, aunque sus realidades eran muy distintas.
Bresler, un sudafricano llegado de muy joven a Neuquén para ocupar tierras que el gobierno nacional le había dado a su familia en la zona de Hua Hum, estaba condenado a dos años de prisión por el robo de una vaca tras la acusación de un vecino con el que tenía una enemistad manifiesta. El pasado de Ruiz Díaz era más violento. Había ido a la cárcel por un homicidio y por ese crimen le esperaban muchos años de encierro.
Durante la fuga, 20 presos escaparon hacia el oeste tomando un camino paralelo al río Limay, pero a la altura de El Chocón el grupo se dividió ante la falta de acuerdo sobre qué ruta era más segura para seguir.
Bresler y otros dos hombres continuaron hacia el sur. Ruíz Díaz y dieciséis más emprendieron camino hacia el centro del territorio. En el paraje Zainuco, en cercanías de Zapala, encontraron refugio en un lugar conocido como el “Rancho de Fix”, donde pasaron la noche. Nunca se imaginaron que la policía los encontraría a la mañana siguiente.
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Emilio Fix había nacido en 1876 en Ceská Trébová, un pueblito de Bohemia, la región del Imperio Austro Húngaro que años después se convertiría en la República de Checoslovaquia.
El lugar era muy pintoresco y con una gran vida cultural ya que albergaba a muchos músicos, cantantes de ópera, escritores, directores de cine y teatro. No era de extrañar que desde chico Emilio se involucrara con las artes y, especialmente con la música, aunque se ganaba la vida como dentista y barbero, actividades que en aquel entonces estaban emparentadas. La fotografía, una práctica que también le apasionaba, lo acompañaba en todo momento.
Emilio conoció en ese pueblo a quien sería su esposa, Anna Spatenka, una joven muy hermosa con la que tuvo cuatro hijos –dos mujeres y dos varones- y con quien emprendería una aventura por distintos países.
En 1905 la familia se fue a vivir a Suiza, a una ciudad llamada Interlaken, un lugar con paisajes parecidos a su pueblo natal, con grandes lagos, montañas y bosques, en los que la familia disfrutaba en cada salida y que Emilio aprovechaba para retratar con su cámara fotográfica. Los niños jugando, Anna posando con ellos en un parque o divirtiéndose en los columpios de una plaza, las casas alpinas del barrio... En el archivo familiar quedaron decenas de instantáneas de aquellos años felices en Suiza, aunque ese país no sería su destino definitivo.
En 1910 Emilio le propuso a Anna buscar un nuevo horizonte, pero esta vez más lejos de aquella Europa que comenzaba a sentir los primeros síntomas de la guerra que se desataría cuatro años después. Por eso la pareja decidió viajar a un lugar donde se sintieran más seguros y lejos del peligro. Y ese lugar fue la América de la que todo el mundo hablaba, específicamente, la Argentina, país ya conocido por recibir a inmigrantes de todas las naciones.
La aventura comenzó el 19 de agosto de ese mismo año cuando la familia se embarcó en el buque “Asturias” que partió rumbo a Buenos Aires desde puerto inglés de Southampton, el mismo desde donde, dos años más tarde, soltaría amarras el “Titanic” en aquel trágico viaje.
Los Fix sacaron pasaje en tercera clase. Emilio figuraba con 35 años, de profesión comerciante; Anna, con 39 años; Emilia, 11; Slava, 8; Víctor, 4 y Hugo, 2. Todos de nacionalidad alemana, según el listado de pasajeros.
Un mes después, la familia arribó a Buenos Aires y vivió poco menos de un año en la localidad de Bernal analizando cuál sería el mejor lugar para asentarse definitivamente. Finalmente, eligieron el territorio de Neuquén, en el norte de la Patagonia.
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Adentro del rancho, los presos vivían un clima de desazón e incertidumbre. A la partida de policías que los había sorprendido a la mañana se le sumó otra de refuerzos que llegó en horas del mediodía. Para ese entonces, varios reclusos ya habían sido heridos y las municiones se estaban terminando.
- ¡No tienen posibilidad de escape! ¡Ríndanse!, fue la orden a gritos del comisario inspector Adalberto Staub, que se había sumado al asedio iniciado dos horas antes y ahora estaba al mando del operativo.
Ruiz Díaz miró a su alrededor. Los dieciséis hombres que lo acompañaban aguardaban en silencio. Algunos permanecían parapetados en los lugares más seguros del edificio; otros intentaban limpiar las lesiones o frenar las hemorragias de los heridos alcanzados por los plomos que habían atravesado las maderas.
- ¿Y si nos rendimos?, preguntó uno.
- ¡¿Rendirnos para volver a ese lugar de mierda?! ¡Somos muchos y todavía tenemos balas!, contestó furioso su líder.
Ruíz Díaz intentaba convencer al grupo de algo que parecía imposible. Él mismo era consciente que escapar de ese lugar rodeado de policías costaría muchas vidas, tal vez todas.
El rancho de dos plantas había sido construido en un amplio descampado que no ofrecía ni siquiera un arbusto para esconderse. Los montes con vegetación –en su mayoría araucarias- estaban rodeando el lugar, a unos 200 metros. Intentar llegar hasta allí con decenas de fusiles apuntándoles desde todas las direcciones era encontrar una muerte segura. Sin embargo, no había mejores opciones.
Ruiz Díaz reunió a los hombres que estaban en condiciones de correr y les dijo que el único plan de escape viable era distraer a los policías desde varios frentes, disparando todos a la vez. El objetivo era que en medio de ese ataque se intentara una carrera en grupos de a dos o de a tres en distintas direcciones hasta llegar a cualquiera de los montes. A partir de allí cada uno buscaría su propia suerte. Reconoció que muchos se convertirían en un blanco fácil, pero que algunos tendrían la única posibilidad de huir. “Es ahora o nunca”, reflexionó.
Los presos recargaron sus fusiles y revólveres y buscaron distintos ángulos para disparar cerca de los lugares de escape, hasta que recibieron la orden de su líder para abrir fuego. A partir de ese momento el paraje se convirtió en un infierno.
Desde las ventanas y huecos de las paredes todos comenzaron a gatillar contra los distintos grupos de policías que estaban rodeando el rancho y que contestaban la acción con una lluvia de plomos aún mayor.
Uno de los reclusos que intentó la primera carrera fue alcanzado con un chumbazo en una pierna apenas salió por la puerta; otros que iban a seguirlo se frenaron al verlo caído y sin posibilidades de levantarse. El herido tenía una rodilla destrozada y se había arrastrado hasta una carreta de madera buscando refugio. Sus gritos de dolor se escuchaban más fuerte que los estampidos de los fusiles.
Indiferente a aquel cuadro, Ruiz Díaz se acercó a una de las ventanas buscando un buen ángulo de disparo, pero no alcanzó ni siquiera a apretar el gatillo. Una bala le atravesó la cabeza y el líder del grupo cayó muerto delante de todos, con los ojos abiertos y una expresión de terror.
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El primer lugar que los Fix vieron cuando llegaron al territorio de Neuquén fue la ciudad que seis años antes había sido fundada para que allí funcionara la capital. Hasta ese caserío arribaron en tren. Luego se dirigieron en carreta rumbo Zapala y finalmente llegaron al destino final que tanto esperaban: el Valle de Zainuco, un pequeño paraje ubicado que prometía una vida tranquila en medio de un marco natural tan imponente como el que regalaban todos los paisajes patagónicos.
Allí el gobierno nacional le había cedido la familia 2.500 hectáreas, igual que a tantos otros inmigrantes dispuestos a asentarse en la inhóspita Patagonia. Poblar esa región era una prioridad estratégica para las autoridades y la única forma de lograrlo era ofreciendo parcelas que con el tiempo podrían terminar en nuevas poblaciones.
Apenas arribado a Buenos Aires, Emilio había expresado su interés de que le otorgaran tierras en cualquier lugar que tuviera un parecido con Suiza, ya fuera por su geografía o por su clima. Allí mismo le dieron el título de propiedad: Zainuco sería su nuevo hogar.
Una vez en el valle, lo primero que hizo Emilio fue construir un rancho amplio con una característica particular: utilizaría el sistema de “palo a pique” -un método de construcción común en los campos- que consistía en cavar zanjas angostas para luego enterrar postes perpendiculares, unos pegados a otros, sujetos con amarras de cuero hasta formar paredes. Luego las zanjas se rellenaban con tierra apisonada y sobre la estructura se colocaba un techo a dos aguas con tirantes madera revestidos con paja.
Teniendo en cuenta la familia numerosa, los Fix decidieron que el edificio principal fuera de dos plantas: la de abajo se convertiría en un refugio para los animales y la de arriba sería la casa para que habitaran las seis personas. Una serie de cercados complementarios permitirían la cría de ganado y aves de corral. El agua la traerían de un arroyo ubicado a pocos metros para guardarla en distintos reservorios.
Durante seis años la familia oriunda de Europa se acostumbró a las costumbres locales y al trabajo cotidiano para tener un sustento. Fue una adaptación difícil, pero que tuvo sus beneficios. Emilio y Ana se convirtieron en ciudadanos del territorio y en poco se incorporaron al paisaje local como pintorescos paisanos gringos de cabellos rubios, ojos claros y pieles curtidas por el frío y el viento.
Los cuatro chicos también aprendieron a realizar el trabajo rural y a convivir con las costumbres locales. Descubrieron las aventuras de las veranadas para alimentar el ganado a las zonas más verdes, aprendieron a hablar fluido el castellano con todas las palabras y modismos locales y se divirtieron realizando increíbles expediciones con su padre por los alrededores de aquel valle tan mágico como hermoso.
Durante las épocas de nieve y mucho frío, los Fix se hospedaban en un edificio de Las Lajas que alguna vez había funcionado como panadería del Ejército. Cuando mejoraban las condiciones climáticas regresaban al valle para seguir la rutina de trabajo y campo.
Atrás habían quedado los recuerdos de Europa, su lengua natal, las vestimentas coloridas y los sabores de las comidas elaboradas en Bohemia y en Suiza. La Patagonia era su nuevo hogar.
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La sorpresiva muerte de Sixto Ruiz Díaz paralizó al resto de los presos que estaban dentro del rancho. Aquella estrategia de fuga pensada por su líder no había alcanzado a concretarse y ya no quedaba nadie al mando del grupo que pudiera pensar en una salida razonable que les garantizara la libertad y la vida.
A los pocos minutos que Ruiz Díaz cayera muerto, los estampidos de las balas cesaron de ambos lados. Los policías parapetados en las inmediaciones del edificio seguían apuntando al lugar, pero no entendían por qué todo había terminado de golpe.
Adentro del rancho, algunos de los reclusos mantenían su mirada hacia el cadáver de quién hasta hace pocos minutos había sido su líder, como esperando que el corajudo jefe que los había guiado se incorporara y les dijera algo.
En el lugar sólo se escuchaban los gemidos de dolor de los heridos que llegaban desde distintos rincones del edificio.
- No tiene sentido seguir con esto. Nos van a matar a todos, dijo con resignación uno de los reclusos.
Si antes había dudas sobre la posibilidad de un escape milagroso, la muerte de Ruiz Díaz terminaba de confirmar lo que todos, en el fondo, ya sabían. Apenas quedaban municiones, el cansancio después de tantos días de fuga era agotador. Aunque los dejaran salir corriendo, no llegarían a ningún lado.
- ¡Nos vamos a rendir! ¡No disparen!, fue el grito que se repitió una y otra vez.
Por la puerta principal, los presos fueron arrojando todas las armas que tenían ante la mirada desconfiada de los policías y finalmente comenzaron a salir. Algunos lo hicieron solos con las manos en alto; otros, llevando a cuestas a los heridos que fueron depositando en las afueras del edificio.
Después de más de dos horas, la feroz resistencia había terminado.
Lo que ocurrió a continuación marcó un punto de inflexión en la historia del territorio neuquino. Los policías escoltaron a ocho de los reclusos hasta Zapala para tomar el tren con destino a Neuquén. Los otros presos, de igual número, murieron baleados.
La versión oficial indicó que en un momento de la detención ese pequeño grupo intentó una nueva fuga cuando algunos evadidos les arrebataron las armas a dos policías aprovechando un descuido mientras se aseaban en el arroyo. El parte de la Policía aseguraba que allí se generó un enfrentamiento que terminó con la muerte de los ocho hombres: dos argentinos, dos españoles, dos chilenos, un italiano y otro sin datos.
Después se confirmaría, a través de la declaración de un testigo clave que, en realidad, los presos habían sido rematados con un disparo en la cabeza. Fue Félix San Martín, un hombre que tenía campos cerca de allí, quien días después encontró los cadáveres con las manos atadas y las heridas mortales. Inmediatamente hizo pública la denuncia que marcó un escándalo para Eduardo Elordi, el gobernador de entonces.
Nunca se confirmó, pero se sospecha que los que murieron aquel día eran los que estaban malheridos y no podían trasladarse por sus propios medios y que la decisión del comisario fue rematarlos allí mismo para que no se convirtieran en una carga.
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Cuando los Fix regresaron al campo quedaron impresionados con los hechos que habían ocurrido. El rancho tenía agujeros de bala en todos lados; algunas paredes habían quedado prácticamente destrozadas por los impactos y en las maderas todavía estaban incrustados los plomos de los proyectiles. A pocos metros, una fosa común se había convertido en la última morada de los ocho presos asesinados, un grotesco cementerio en inmediaciones de la casa familiar.
Emilio se cruzó con una partida policial que acompañaba a un médico forense que había llegado a la propiedad para constatar las heridas en los cuerpos de los evadidos. A través de ellos se enteró de los detalles más brutales de la captura: cuándo llegaron, cómo se resistieron, de qué manera transcurrieron sus últimos minutos de la negociación y la versión oficial del desenlace.
No solo en Neuquén se hablaba de la trágica fuga de presos de la cárcel. Los principales diarios del país dedicaron amplias coberturas para informar sobre la persecución de los evadidos y el dramático final que había tenido la historia.
Posteriormente, se abriría una gran polémica sobre la matanza de Zainuco y tendría otras derivaciones no menos trágicas, como la muerte de Abel Chaneton, el periodista que más reclamó para que se esclarezca el hecho y se haga justicia.
Ese mismo año los Fix decidieron abandonar el lugar, pero no por lo ocurrido en su campo, sino por la posibilidad de mudarse a otros destinos que le permitieran un mayor progreso y una mejor calidad de vida. Así, los gringos se trasladaron primero a Ramón Castro, un pueblito ubicado cerca de Zapala, donde instalaron un boliche de ramos generales. El viaje continuaría años después con otros emprendimientos en Plaza Huincul y finalmente en Las Lajas.
Emilio protagonizaría una última aventura poco después de cumplir 50 años. En 1927 se separó de su esposa, que rechazó la propuesta de seguir viajando por el mundo, y en soledad emprendió un largo periplo hasta Paraguay donde se radicó, trabajó como dentista y finalmente murió una década después.
Anna se quedó en Las Lajas donde pasó el resto de su vida disfrutando la frecuente visita de sus hijos y nietos. Falleció en 1966, a los 95 años.
El tiempo transcurrió, los descendientes de los Fix echaron raíces y se convirtieron en reconocidas familias que hoy viven en Neuquén y que aún atesoran la increíble historia de sus antepasados.
Ninguno de ellos volvió a ocupar tierras en el valle de Zainuco, aunque en los registros catastrales figuraban hasta hace poco como propiedad de Emilio y Anna.
El rancho en el que la familia de inmigrantes vivió sus primeros años y donde se desató la brutal balacera quedó abandonado. El paso del tiempo hizo su trabajo.
En la actualidad, el paraje agreste y rodeado de araucarias milenarias por donde alguna vez caminaron los gauchos europeos, es visitado durante los veranos por cientos de turistas que recorren sus senderos, disfrutan los paisajes y se maravillan con su entorno natural.
Casi nadie conoce el pasado que esconden esas tierras ni lo que ocurrió aquel mediodía del 30 de mayo de 1916.
Mucho menos saben que, entre las piedras, cerca del arroyo, todavía rondan fantasmas de más de un siglo, encerrados en su propia historia y buscando la libertad.
(Especial agradecimiento a Norman Portanko y a Taty y Mario Vitale, nieto y bisniestos, respectivamente de Emilio Fix y Anna Spatenka)
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