Hace un mes, en todo momento y en cada lugar andábamos cantando ese deseo: "Quiero ganar la tercera...".
Hace exactamente un mes, no veíamos la hora de que el árbitro polaco Szymon Marciniak pitara el comienzo del partido entre Argentina y Francia por la final de la Copa del Mundo de Qatar. Faltaba un día para saber si se concretaría ese deseo que coreábamos en todo momento y en todo lugar: “Quiero ganar la tercera. Quiero ser campeón mundial”.
Era la ilusión de ver a Messi, acaso en su último mundial, levantando la copa como lo había hecho Maradona, 36 años antes en México.
“Elijo creer”, era la frase que circulaba por esas horas en las redes sociales. La frase servía para incrementar esa ilusión, ese deseo construido a partir de esa identidad extraordinaria que se construyó con la selección.
No soy cabulero, pero recuerdo haber tenido una sensación particular cuando leí que la FIFA había anunciado que el arquero francés Hugo Lloris utilizaría un buzo amarillo para disputar la final.
El recuerdo del Mundial ’78 está intacto en mí como ese buzo amarillo del arquero Jan Jongbloed de Holanda (hoy Países Bajos) desparramado y abatido mirando desde el césped como Kempes después del gol abre los brazos tratando de abrazar a esa multitud en el Monumental. Y cómo no recordar al arquero alemán Schumacher, también con buzo amarillo, impotente por no poder tapar el disparo cruzado de Burruchaga tras esa interminable corrida en el estadio Azteca para sentenciar la final en 1986. Creer o reventar.
Después llegó el día, esa final soñada, cuando nos abrazamos, lloramos de alegría, salimos a la calle, cantamos “ya ganamos la tercera”, y el gran capitán besaba la copa, esa imagen de belleza eterna.
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