Un cuento de Mario Cippitelli recrea el romance entre el gobernador Bouquet Roldán y una joven 28 años menor que él. Una historia de pasión en el desierto.
- “Solamente a vos se te ocurre fundar un pueblo en medio de este desierto”.
- “Un pueblo, no; una ciudad”.
- “Primero será un pueblo. Habrá que ver cuánto tarda en crecer, ¿no?”
- “Tal vez no lo sepamos nunca”.
- “¿Y no te da curiosidad saber?”
Él le colocó su abrigo sobre los hombros y la abrazó con fuerza. Luego la besó. Y así se quedaron unos minutos contemplando la inmensidad del arenal mientras el sol terminaba de esconderse aquella tarde fría de agosto de 1904.
Carlos Bouquet Roldán y Sara Rodríguez Iturbide se habían conocido en Chos Malal a instancias de Emilio Rodríguez Iturbide, el hermano de Sara. Él había asumido la gobernación del territorio de Neuquén un año antes y nombró a Emilio como tenedor de libros para que lo acompañara en esa difícil tarea de administrar ese sector olvidado de la Patagonia.
Carlos había llegado al territorio neuquino sin compañía de nadie. Solo la gente más cercana conocía su historia que estaba cargada de tristeza y soledad. Mucho antes de que lo nombraran gobernador había sufrido la muerte de un hijo que había tenido con Carmen Zavalía, su esposa. La desaparición de Enrique, de apenas un año, lo sumió en un profundo pozo depresivo que le terminó costando su matrimonio.
En ese estado de angustia que aún lo agobiaba Carlos llegó a Chos Malal para trabajar como administrador, sin más expectativa que la de cumplir la labor que le habían encomendado, tratando de dejar atrás ese pasado difícil y concentrándose en el traslado de la capital a la Confluencia. Nunca imaginó que en esas tierras inhóspitas volvería a enamorarse; mucho menos de una mujer 28 años menor que él.
Sara Rodríguez Iturbide tenía ocho hermanos y pertenecía a una familia aristocrática que había llegado de Chile, aunque las raíces estaban en España. Tenía 22 años, pero su rostro adolescente y su figura delicada hacían que pareciera más joven que otras muchachas de su edad.
Creen que el mismo día que Emilio le presentó su hermana a Carlos nació el amor mutuo e incondicional. Sara veía en Carlos a un hombre inteligente, extremadamente culto y romántico. No se cansaba de leer los poemas que escribía bajo el seudónimo de "Siren"; lo escuchaba embelesada cada vez que él le contaba los sueños de fundar una ciudad en el medio del desierto.
- "¿Cómo era lo de las diagonales?", preguntó ella mientras desaparecía el sol.
- "Son cuatro diagonales que dividirán la ciudad y todas desembocarán en una avenida principal que llegará hasta el río Limay".
- "¿Y el resto?"
- "¿Ves las vías del ferrocarril? Eso también marcará una división entre el sur y el norte, entre la parte comercial y la administrativa. Pero ambos sectores estarán acompañados de muchas viviendas que se irán multiplicando. Así crecerá el pueblo hasta convertirse en la ciudad que yo sueño".
Carlos disfrutaba esa curiosidad y rebeldía adolescente que brotaba de Sara en cada palabra u ocurrencia. Por momentos sentía que la diferencia de edad que le llevaba no era tal, que de una manera inexplicable retrocedía hasta los tiempos de su juventud cada vez que se abstraía en esas conversaciones frescas y divertidas. Acaso era una forma de aliviar la carga que le generaban sus responsabilidades de gobernador; también de ahuyentar los temores que cada tanto aparecían frente a los desafíos de fundar una ciudad.
- "¿Y el cementerio?", preguntó ella entre risas.
- "¡Y quien se va a querer morir en este semejante paraíso! -exclamó él- La primera vez que vino Talero le expliqué y le dibujé un pequeño mapa en la arena porque me preguntó lo mismo. Le contesté que, aunque no pensaba en la muerte de nadie, el cementerio estaría en aquella colina, ¿ves? cerca del sol; bien lejos, igual que la cárcel".
- "¿Y nosotros?", le susurró ella al oído.
- "En esta carpa", contestó él con una carcajada.
Sara era plenamente consciente que su decisión de acompañar a Carlos había cambiado radicalmente su vida y que se encaminaba a una aventura audaz. Pero estaba decidida a hacerlo, pese a los desafíos que tendría enfrente, incluso ante la posición de sus padres que de un primer momento rechazaron de manera tajante que se convirtiera en la mujer de un hombre mucho mayor que ella y cuyo estado civil era indefinido. A Sara no le importaba; ni siquiera tenía en cuenta los chismes que en el pueblo habían echado a correr cuando se enteraron de su relación.
Sabía que fundar una ciudad de la nada generaría dolores de cabeza e incomodidades, como vivir en una tienda de campaña hasta que terminaran de construir el chalet de madera que el gobernador había encargado para su residencia; también que tendría que mantener la discreción, privándose de besos y caricias para no perjudicar la imagen de su amado.
Le bastaba con sentirse plenamente afortunada en su rol privilegiado de testigo para ver de qué manera iría creciendo el proyecto de la nueva capital y cómo se iría domando ese inmenso desierto. Por eso disfrutaba de las pequeñas cosas como caminar al lado de Carlos en aquellas improvisadas expediciones que hacían para el norte del pueblo para contemplar el paso bravo del río Neuquén o bajar aquella gran pendiente hasta llegar a la costa para ver los remansos del Limay. En definitiva, estaba feliz; feliz y enamorada.
- “Yo también me siento feliz a tu lado”, dijo Carlos, como si hubiera leído sus pensamientos.
- “¿Seguro? Mirá que soy mucho más celosa de lo que pensás, ¿eh?”, contestó Sara. Y lo abrazó con fuerza.
La tarde se había esfumado en un suspiro y un océano de estrellas avanzaba sobre el valle pintando sombras alrededor del caserío que se preparaba para dormir. No había más reflejos que los del cielo y algunas lucecitas amarillas y débiles de los últimos faroles encendidos a lo lejos.
La pareja se quedó contemplando aquellas postales al lado de una enorme fogata que hacía que el frío de la noche no se sintiera tan frío y que la tienda de campaña fuera mucho más que un refugio improvisado.
- “El 12 de septiembre cumplimos nuestro aniversario de novios y estuve pensando mucho el regalo que te voy a hacer”, reflexionó Carlos sin dejar de mirar el horizonte.
- “¿En serio? -reaccionó ella entusiasmada- ¿Qué es? ¿Me lo podés decir?”
Carlos sonrió y volvió a abrazarla con ternura.
- “Será un regalo especial -dijo- Un presente maravilloso por todo el amor y la compañía que me das todos los días, mi vida”.
- “No me importa el regalo. Me importa que vos estés al lado mío siempre. ¿Lo prometés?”
Carlos Bouquet Roldán y Sara Rodríguez Iturbide protagonizaron una de las tantas historias de amor que florecieron en Neuquén a principios del siglo pasado. Estuvieron juntos hasta el final, pese a las opiniones inquisidoras de la época y a los prejuicios por la diferencia de edad que los separaba.
Luego del traslado de la capital vivieron algunos años de felicidad en la quinta “La Sirena”, residencia que los cobijó en Neuquén donde se convirtieron en dos vecinos más del pueblito que de a poco iba creciendo, tal como lo había imaginado Carlos. Luego se acompañaron mutuamente en una casa de la calle San Juan, en Buenos Aires, más libres y anónimos, amparados por la muchedumbre de la gran ciudad.
Carlos murió el 15 de mayo de 1921, a los 67 años en compañía de su amada que no lo abandonó nunca y lo cuidó en su enfermedad hasta el último segundo.
Sara sobrevivió a esa pérdida durante 44 años. Falleció el 7 de mayo de 1965, cuando estaba por cumplir los 83.
Las historias de los pueblos siempre esconden pequeños relatos que valen la pena ser rescatados para enriquecer la cultura y conocer el pasado, especialmente el de aquellos que soñaron, creyeron y lucharon por concretar proyectos que en un principio parecían utopías.
La de Carlos y Sara es la historia de un amor apasionado y prohibido que, contra todos los decires, floreció y maduró con el tiempo. Pero es también la historia de la fundación de Neuquén que se concretó caprichosamente un 12 de septiembre de 1904, sin otro motivo que la demostración de un sentimiento y sin otra pretensión que la de un regalo secreto para un aniversario de novios.
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